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miércoles, 21 de abril de 2010

CAPÍTULO 22: TODO LO SOLIDO SE DESVANECE EN EL AIRE

Esta obra está protegida por derechos de autor ISBN 987-9248-58-9


TODO LO SÓLIDO SE DESVANECE EN EL AIRE

“Todo lo estamental y estancado se esfuma; todo lo sagrado es profanado, y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas” (Marx, K.- Engels, F.: Manifiesto Comunista, Buenos Aires, Editorial Anteo, 1985, p. 39).

1. Introducción

El siglo XX es el siglo del dominio de la técnica instrumental y de la muerte del hombre, de la globalización y el fin de las ideologías, de las comunicaciones transplanetarias y de la ausencia de Dios y de los dioses, de la exploración del espacio exterior, del buceo en las profundidades del átomo y del dominio de las modas superficiales, del despliegue de un poder superior al de cualquier época pasada y de la crisis de la ética, de los totalitarismos y del individualismo, de la planificación especializada y del descontrol global, de los nuevos movimientos sociales y de los fundamentalismos, de la consolidación de las formas democráticas de gobierno y de los golpes de Estado. El siglo XX hizo manifiesta la complejidad del mundo en que vivimos, es el siglo de la complejidad, de las redes complejas. El siglo XX es un siglo sin ciclo, sin cierre; como decía Nietzsche en referencia al hombre: es un tránsito y un ocaso.

Algunos hechos pueden servir de hitos simbólicos para comprender sus categorías propias: las guerras mundiales, la revolución soviética, la crisis del capitalismo de producción en el año 30, el liderazgo creciente de los Estados Unidos con posterioridad a la Segunda Gran Guerra, la guerra fría, el proceso de descolinización planetaria y la proliferación de los movimientos de liberación nacional, la expansión del capitalismo financiero (globalización), la revolución en la gestión, en las comunicaciones y en la informática, la rebelión juvenil y el surgimiento de los nuevos movimientos sociales y la caída de los «socialismos reales», la crisis del ecosistema y del trabajo como fuente de la riqueza.

El siglo XX se inició signado por un radical proceso de descentralización del sujeto, emblemáticamente representado por las obras de Marx, Darwin, Nietzsche y Freud. Marx había mostrado que las fuerzas productivas materiales, y no lo que los hombres creen o piensan, son el verdadero motor de la sociedad y la historia. Darwin sostenía que el hombre no derivaba de Dios en tanto Ser Creador, sino que era el producto de la evolución de las especies inferiores, de los simios. Nietzsche revelaba que los valores superiores no eran sino la expresión suprema del instinto de venganza encarnado en la rebelión de los esclavos, es decir, una inversión de los valores originarios. Freud, apoyándose en la medicina y en la práctica psicoanalítica, sostenía que la conciencia humana, como la punta de un iceberg, no era más que un emergente superficial de las fuerzas originarias del hombre profundamente sumergidas en lo inconciente. El movimiento surrealista, en el ámbito estético, se alimentó de esta concepción que demanda la liberación de las fuerzas del inconciente, en su crítica radical a la sociedad burguesa. Marx y Nietzsche, además, pusieron en cuestión las concepciones esencialistas, que afirmaban la existencia de una «naturaleza» humana. Ciertamente que estos procesos descentralizadores del sujeto estuvieron precedidos por la revolución copernicana, que quitó a la tierra del hombre de su lugar privilegiado en el centro del universo. Sin embargo, aquel movimiento descentralizador fue compensado por las modernas filosofías del sujeto desde Descartes hasta Kant y la ilustración, las que pusieron a la razón humana como fundamento y centro del conocimiento y de la realidad. Se podría decir, en general, que este movimiento de descentralización profundizó las críticas que desde el siglo XIX se venían enarbolando contra las consecuencias negativas del proceso de modernización llevado adelante por el Iluminismo y el capitalismo industrial. Llamaremos postmodernidad al movimiento que se iniciará con las críticas no de las carencias de la modernidad sino de sus propios objetivos positivos[1].

La segunda característica del siglo XX es el dominio de la razón instrumental y del utilitarismo individualista que es su contracara moral. “Una sociedad de la que han desaparecido los garantes metasociales[2] -dice Touraine- no puede sino concluir en el dominio de la instrumentalidad y del hedonismo y la utilidad social como el criterio único de evaluación de las conductas individuales”[3]. El industrialismo llevaba en sí la dominación social (taylorismo, nazismo o stalinismo) transformando a la sociedad en una gran fábrica e imponiendo a todos los hombres una disciplina calcada sobre la de los talleres, la que está asociada con un individualismo sometido a los dictámenes del sistema a través de la producción, del consumo y de los medios de comunicación masiva[4]. Si bien en la racionalización del trabajo (taylorismo) y en la acción del poder político como movilizador de las energías y los recursos (planificación) se mantuvo una cierta continuidad con la idea de progreso que presidió el siglo XIX, el siglo XX se inició sumido en un profundo pesimismo y en una creciente crisis de valores, acentuados por las contradicciones del sistema económico-social y por la Primera Guerra Mundial. “Todo es igual / Nada es mejor / Lo mismo un burro que un gran profesor”, decía Discepolo en su poema. En el período entre las guerras surgió en Europa el movimiento literario existencialista, desengañado y escéptico frente al destino del hombre. Los existencialistas expresaban el absurdo de la vida y el descreimiento en las fuerzas de la razón para controlar y ordenar el mundo.

El optimismo del siglo XIX, centrado en las esperanzas de progreso auguradas por los éxitos de la industria, apoyada en la razón identificada con la ciencia y la técnica, se trocó en creciente pesimismo, alentado por los sombríos anuncios de la crisis del sistema de producción, las luchas de los movimientos obreros socialistas y anarquistas y el horror de la Primera Guerra Mundial. Quizás la Revolución bolchevique haya sido la excepción en la medida en que suscitó espectativas, esperanzadas en algunos, inciertas en los otros. El siglo XX es también el siglo de las luchas del movimiento obrero. Los trabajadores organizados lograron imponer sus demandas progresivamente, hasta llegar a formar parte de las instituciones estatales. Paradójicamente, conforme avanzó el siglo, el sector obrero fue perdiendo su importancia relativa en el sistema económico-social. En este contexto de crisis, disolución y pesimismo se planteó la primer gran cuestión que atravesará el siglo desde el comienzo hasta el fin: la relación entre la totalidad y la particularidad, entre el totalitarismo y el individualismo, entre las grandes narrativas y las luchas locales, entre la globalización y la fragmentación.

2. Totalidad/particularidad

Uno de los problemas complejos que caracterizan al siglo XX es la oposición entre las categorías de totalidad y particularidad. Dicha oposición se ha manifestado en diversos momentos y ámbitos de la realidad. Inicialmente la discusión de planteó entre los que sostenían que la razón científico-técnica es el instrumento más poderoso desarrollado por el hombre para el dominio y control de la naturaleza y de la sociedad pero, como este instrumento es especializado, no puede abarcar la totalidad de lo real ni puede decidir sobre la bondad de los fines que persigue; y los que advertían que si lo que se buscaba era la humanización de la existencia, la libertad y la felicidad del hombre, entonces no podía resignarse la comprensión de la globalidad de los procesos ni del sentido de la historia. Los primeros se afirmaban en los éxitos de la ciencia y de la técnica, los segundos acentuaban la irracionalidad del conjunto. El argumento central de estos últimos consistía en analizar la «instrumentalidad» de la razón, para mostrar que lo instrumental remite a fines no instrumentales, que los fines del conjunto, al no ser racionales porque la razón se define como un medio o instrumento, quedan sujetos a la arbitrariedad del poder, de las pasiones o de la utilidad de los particulares. La discusión llegó a su punto más álgido, cuando estos críticos sostuvieron que los resultados más notables de la racionalidad instrumental se encuentran en los exterminios masivos planificados científicamente, simbolizados en Auschwitz (nazismo), en Gulag (stalinismo) y en Hiroshima, Vietnam o la Guerra del Golfo (capitalismo).

El debate totalidad/particularidad o sistema/especialización se mezcló y confundió con otro debate derivado de las respuestas alternativas a la crisis del capitalismo de producción generadas por el fascismo, el nazismo y el stalinismo, es decir, por los totalitarismos. Estos movimientos de masas surgieron como una respuesta defensiva ante las consecuencias amenazadoras del capitalismo de acumulación del siglo XIX, tal como fue el creciente protagonismo de las luchas obreras[5]. El debate totalitarismo/liberalismo o totalitarismo/democratismo se ha valido de categorías semejantes a las de la discusión anteriormente señalada, aunque sus problemas son diferentes. Una de las cuestiones centrales en debate aquí es la relación entre la integración de la comunidad y la fragmentación o la disolución social, entre el directismo y la participación, entre el bien común y los intereses particulares, entre lo público y lo privado, entre la justicia y la libertad.

Precisamente, son éstos los temas que han orientado los debates en torno a la totalidad/particularidad en las últimas décadas del siglo XX. Por un lado, en el ámbito de la filosofía y de la cultura «postmodernas», la discusión se ha desarrollado en torno al descrédito de las metanarrativas. Por otro lado, en el ámbito de las ciencias sociales (en particular, la economía), los análisis giran en torno al fenómeno de la globalización. Aparentemente, son perspectivas opuestas, ya que la primera advierte que los discursos globalizadores han caído en el descrédito y la segunda afirma la realidad incontenible de la globalización.

La crítica de las metanarrativas sostiene que, dado que todo discurso está condicionado por las circunstancias históricas particulares y contingentes, no es lícito ningún metadiscurso que pretenda validez universal y necesaria o que pueda ofrecer un criterio de verdad o de valor independiente de los vigentes en cada perspectiva particular. No lo es el filosófico, pero tampoco el científico, el religioso o el político. Un discurso sobre la totalidad sólo podría aspirar al status de un género literario, es decir, podría proponerse como una interpretación global pero sin pretensiones de validez o de verdad. Según esta postura, lo que sería posible hacer lícitamente en el campo del conocimiento es la construcción de análisis locales, situados, centrados más en el «cómo» que en el «qué», conscientes de la precariedad y contingencia de sus hipótesis y conclusiones, “reflexionando explícitamente sobre el contexto de sus «descubrimientos»”[6].

Los apologistas de la globalilzación (continuadora de la «modernización» y el «desarrollo») como sus pretendidamente neutros analistas (que parten del hecho, que no se puede negar y contra el que, supuestamente, no se puede operar) sostienen que la sociedad de mercado ha devenido planetaria, se ha universalizado, independientemente de la valoración que se agregue al hecho. Algunos, como Francis Fukuyama o Richard Rorty, le confieren una valoración positiva al triunfo indiscutible de las «prósperas democracias nordatlánticas». Otros, como la mayoría de los científicos sociales especializados en macroeconomía, se abstienen de hacer valoraciones (incompatibles con un hombre de ciencia) y dicen atenerse a los hechos, los que evidenciarían, la existencia de una economía y un sistema de información globalizados, contra los cuales no se podría actuar ni siquiera apoyándose en la (relativa) autonomía de los Estados nacionales. Si ninguna de las partes o de los fragmentos en los que se ha dividido el globo terráqueo puede desarrollar un poder y un saber capaces de controlar el proceso global, entonces sólo cabría salvar, a como de lugar, la propia particularidad con la que cada individuo o grupo se identifica en cada caso, el fragmento-territorio sobre el que se cobija. Sobre la base de estos argumentos, algunos sostienen que el triunfo del «sistema» es inexorable, que ya no hay alternativas realistas posibles y que sólo queda sacar el mejor provecho de la situación poniéndose al servicio de las empresas o de los gobiernos (en ese orden). Otros, por el contrario, advierten que la sociedad globalizada es una creciente amenaza a la vida, la libertad y la dignidad de los seres humanos, con sistemas de represión y control cada vez más sofisticados. Al respecto, dice Touraine: “La sociedad de producción y de consumo de masas se divide cada vez más en dos hileras (situs, dicen los sociólogos) que no son en modo alguno clases sociales, sino universos sociales y culturales cualitativamente diferentes. De un lado, el mundo de la producción, de la instrumentalidad, de la eficacia y del mercado; del otro, el de la crítica social y la defensa de valores o de instituciones que se resisten a la intervención de la sociedad. La oposición de los «técnico-económicos» y de los «socioculturales» no es sólo profesional; tiende a devenir general”[7].

Por otro lado, las críticas de la totalidad se desarrollaron paralelamente a las críticas de la subjetividad. Algunos autores sostienen que la disolución de los fundamentos de la modernidad conlleva necesariamente la inutilidad de los conceptos de totalidad y de subjetividad, mientras que otros afirman que la superación de la modernidad sólo será posible a partir de la lucha de algunos actores sociales[8] (sujetos), aunque ya no sean los sujetos de la modernidad (burguesía o proletariado), y que ello requiere de cierta comprensión de la totalidad en tanto sistema que oprime y explota a los hombres históricos concretos, tanto como de la construcción de nuevos actores sociales y políticos[9].

3. Modernidad fragmentada

Desde una tradición y óptica diferentes, el analista norteamericano Peter Drucker sostiene que después de la Segunda Guerra Mundial se produjo en los América del Norte, Europa y Japón una «revolución en la gestión», un cambio radical en el significado del saber que ha transformado a la sociedad y a la economía anteriores, a tal punto que “el saber es hoy el único recurso significativo”[10]. A diferencia de los economistas clásicos, incluso de Marx, Drucker sostiene que la fuente última de la riqueza es, a partir de entonces, el saber y no la tierra, el capital o el trabajo. El saber que en el siglo XIX se aplicó a las máquinas, a los procesos y a la producción, que a comienzos del siglo XX se aplicó al trabajo y a la productividad, después de la primera mitad del siglo XX se aplica al saber mismo. El saber se aplica al saber: saber cómo utilizar la información y los conocimientos de que disponemos, esta es –según Drucker- la transformación decisiva que estamos viviendo. “Lo que ahora queremos decir con saber es información efectiva en la acción, información enfocada a resultados”[11]. Drucker la denomina «revolución en la gestión». La gestión, el saber sobre el saber, es necesariamente especializado y múltiple, configura disciplinas. La revolución en la gestión ha transformado la sociedad convirtiéndola en una sociedad de los saberes. La sociedad postcapitalista es para Drucker una sociedad de los saberes: una sociedad globalizada con un saber especializado.

Sin embargo, como contrapartida de la globalización de los problemas[12], la experiencia humana se ha partido en trozos: todos pertenecemos a un mismo mundo pero este mundo está roto, está fragmentado, está dislocado, tiene una falla de estructura. Para Touraine[13] existen cuatro fragmentos reconocibles de la modernidad estallada: la sexualidad, el consumo, las empresas multinacionales (que corresponde a lo que Drucker llama «gestión») y las identidades nacionales.

(1) El psicoanálisis difundió y generalizó el hallazgo nietzscheano: la conciencia y la razón del sujeto no son más que un epifenómeno de las fuerzas más profundas del Ello, de la energía vital, de la sexualidad. A través de un largo proceso, cuyos orígenes tal vez puedan rastrearse hasta el Renacimiento y la Reforma, la intimidad y sexualidad de los individuos se fue liberando de los controles de la Iglesia, del Estado y de las instituciones de moralidad. Con la expansión de la teoría y las prácticas psicoanalíticas asociadas a las vanguardias artísticas (surrealismo, dadaísmo) los individuos encontraron una vía para desatarse progresivamente del control social o, al menos, para privatizarlo. Las energías vitales individuales, que escapan a los controles represivos de la realidad social y cultural, comenzaron a ser vistos como un ámbito de libertad y autonomía pero también de placer, gratificación y satisfacción individuales.

Sin ignorar que existen factores socio-económicos y culturales condicionantes, es evidente que las personas en la actualidad viven en un mundo en el que cada uno puede elegir por sí y sin injerencia del Estado, de los grupos o de otras personas, las propias reglas de vida. Esta mayor libertad individual ha sido un logro del último siglo, aunque, como contrapartida, se ha incrementado la pérdida del sentido de la vida. Es decir, la gente tiene la sensación de que ya no hay causas, ideales o utopías por las que valga la pena vivir o morir[14].

(2) Paralelamente, el capitalismo se reestructuró desplazando el acento desde la producción y la acumulación hacia el consumo masivo. Mientras que en el siglo XIX se perseguía el control de los recursos y el ahorro de energías en función de la acumulación creciente, el siglo XX persiguió la superproducción, con obsolescencia planificada de los productos, dirigida al consumo masivo de un mercado virtual construido y explotado por el márketing. La racionalidad de la producción planificada fue reemplazada por la «irracionalidad» de la demanda orientada por el deseo de reconocimiento o prestigio social y por el facilitamiento de los quehaceres rutinarios. Se abrió, de este modo, otro ámbito de satisfacción de los deseos individuales/sociales: el consumo.

(3) Con la expansión de la sociedad de consumo, la empresa experimentó una mutación decisiva. La concentración de productos, característica del siglo XIX, se transforma en concentración de capitales financieros que ya no se interesan principalmente en la compra y venta de productos sino en la compra y venta de acciones, de capitales. Esto permitió una mayor movilidad de las empresas de capital y su rápida internacionalización y transnacionalización. Surgieron así las empresas multinacionales, que ya no se basan en el incremento de la productividad para ganar mercados ni se especializan en una rama de la producción, sino que controlan grandes masas de capital y los hacen fluir por todo el planeta, convertido en “mercado universal”. Como consecuencia -señala Touraine[15]-, la idea de sociedad comenzó a ser reemplazada por la idea de mercado, la sociedad liberal reemplazó a la sociedad de clases y la exclusión a la explotación. La categoría de «mercado» reduce la complejidad de las relaciones sociales a su instrumentalidad. Por tal se entiende la utilización racional y productiva de los medios disponibles para alcanzar fines dados. La lógica económica de la eficiencia desbordó su ámbito natural (la producción) para extenderse y dominar todos las esferas de la realidad, cercenando la autonomía relativa de lo ético, lo político, lo social, lo cultural, etc. Como consecuencia, nada en la realidad tiene un fin en sí mismo o vale por sí mismo, sino sólo en cuanto instrumento o recurso para satisfacer las necesidades de los hombres (y en la mayoría de los casos, de las empresas). La contrapartida de esta expansión de la racionalidad instrumental ha sido, entonces, un eclipse de los fines, una desvalorización de todos los valores, una pérdida de los fines substanciales[16].

(4) Por último, el siglo XX se caracteriza por el resurgimiento de las nacionalidades y de las identidades étnicas y culturales. Este fenómeno tuvo su expresión en los fuertes movimientos nacionalistas de principios de siglo y, de una manera más intensa, en las luchas por la liberación nacional y la descolonización, desarrolladas en las tres décadas siguientes al fin de la Segunda Guerra Mundial, en las revoluciones fundamentalistas y en los nuevos movimientos sociales que reivindican las identidades culturales, étnicas y religiosas.

En la lectura de Touraine, el campo cultural y social del siglo XX (habiéndose disuelto o desacreditado la fundamentación racionalista del Iluminismo), no tiene unidad, carece de un sentido único. No se trata, entonces, del comienzo de un período nuevo sino la descomposición y disolución de la modernidad iluminista. Cruzando los vectores de lo individual/colectivo con lo permanente/cambiante, se obtiene el cuadro[17] de los fragmentos en que se divide la modernidad en disolución:

PERMANENCIA CAMBIO




INDIVIDUAL Sexualidad Consumo




COLECTIVO Identidad Cultural Empresa

(Nación) (Gestión)

Estos cuatros fragmentos en los que se ha dividido la sociedad del siglo XX señalan logros, conquistas o liberaciones. Se ha desarrollado la libertad individual aliviada de las leyes jurídicas o morales que coartaban las acciones y las formas de vida de los seres humanos en los siglos anteriores[18]. El crecimiento de la sociedad de consumo ha incrementado el confort, la comodidad, el placer y el cuidado del cuerpo, reduciendo considerablemente el esfuerzo en el trabajo productivo. El poderío creciente de las empresas multinacionales condujo a una globalización del mercado, la que tiende a eliminar los costosos emprendimientos disfuncionales y las distorsiones generadas por la injerencia de los Estados o de las políticas nacionales. Finalmente, el despertar de las identidades culturales y nacionales introdujo un factor de resistencia al proceso de globalización del capital financiero y del mercado[19].

No obstante, la compleja realidad de la sociedad de fines del siglo XX produce efectos negativos junto con los avances y la liberaciones. El crecimiento del individualismo ha sido paralelo al incremento de la pérdida del sentido de la vida, a la muerte de las utopías, a la falta de ideales y de metas trascendentes de los proyectos personales o profesionales. El desarrollo de la sociedad de consumo ha sido directamente proporcional a la falta de compromiso y participación política o social. El incremento de las comodidades ha sido inversamente proporcional al de la solidaridad y al de la autonomía de los individuos. La expansión de la lógica instrumental ligada a la globalización del mercado generada por las empresas multinacionales ha opacado los valores, los fines y, lo que Kant llamaba, la «dignidad» de la persona humana. La afirmación de las identidades nacionales, étnicas o culturales no ha logrado articularse para formar bloques regionales que puedan ofrecer una resistencia y un control más efectivo de los efectos destructivos de la globalización.

4. La postmodernidad

El estallido de la modernidad se consuma cuando la racionalidad instrumental se separa por completo del universo de actores sociales y culturales, cuando la sociedad se aparta de todo principio de racionalización, cuando se deja de definir una conducta o una forma de organización social por su lugar en el eje tradición-modernidad[20]. Este proceso ha dado lugar al surgimiento de acontecimientos que podrían señalar una ruptura respecto de las notas características de la modernidad. Para acentuar la discontinuidad histórica resultante, algunos autores comenzaron a hablar de la «época postmoderna». Es posible distinguir dos tipos de postmodernismos: (1) aquellos que creen que la descomposición es irreversible y renuncian a pensar la totalidad y/o la universalidad, y (2) aquellos que, como Habermas y Touraine, creen que la modernidad está incompleta y hay que llevarla hasta su consumación.

Dentro de los primeros se podrían ubicar a los filósofos franceses Michel Foucault y Gilles Deleuze, ya que ambos sostienen que todo pensamiento de la totalidad beneficia necesariamente a las redes del poder. Sin embargo, ninguno de los dos renuncia a dar cuenta de los procesos globales. Foucault efectúa una investigación genealógica sobre los orígenes de la prisión y de las formas de castigo en la sociedad contemporánea[21], de la cual extrae conclusiones generales sobre la sociedad en su conjunto. Deleuze realiza estudios fragmentarios sobre la sociedad global[22] unificada bajo el concepto de capitalismo. EnNecesidad de analizar los poderes: soberanía, disciplinario, de control (perfección de la dominación). Cfr. entrevista con T. Negri p. 18 un breve artículo titulado Post-scriptum sobre las sociedades de control[23], G. Deleuze recuerda que Foucault había situado el comienzo de las sociedades disciplinarias en los siglos XVIII y XIX y había localizado su apogeo en el siglo XX. Las sociedades disciplina­rias siguen a la organización de los grandes espacios de encierro (escuela, hospital, hospicio, fábrica, reformatorio, prisión), en los que “el individuo no deja de pasar de un espacio cerrado a otro”, cada uno con sus normas. ¿Cuál es el proyecto ideal de estas formaciones sociales? “Concentrar, repartir en el espacio, ordenar en el tiempo, componer en el espacio-tiempo una fuerza productiva cuyo efecto debe ser superior a la suma de las fuerzas elementales”. Suceden a las sociedades de soberanía cuyo objeto era recaudar (más que organizar la producción), decidir la muerte (más que administrar la vida). Napoleón es la figura histórica que opera el tránsito de una sociedad a otra.

Hacia finales de la segunda guerra mundial, las sociedades disciplinarias entran en crisis (crisis generalizada de todos los lugares de encierro), y están siendo reemplazadas por lo que Deleuze llama sociedades de control, en las que “formas ultrarrápidas de control al aire libre” reemplazan a las instituciones de encierro correctivo. Las sociedades de control responden a una lógica diferente de las disciplinarias. Las instituciones de encierro eran “variables independientes”, en las que el individuo comenzaba de nuevo cada vez, en un sobreseimiento aparente (entre dos encierros) con un lenguaje común analógico; mientras que “los diferentes aparatos de control son variaciones inseparables, que forman un sistema de geometría variable”, donde nunca se termina nada en una moratoria ilimitada, con un lenguaje numérico. Las instituciones disciplinarias son moldes, módulos distintos; mientras que los controles son modulaciones, como un molde autodeformante que cambiaría continuamente, de un momento a otro, o como un tamiz cuya malla cambiaría de un punto a otro. Deleuze ejemplifica con la contraposición entre fábrica y empresa, entre in-dividuos y «dividuos».

El concepto de hombre supuesto en una y otra lógica ha variado también: mientras que las sociedades disciplinarias definen al hombre como productor discontinuo de energía, las sociedades de control lo piensan como “ondulatorio, permaneciendo en órbita, suspendido sobre una onda continua”[24]. El hombre de las disciplinas es un hombre encerrado, normalizado, mientras que el del control es un hombre endeudado.

Las formas de sociedad se corresponden con ciertos tipos de máquinas, ya que éstas expresan las formas sociales capaces de crearlas y utilizarlas. Así, las sociedades de soberanía utilizaban máquinas simples (palancas, poleas, relojes, molinos de viento), las sociedades disciplinarias se valen de máquinas energéticas (con el peligro pasivo es la entropía y el peligro activo del sabotaje), y las sociedades de control emplean máquinas informáticas y ordenadores (con el peligro pasivo del ruido y el peligro activo de la piratería y los virus). Deleuze advierte que se trata de una mutación del capitalismo y no de una mera evolución tecnológica.

Las sociedades disciplinarias se corresponden con un capitalismo de concentración para la producción y de propiedad, que compra materia prima y vende productos terminados; mientras que el control es propio de un capitalismo de superproducción, que vende servicios y compra acciones. Se trata de un capitalismo para la venta y el mercado. “El marketing -dice Deleuze- es ahora el instrumento del control social, y forma la raza impúdica de nuestros amos”[25]. Análogamente, para Touraine, la situación histórica en la que se desarrolla sociedad postindustrial o «sociedad programada» está regida por el crecimiento rápido de las industrias culturales. La sociedad programada es aquella en que la producción y la difusión masiva de los bienes culturales (educación, salud, mass media) ocupan el lugar central que había sido el de los bienes materiales en la sociedad industrial. Touraine agrega, que al mismo tiempo se da un pasaje de una sociedad de producción (en la que el hombre es un productor que está frente a la naturaleza a la que transforma con sus máquinas, y es el creador de una historicidad), donde el individuo participa del sistema mediante su trabajo y su pensamiento, a una sociedad de consumo, donde participa mediante los deseos y las necesidades que orientan el consumo (el hombre es incorporado a un mundo cultural, a un conjunto de signos y de lenguajes que ya no poseen referencias históricas)[26].

El dominio se proyecta como un meca­nismo que señala a cada instante la posición de un elemento en un lugar abierto; un ordenador que señala la posición de cada uno y opera una modulación universal. Se requiere un programa de investigación que describa «categorialmente» la nueva forma de dominio y control que está instalándose en lugar de las sociedades disciplinarias. Algo nuevo, un nuevo tipo de sociedad, se anuncia en la crisis de los regímenes disciplinarios:

* En el régimen de las prisiones: búsqueda de «penas de sustitución» y utilización de collares electrónicos que imponen al condenado la obligación de quedarse en su casa a determinadas horas.

* En el régimen de las escuelas: las formas de evaluación continua y la acción de la formación permanente sobre la escuela. Introducción de la empresa en todos los niveles de escolaridad.

* En el régimen de los hospitales: nueva medicina «sin médico ni enfermo» que diferen­cia a los enfermos potenciales y a las personas de riesgo, que no muestra como se suele decir, un progreso hacia la individualización, sino que sustituye el cuerpo individual o numérico por la cifra de una materia «dividual» que debe ser controlada.

* En el régimen de la empresa: los nuevos tratamientos del dinero, los productos y los hombres, que ya no pasan por la vieja forma-fábrica. Son ejemplos bastante ligeros, pero que permitirían comprender mejor lo que se entiende por crisis de las institucionales, es decir, la instalación progresiva y dispersa de un nuevo régimen de dominación.

Dentro de los pensadores que entienden que la modernidad ha llegado a su fin, Gianni Vattimo sostiene que la postmodernidad se define por dos transformaciones fundamentales: el fin de la dominación europea sobre el conjunto del planeta y el desarrollo de los medios masivos de comunicación como canales en donde se da lugar a la palabra de las minorías y de las culturas «locales»[27].

5. El lenguaje y los medios de comunicación

A partir de la filosofía de Heidegger, la hermenéutica de Gadamer, Ricoeur y Vattimo, las filosofías analíticas anglosajonas, el desconstructivismo de Derrida y la reflexión creciente sobre los medios de comunicación masiva desde la Escuela de Frankfurt hasta la teoría de los simulacros de Baudrillard, se han desarrollado una serie de debates en torno a las capacidades del lenguaje para representar o reflejar objetivamente la realidad natural o social, e incluso, las intenciones subjetivas de los actores sociales. De acuerdo con algunas de estas perspectivas, el lenguaje no es nunca un medio neutro o transparente, sino que supone una opacidad originaria, que le impediría reflejar la realidad objetiva o subjetiva tal cual como ella es. El lenguaje no sería un reflejo ni un medio sino una fuente inagotable creadora de ficciones o de ideologías, “no sólo la ficción «filosófica» (que crea a su vez las ficciones de «la verdad» y «la lógica»), sino también la ficción de que hay actores, autores, audiencias y lectores, más allá de los efectos del lenguaje”[28]. Las perspectivas más extremas de este enfoque sostienen que lo que llamamos «la realidad» es sólo un efecto de las ficciones del lenguaje.

Así como el discurso lingüístico consiste en la construcción del sentido en el habla o en la escritura, así también se podría pensar que toda realidad es una construcción análoga. En la medida en que las cosas se definen y determinan por los significados, su ser se construye siempre inevitablemente dentro de un «mundo», es decir, dentro de una totalidad de sentido. Es el mundo, así entendido, el que sirve de contexto para todo texto, el que confiere significado a cada signo en el sistema lingüístico, es decir, el confiere su ser a todo lo que es dentro de una época histórico-cultural. Las teorías clásicas veían en el lenguaje un medio de comunicación y de fijación del saber. Las teorías postmodernas comienzan a comprender al lenguaje como constitutivo de la realidad de lo que es. Para poner un ejemplo: una cosa cualquiera no es simplemente algo que está ahí, siempre es esto o aquello, es decir, siempre está más o menos definida por sus relaciones de semejanza y diferencia con las otras cosas dentro de este mundo al que pertenecen todas. El sol no es eso que está ahí. El sol es Apolo (en el mundo griego) o es Inti (en el mundo de los incas) o es el centro del sistema solar (para el mundo moderno postcopernicano). No se trata del mismo sol, ya que en cada caso se define de manera diferente y, para el grupo humano que se refiere a él, es algo diferente. Gadamer dice: “el ser de lo que puede ser comprendido es lenguaje”. Algunos autores como Ernesto Laclau y Chantal Mouffe llaman «discurso» a una totalidad significativa, constituida por prácticas lingüísticas y extra-lingüísticas. De lo cual se infiere que no hay ningún ser exterior al discurso. Dicho de otro modo: el ser de las cosas, la realidad de lo que es, es discurso. Algunos autores, como Jean Baudrillard, han sostenido una tesis más extrema: no hay realidad en última instancia sino «simulacros». Es decir, aquello que llamamos realidad es una construcción de los medios de comunicación[29].

Si bien algunos autores no admiten exterioridad alguna a la totalidad semiótica, concibiendo al sistema de signos como un sistema cerrado e inmanente, otros (Gadamer, Laclau) sostienen que existe una exterioridad al discurso o al lenguaje, aunque tal exterioridad no es significativa, no es pensable ni decible. Todas estas teorías del lenguaje se proponen superar la contraposición entre teoría y praxis. Ya a partir de Marx, se trataba de ver a la teoría (y al lenguaje teórico y científico) como un momento interior a la praxis social. Las teorías críticas de la ideología como la sociología del conocimiento han tratado de estudiar cómo la praxis productiva o político-social condiciona y deforma el lenguaje teórico de la ciencia. Dentro de esta tradición, la Escuela de Frankfurt ha sostenido una tesis particularmente influyente en el ámbito de los medios de comunicación. Han sostenido que las industrias culturales reproducen y expanden la ideología subyacente al sistema capitalista de producción. Sobre esta base algunos teóricos han llegado a afirmar que los medios de comunicación masiva manipulan y controlan a los individuos en las sociedades desarrolladas contemporáneas. Formulado de una manera más extrema, algunos autores sostienen que la forma de la comunicación en los medios masivos produce y reproduce la alienación humana, imposibilitando u obstaculizando en grado sumo, el desarrollo de la autonomía individual y de la conciencia crítica.

La lingüística estructuralista primero y las teorías de la comunicación después, han efectuado una crítica severa a la idea de progreso que presidió los estudios sociales en el siglo XIX. Junto con la idea de progreso se cuestionaron los conceptos de historia como unilinealidad de sentido, de continuidad y de sucesión causal. Las teorías postmodernas afirman, por el contrario, la discontinuidad de los procesos, la simultaneidad de la comunicación y el fin de la historia. Según estas perspectivas, habríamos ingresado en la posthistoria, en una época en que ya no es posible la reducción de todos los fenómenos a una unidad de sentido y donde la diversidad de diferencias hace necesario pensar en la multiplicidad de procesos paralelos, yuxtapuestos e intermezclados.


BIBLIOGRAFÍA

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[1] Cf. infra: La postmodernidad.

[2] Touraine llama «garantes metasociales» a los fundamentos metafísicos en los que descansaba y se legitimaba el orden social en la antigüedad, como el Ser, el Destino, Dios, la Naturaleza, etc.

[3] Touraine, A.: 1993, pp. 212, 214.

[4] Cf. Touraine, A.: 1993, p. 202-4.

[5] Cf. Touraine, A.: 1993, p. 175.

[6] Gorlier, J. C.: El lado oscuro de la protesta social, en Cuadernos de investigación de la Sociedad Filosófica Buenos Aires, IV, La Plata-Buenos Aires, Ediciones Al Margen, 1998, p. 15.

[7] Touraine, A.: 1993, pp. 225-6.

[8] Cf. Pac, A.: La individualidad y la filosofía en el seno de la cultura. Una perspectiva anarquista, en VV. AA.: La filosofía en los laberintos del presente, Buenos Aires, Editorial Biblos, 1995, p. 32.

[9] Por ejemplo, Eduardo Grüner dice: “No es, por supuesto, que ese parcelamiento teórico no pueda ser explicado: es el necesario correlato de lo que nos gustaría llamar la fetichización de los particularismos (algo bien diferente, desde ya, de su reconocimiento teórico y político) y de los «juegos del lenguaje» estrictamente locales y desconectados entre sí. Esa fetichización es poco más que resignación a una forma de lo que ahora se llama «pensamiento débil», expresado -entre otras cosas- por el abandono de la noción de ideología para el análisis de la cultura, por cargos de «universalismo» y «esencialismo». Pero seamos claros: no hay particularidad que, por definición, no se oponga a alguna forma de universalidad, «esencial» o históricamente construida. Y no hay pensamiento crítico posible y eficaz que no empiece por interrogar las tensiones entre la particularidad y la universalidad, que son, después de todo, las que definen a una cultura como tal en la era de la «globalización»” (Grüner, E.: El retorno de la teoría crítica de la cultura: una introducción alegórica a Jameson y Zizek, en Jameson, F.-Zizek, S.: Estudios culturales. Reflexiones sobre el multiculturalismo, Buenos Aires, Paidós, 1998, pp. 23-4).

[10] Drucker, P.: La sociedad poscapitalista, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1993, p. 40.

[11] Drucker, P.: 1993, p. 43.

[12] Touraine, A.: 1993, pp. 279.

[13] Cf. Touraine, A.: 1993, pp. 129 ss..

[14] Cf. Taylor, Ch.: La ética de la autenticidad, Barcelona, Ediciones Paidós, pp. 38-40.

[15] Cf. Touraine, A.: 1993, p. 234.

[16] “Hoy la imagen más visible de la modernidad es la del vacío, la de una economía fluida, la de un poder sin centro, sociedad de cambio mucho más que de producción. En una palabra, la imagen de la sociedad moderna es la de una sociedad sin actores” (Touraine, A.: 1993, p. 263).

[17] Cf. Touraine, A.: 1993, p. 133.

[18]“A partir de Nietzsche y Freud, el individuo cesa de ser concebido sólo como un trabajador, un consumidor o incluso un ciudadano, de ser únicamente un ser social; se vuelve un ser de deseo, habitado por fuerzas impersonales y lenguajes, pero también un ser individual, privado. Lo cual obliga a redefinir el Sujeto” (Touraine, A.: 1993, p. 173).

[19] “Hoy una parte del mundo se repliega en la defensa y la búsqueda de su identidad nacional, colectiva o personal, mientras que otra parte, por el contrario, sólo cree en el cambio permanente, viendo el mundo como un hipermercado donde aparecen sin cesar productos nuevos. Para otros, el mundo es una empresa, una sociedad de producción, mientras que otros, por último, son atraídos por lo no-social, se llame el Ser o el sexo. En medio de estos fragmentos de vida social cargados de valores opuestos se afana la multitud de hormigas encadenadas a la racionalidad técnica, operadores, empleados, técnicos, situados arriba o abajo, a los que todo aparta de preocuparse por los fines de su acción” (Touraine, A.: 1993, pp. 190-91 y 279).

[20] Cf. Touraine, A.: 1993, p. 230.

[21] Cf. Foucault, M: La verdad y las formas jurídicas, Barcelona, Editorial Gedisa, 1980; Foucault, M.: Vigilar y castigar, Buenos Aires, Siglo XXI, 1976.

[22] Cf. Deleuze, G.-Guattari, F.: Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Valencia, Editorial Pre-Textos, 1988.

[23] Deleuze, G.: Conversaciones 1972-1990, Valencia, Pre-Textos, segunda edición, 1996, pp. 277-286.

[24] Deleuze, G.: 1996, p. 282.

[25] Deleuze, G.: 1996, pp. 283-4.

[26] Cf. Touraine, A.: 1993, p. 248.

[27] Cf. Vattimo, G.: La sociedad transparente, Barcelona, Paidós, 1990.

[28] Gorlier, J. C.: 1998, pp. 15-16.

[29] Coherentemente con su hipótesis básica, Baudrillard ha escrito un libro titulado: La guerra del Golfo no ha tenido lugar, donde muestra que lo que nosotros llamamos «guerra del Golfo» no es más que una ficción producida por los medios.

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