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viernes, 9 de abril de 2010

CAPÍTULO 7: LOS ORIGENES DEL CRISTIANISMO

LOS ORIGENES DEL CRISTIANISMO

1. Introducción

Este capítulo tiene por contenido los primeros siglos del cristianismo: el período que va desde la predicación de Jesús y los Apóstoles[1], la expansión del cristianismo, la persecución y la vida de las comunidades clandestinas, hasta el año 313 d. C. en el que el emperador Constantino decretó la libertad de culto para los cristianos. Dicho contenido será abordado en la forma de la filosofía, es decir, como una época, desde una óptica global, desde la totalidad de los elementos.

¿Qué relación hay entre la expansión del cristianismo y la decadencia del Imperio Romano? ¿En qué condiciones pudo producirse la revolución cristiana, que alteró radicalmente la cultura mediterránea? ¿Cuáles son los rasgos de la conciencia cristiana? ¿Cuáles han sido sus anteceden­tes, sus medios y sus categorías? ¿Cómo han podido desaparecer los dioses romanos y ser reemplazados por el Dios-crucificado?

Conviene hacer algunas aclaraciones preliminares: 1) Ya se advirtió que la óptica desde la que se aborda esta época es la de la filoso­fía. No es la de la teología, que parte de la revelación, para aclarar­la a la luz de la razón. Si bien se parte de los hechos históricos, no se trata de una perspectiva hitoriográfica, preocupada por los hechos particulares a los que relaciona de acuerdo a su desarrollo en el tiempo; sino que se busca­ la conexión interna de los hechos, su relación racional, general, global.

En resumen: a semejanza de la teología, nos ocuparemos de la religión cristiana y de su historia; a semejanza de la historio­grafía, nos ocuparemos de los hechos en el tiempo; a diferencia de la primera, no suponemos la verdad revelada; a diferencia de la segunda, no relacionamos los hechos exteriormente (con el tiempo que es exterior a los hechos) sino internamente, en su lógica inmanente.

2) No consideramos al cristianismo solamente como una reli­gión, sino como una comprensión del mundo, de la vida de los hombres y de lo Absoluto; esto es, como una forma de vida, como una cultura, lo cual involucra todas las relaciones, desde la relación con Dios (el culto, la doctrina), con los hombres (la sociedad, la organización de la comunidad, la política), con la naturaleza (los modos de producción, las formas de trabajo).

2. Las condiciones en el Mediterráneo

¿Cuál es la situación global en el Mediterráneo hacia el primer siglo de la era cristiana? Roma había desarrollado una domina­ción política y militar en todo el mar Mediterráneo, manteniendo a la diver­sidad de los pueblos y culturas dentro una estructura imperial. Pero esta expan­sión de la ciudad de Roma, no había sido aún acompañada por una transformación paralela en el ámbito de las instituciones. El senado había sido el medio institucional, que expresaba el poderío del patriciado hasta ese momento. El principal vehículo de expan­sión había sido el ejército controlado por el senado. Las conquis­tas romanas fueron determinando el crecimiento acelerado de las legiones y les había dado una creciente conciencia de su poder, sobre todo a partir de que Sila tomó el gobierno apoyándose en él. De aquí que las legiones y sus comandantes representaran el medio por el cual se produjo la transición institucional. Julio César y Octavio fueron la clara expresión del poder que el ejército había llegado a obtener y de la necesidad de adecuar las instituciones a la nueva situación expansiva de la conquista del Mediterráneo. Las legiones se alistaban para las guerras, y eran disueltas cuando éstas concluían. Con el acceso de Augusto al poder, el ejército se convirtió en permanente, profesional y estable, al igual que las flotas. Y el soldado, que prestaba servicios en las legiones, obtenía por ese medio la ciudadanía romana. Esto tuvo como conse­cuencia a largo plazo, que se extendiesen los derechos de ciudada­nía, de manera progresiva, a las provincias, y los bárbaros acce­dieran a puestos de conducción en el ejército.

Para el mundo griego la esencia del hombre era la polis, como para los romanos anteriores al imperio era la res publi­cae. Para ellos, los muertos pervivían en la memoria de la comu­ni­dad. Pero la expansión imperial fue paralela a una creciente valoración de la vida individual y del hedonismo, para el cual los ideales trascendentes al individuo carecen de significado y la muerte se convierte en el límite absoluto y en una pérdida insuperable. Para quienes ya no encontraban su propia esencia en la comunidad, los fines inmediatos como la búsqueda del placer y el evitar el dolor y el sufrimiento, se convirtieron en los fines supremos de la vida. Como contrapartida, la muerte es el sinsentido.

La lex era la garantía del orden del mundo, el fundamento de la pax romana; pero al abarcar la multiplicidad de particularida­des distintas, no las reconocía en su singularidad, sino sólo exteriormente, separando la conducta de la interioridad. De este modo, la multiplicidad fue uni-formada, homogeneizada, y el indi­viduo se convirtió en átomo de una estructura abstracta. La singu­laridad más íntima, la interioridad, la persona no era reconocida por la lex que cosifica y “en la cosificación de la ley se oculta el miedo de quien teme que la muerte sea un fin”[2].

De manera, que esta universalización, este pasaje de una conciencia local o particular (polis, res publicae) a una concien­cia universal (imperium) conlleva un progresivo vaciamiento de la conciencia, creando así una condición para el nacimiento del cristianismo. ¿Qué significa “vaciamiento de la conciencia”? Para los griegos el individuo era concebido desde la polis y aislado carecía de esencia, dejaba de ser humano. Aristó­teles todavía expresaba esta conciencia cuando decía que un ser que no viviera en polis debería ser un dios o una bestia. Por eso lo peor que le podía pasar a un griego era ser desterrado, pues era como perder su condición humana. El destierro era por eso peor aún que la muerte, pues el muerto sobrevivía en la memoria de la comunidad. Esta conciencia de que la esencia del hombre estaba en la polis explica la consigna que las mujeres espartanas daban a sus hijos que partían al combate: volver con el escudo (es decir, triunfadores) o bajo el escudo (es decir, muertos). La tercera posibilidad era inconcebible: conservar la vida individual a costa de la derrota de la polis.

A partir del siglo de Pericles -con las guerras del Pelopone­so y la decadencia de la polis- esta conciencia comenzó a disol­verse y el individuo ganó una preponderancia cada vez mayor res­pecto de la comunidad. Physis y nomos, «naturaleza» y «cultura» se separan y oponen. El orden del kosmos y la constitución de la polis se escinden. La esencia del individuo, que estaba en la polis, se traslada a la «convención», a la ley humana. La polis como esencia del individuo, cuyo orden encontraba su fundamento en el orden absoluto del kosmos, se «vacía», deja de ser la esencia del hombre, que se traslada al nomos. Esta nueva conciencia, que aparece con la decadencia de la polis, se expresa en los versos de Arquíloco: “Salvé la vida: ¡Al diablo con el escudo! ¡Al fin y al cabo, puedo comprarme otro!”[3].

Con el imperio romano y la universalización de la lex se produce un vaciamiento más hondo, en la medida en que el individuo ya no reconoce su esencia ni en la polis, ni en la ley (que le es cada vez más externa), sino sólo en la interioridad inmediata. Esta interioridad (en tanto se opone a la permanencia de la ley) es lo fugaz, es lo efímero: a la dureza de la ley le opone la fugacidad del placer. Huir del dolor y extender el placer. La esencia humana pasa de la polis a la ley, y de la ley al goce inmediato y momentáneo.

3. Las condiciones en el medio oriente semita y helénico

Hemos visto cómo en la tradición hebrea del exilio y la diáspora fueron surgiendo en las escuelas proféticas, tendencias hacia la universalidad centradas en la esperanza del mesías y la salvación universal. Estas líneas son retomadas por la predicación del profeta Juan, llamado el Bautista, porque llamaba a la «conversión», a cambiar de vida (que simbolizaba con el bautismo) para la inminen­te llegada del mesías y el advenimiento del «reino de los cie­los». Esta esperanza era compartida por la población de Galilea, que era la más empobrecida y en cuya montañas se refugiaban los grupos nacionalistas más intransigentes, como los «zelotes». En contraste con esta esperanza, en los centros urbanos como Jerusa­lem y sobre todo en los sectores dirigentes (fariseos y saduceos) se sobreva­lora la importancia del ritual, las fórmulas y la letra de la «Ley». La misma experiencia del exilio había producido como conse­cuencias esta necesidad de someterse a la observancia del culto ritual y de la ley, como una defensa incluso, de la propia identi­dad, y como una forma de evitar los males que padecían, cuya causa radicaban en la infidelidad a la Alianza.

Juan el Bautista, siguiendo la tradición profética, predicó el advenimiento del Juicio de Dios: “el hacha ya está puesta a la raíz de los árboles: el árbol que no produce buen fruto será cortado y arrojado al fuego”[4] y la necesidad de la «conversión»[5]. Y siguiendo esta misma tradición se opuso a la corrupción de la vida urbana, atacando al mismo tetrarca Herodes, quien finalmente lo hizo decapitar.

4. La predicación de Jesús

4.1. El mandamiento del amor

Lo primero que interesa destacar de la predicación de Jesús es el mandamiento «nuevo»: “ámense los unos a los otros. [...] En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros”[6]. ¿Cuál es el modelo de este amor? Dios mismo, el Altísimo[7]. “Sean miseri­cor­diosos, como el Padre de ustedes es misericordioso”[8]. Dios es amor, dice san Juan, y en la medida que nos amamos conocemos a Dios[9]. El modelo ya no es la Ley exterior, formal, “muerta”, sino el amor del Padre, que hace “hijos” a todos los que partici­pan de ese amor[10].

Esto tiene varias consecuencias: (a) Dios se convierte en Padre de todos los hombres, y todos los hombres son hijos de Dios; es decir, iguales en su dignidad. (b) Hay un pasaje del Dios local, tribal, de un pueblo, al Dios de todos los hombres y todos los pueblos: un Dios universal. (c) Esta igualdad no es meramente formal, como el reconoci­miento de los iguales “ante la ley”. ¿Por qué? Porque se reconoce la «interioridad» de cada uno. En la medida en que el modelo del amor es Dios mismo, nuestra personalidad más íntima (el «corazón», en la tradición hebrea) queda incorporada, participa de la salva­ción (que se transforma en lo esencial para cada hombre). La exterioridad de la ley queda superada por la «ley» del amor. La interioridad es absolutamente singular y se diferencia de la individualidad. El individuo es el elemento más simple de una clase o de un grupo y, en tanto tal, cada individuo es igual a los demás individuos de la misma clase. Lo singular, en cambio, es diferente en cada uno.

4.2. El valor de la humildad

“¡Felices de ustedes, los pobres, porque el Reino de Dios les pertenece!”[11]. Se crea desde la predicación de Jesús un nuevo ideal de hombre. Para la Grecia de Homero o para la Roma republi­cana el modelo de hombre era el guerrero, cuya areté o virtud es el valor, la valentía (que era la raíz de todo lo valioso[12]). Para la época griega clásica, el modelo de hombre era el sabio, el que conoce, el que ha llegado a contemplar [theoría] la verdad, el fundamento absoluto, de todo lo que es, y cuya virtud es la sabi­duría [sophía] y la prudencia [phrónesis]. Orgullo e inteligencia caracterizan estos modelos de hombre.

El hombre humilde reconoce que todo el poder y toda la sabi­duría provienen de Dios, así como toda posesión. Sin embargo, poder-saber-tener constituyen el núcleo de toda persona, y en la medida en que despliegan su dominio en el hombre, lo apartan del orden de Dios y del plan de salvación. Es por eso, que el evange­lista esquematiza esta estructura personal en el relato de las tentaciones de Jesús en el desierto, donde se plantea la posibili­dad de poner estas capacidades en función de sí mismo, del desor­den, del pecado; o bien, en el orden de Dios[13].

El «sermón de la montaña» proclama un nuevo paradigma humano: el pobre, el humilde, el humillado, el marginado, el des-valido, el sin valor. Se retoma, de esta manera, la tradición profética del Antiguo Testamento, donde se hablaba del “huérfano, la viuda y el extran­jero”. Se produce entonces, una inversión del valor: Dios pone como modelo, como «valor» lo que no tiene valor, lo despre­ciable. “El que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado”[14]. Jesús mismo va con los marginados, con los pu­bli­canos [los públicamente pecadores], los recaudadores de impues­tos, las prostitutas, los samaritanos, etc.; hasta ser finalmente crucificado entre ladrones.

La misma inversión que se produce en los valores, se expresa en los símbolos: el águila, símbolo del orgullo y símbolo de Roma, es la expresión de lo más alto para el imperio; mientras que lo más bajo, lo más vil: la rebelión contra Roma, es castigada con la muerte en la cruz. A partir de Cristo, la muerte se convierte en el paso a la verdadera Vida, y la cruz el camino de la resurrec­ción; mientras que el poderoso, el orgulloso y el rico, aparecen como figuras del pecador.

4.3. La interioridad

“El hombre bueno saca el bien del tesoro de bondad que tiene en su corazón”[15]. Lo exterior, las obras, la palabra, la prác­tica tiene su fundamento en el corazón; por eso Jesús, si­guiendo la tradición profética, solicita una conversión[16], un cambio en el corazón. Es el corazón el que está enfermo, y lo que debe ser curado. Es el corazón la sede del pecado y el origen de la salva­ción.

Jesús anuncia la llegada del “reino de los cielos”, la salva­ción, la salud; porque son los enfermos los que requieren del médico. La curación es el signo de la salvación: “Vayan a contar a Juan lo que han visto y oído: los cielos ven, los paralíticos caminan, los leprosos son purificados y los sordos oyen, los muertos resucitan, la Buena Noticia es anunciada a los pobres,...”[17]. Son signos que anuncian un orden nuevo, del que se parti­cipa mediante una conversión, mediante una transformación de lo más íntimo, de lo más propio: del corazón. Esta interioridad profunda, que no es reconocida por la exterioridad de la ley ni por la estructura del imperio, es recuperada en este orden de la salvación, anunciada por Jesús.

El corazón, en tanto la interioridad profunda de cada uno es único, irrepetible. Cada persona finita es una novedad en la historia y está llamada a la vida eterna, por medio de la reden­ción de Cristo. De manera, que a partir del cristianismo, la persona adquiere un valor infinito, en tanto que cada uno partici­pa de la salvación.

5. El Cristo

Jesús es el mesías[18] anunciado por los profetas. Es un mediador[19]. Es el más alto mediador: Dios mismo hecho hombre, encarnado [hecho carne]: Dios-hombre[20]. Por eso, reúne en Él todas las funciones de los mediadores: sacerdote, profeta y rey. Aunque los judíos esperaban un conductor político, un libertador, un rey-guerrero[21] como David. Pero Jesús, siguiendo la tradi­ción hebrea, distingue dos órdenes: el orden del «Espíritu»[22], el orden de la salvación; y el orden de la carne[23], que es el des-orden del pecado. “Lo que nace de la carne es carne, lo que nace del Espíritu es Espíritu” -dice san Juan[24]. De modo que la misma realidad histórica envuelve dos sentidos, dos órdenes, dos direcciones u orientaciones. No se trata de dos realidades, o de dos mundos, sino de una única realidad con dife­rentes sentidos, con diversos órdenes. La salvación es el orden de Dios, y el mesías es un salvador en el orden del Espíritu. Este sentido, dirección u orden es lo único que importa, y respecto de él, las estructuras políticas, las leyes, los grupos sociales, etc. son secundarios. Éstos no son en sí mismos ni buenos ni malos, pueden estar en función de la salvación o del pecado, según sea el corazón de los hombres que participan de ellos. Lo bueno, lo sabio, lo justo, y en general, todo valor, se fundamenta en su procedencia divina, por eso “nadie puede atri­buirse nada que no haya recibido del cielo”[25].

La muerte de Jesús en la cruz fue el fin de la esperanza puesta en él como mesías político-militar. Asimismo, su resurrec­ción es el signo de su mesianismo en el orden del Espíritu. Al mismo tiempo, la muerte del mesías aparece a la conciencia como algo terrible y horroroso: Dios ha muerto. Es la conciencia de la más horrorosa finitud: no hay ningún fundamento absoluto, no hay verdad, la vida no tiene sentido. San Juan pone esta conciencia desolada en boca de Pilatos: “¿Qué es la verdad?”[26].

El Cristo unifica en una sola persona la finitud, la meneste­rosidad, la carne, y el Altísimo, la infinitud, el Espíritu: hombre y Dios. Dios mismo, el absolutamente trascendente, el que no puede ser reducido a ningún concepto o imagen finitas, se rebaja a la condición humana, se hace finito, mortal. El más alto tiene el destino de lo más bajo; el infinito tiene el fin de lo finito: la muerte. La muerte de Dios se convierte en condición de

la redención y hace posible la salvación.

6. La Nueva Alianza

A partir de la resurrección se abre una nueva posibilidad, una Nueva Alianza entre los hombres y Dios. San Pablo reflexiona así: “¡Si no hay resurrección, Cristo no resucitó! Y si Cristo no resucitó, es vana nuestra predicación y vana también la fe de ustedes [...] Y si Cristo no resucitó, la fe de ustedes es inútil y sus pecados no han sido perdonados. En consecuencia, los que murieron con la fe en Cristo han perecido para siempre. Si noso­tros hemos puesto nuestra esperanza en Cristo solamente para esta vida, seríamos los hombres más dignos de lástima”[27]. La resu­rrección de los muertos[28], abre una nueva esperanza, ya no delimitada por “esta vida”, sino hacia la “vida eterna”. El Evan­gelio[29] es el anuncio de la reconciliación de Dios con los hombres, por la mediación de Cristo, del mismo Hijo de Dios, quien se ha “humillado” a sí mismo, posibilitando el perdón de los pecados.

La novedad de esta Alianza sellada con la sangre del Dios-hombre, es un nuevo comienzo, una nueva historia, que divide en dos el acontecer: antes de Cristo y después de Cristo. Pero la novedad es de tal magnitud, que la historia no puede soportarla sin estallar: el Juicio de Dios y la vuelta de Cristo son percibi­dos como inminentes. De aquí, que la predicación de los Apóstoles sea tan radical y que los evangelios no sean concebidos como libros de historia, sino como un medio de difundir más rápidamente y de la manera más fiel posible la Buena Nueva. Los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas fueron escritos entre el 50 y el 65 d.C., mientras que el de Juan fue escrito hacia el 95 d.C..

Las comunidades de cristianos se extienden rápidamente por el Mediterráneo oriental, donde la dispersión de la diáspora ha diseminado grupos de judíos importantes reunidos alrededor de las sinagogas. Estas comunidades comparten los bienes entre todos, sin necesidad de una organización institucional, pues el fin de los tiempos es inminente. Durante aquel tiempo, apareció el nombre de «cristianos» probablemente en Antioquía[30].

No hay entonces, una institución por la cual se distingan los cristianos, como tampoco hay una doctrina fija, sino que el evangelio se sintetiza en unas pocas enseñanzas simples sobre la vida y las palabras de Jesús. “Los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas anuncian al mundo una Buena Nueva. Ha nacido un hombre en circunstancias maravillosas: se llamaba Jesús; ha enseñado que era el Mesías anunciado por los profetas de Israel, e Hijo de Dios, y lo ha demostrado con sus milagros. Este Jesús ha prometido el advenimiento del reino de Dios para todos aquellos que se preparen a él con la observancia de sus mandamientos: el amor al Padre que está en los cielos; el amor mutuo de los hombres, hermanos desde ahora en Jesucristo e hijos del mismo Padre; la penitencia de los pecados, la renuncia al mundo [en el sentido de lo que se opone al cielo, es decir, al orden del Espíritu], por amor al Padre sobre todas las cosas. El mismo Jesús ha muerto en la cruz para redimir a los hombres; su resurrección ha demostrado su divinidad, y vendrá de nuevo, al fin de los tiempos, para juzgar a los vivos y a los muertos y reinar con los elegidos en su reino. Ni una pala­bra de filosofía en todo esto. El Cristianismo se dirige al hombre para aliviarle de su miseria, mostrándole cuál es la causa de ésta y ofreciéndole el remedio. Es una doctrina de salvación, y por ello precisamente es una religión”[31].

De manera, que en la medida en que no se opusieran radical­mente a este mensaje, las organizaciones, doctrinas, ritos, ense­ñanzas y mitos de las distintas comunidades y de los distintos pueblos se fueron incorporando a la forma de vida cristiana. La organización de la sinagoga, los conceptos de las enseñanzas estoicas (o de otras doctrinas «helenísticas»), como la lengua griega (que era la lengua universal, a la que había sido volcado el Antiguo Testamento en la traducción de los «Setenta», y que se utilizaba en las comunidades judías de medio oriente, a tal punto que san Pablo y san Juan toman general­mente sus citas), son ejemplos de esta “absorción” que el cristia­nismo hizo de la tradición. La palabra ekklesia significaba origi­nariamente, “la asamblea de los ciudadanos de una polis”, y se transformó en la forma de organización institucional de los prime­ros cristianos.

7. El «concilio» de Jerusalem y la evangelización universal

En el año 48 o 49 se reunieron en Jerusalem los Apóstoles y también san Pablo. Discutieron allí si los cristianos debían sujetarse a la Ley judía “antes” o si podían participar de la comunidad cristiana sin circuncidarse. Pablo sostuvo que los gentiles [ = no-judíos], no necesitaban circuncidarse ni sujetarse a la Ley judía, que el evangelio debía ser anunciado a todos los pueblos y no «primero» a los judíos. Pablo mismo, contra el secta­rismo de la concepción que daba prioridad al «pueblo elegido», inició la predicación de la Buena Nueva a los gentiles, valiéndose de su formación farisaica y helénica, de su manejo del griego y de su ciudadanía romana.

8. La expansión del cristianismo. La comunidad de los «santos»

Al mismo tiempo que Roma alcanzó su máxima expansión y se convirtió en una ecumene, en una estructura universal, el cristia­nismo se expandía desde Judea por medio oriente, Grecia y final­mente Roma. Y así como se forjó un nuevo ideal de hombre, también se fue creando un nuevo modelo de comunidad. La comunidad cristia­na estaba fundada en la fe, tenía su fundamento en la Palabra que se comunicaba con la Buena Nueva. Esta relación con Dios, a través de la fe planteaba la necesidad de una nueva forma comunitaria, que fuera independiente de los lazos de sangre y de los lazos políticos. Se planteó, con el transcurrir del tiempo que hacía manifiesto que la segunda venida de Cristo y el Juicio Final no eran tan inminentes como se había creído al principio, una contra­dicción entre esta forma de comunidad basada en la fe, más allá de todo otro lazo de raza, clase social, derechos políticos, sexo, etc. y la forma de vida del imperio. Esta contradicción va a presentarse permanentemente y va a encontrar diversas resoluciones durante toda esta época el cristianismo se desarrolló de forma paralela e independiente del imperio romano. Surgieron comunidades locales, pero con conciencia universal, basadas en la unidad de la fe de Cristo. La comunidad cristiana va más allá de la organización estatal del imperio, se propone como un ideal diferente tanto de la polis como del imperio.

Esquemáticamente: la estructura del imperio está formada por una cúpula donde se encuentran los romanos y una gigantesca base de esclavos y plebeyos diseminados por todo el Mediterráneo. El cristianismo, con su nuevo ideal de hombre, no penetró por la cúpula, como intentaron hacer las demás religiones orientales que simultáneamente entraron al imperio a partir de la época de Augus­to, sino que penetró por la base: fue una religión de esclavos. Paulatinamente fue ascendiendo, fue conquistando los distintos sectores del imperio, pero sufriendo constantes persecuciones por parte del estado. Justamente, esta nueva concepción de la comuni­dad de fe, se percibió como independiente con respecto al estado: el cristianismo reconocía al imperio como estructura político-administrativa, pero como al mismo tiempo el imperio tenía una estructura político-religiosa (ya que a partir de Augusto el emperador era una persona divina a la que se rendía culto), se creaba una contradicción. Los cristianos no reconocían ese culto al estado y al emperador, y esta contradicción provocaba las persecuciones por parte del estado.




EMPERADOR

PATRICIOS

PLEBEYOS

PUEBLOS ORIENTALES

ESCLAVOS


Esquema de la penetración del cristianismo en el imperio romano

Paulatinamente, se fueron convirtiendo al cristianismo todos los sectores del imperio romano, hasta llegar a la cúpula, hasta el mismo emperador: Constantino se convierte al cristianismo y lo reconoce como religión aceptada por el estado en el año 313 d. C. A partir de ese momento el imperio reconoce al cristianismo como una religión más. Ya no es perseguido, sino que es reconocido. Los emperadores que le sucedieron, no sólo reconocie­ron al cristianismo, sino que se hicieron cristianos, y así el cristianismo se convirtió con Teodosio en el 391 d.C. en la reli­gión oficial del imperio.

De allí en más, la relación iglesia-imperio, comuni­dad cris­tiana-estado, cambió cualitativamente. Hasta entonces, la iglesia fue una estructura paralela e independiente del estado-imperio. Al convertirse en religión oficial del imperio, comenzó una primera síntesis.

9. El encuentro de las tradiciones

Hemos caracterizado los cambios producidos en la estructura institucional del imperio romano al expandirse el cristianismo. Vamos a tratar de desarrollar ahora, la revolución producida en la conciencia mediterránea en los primeros siglos de nuestra era. Se trata de ver cómo la irrupción de la Novedad transformó la con­ciencia radicalmente, a tal punto que todas las categorías tradi­cionales debieron ser reinterpretadas o desechadas.

Por un lado, el cristianismo se expandió por el mundo de habla griega, cuya lengua y cultura (paideia) mantuvieron su prestigio desde la conquista de Alejandro y la consiguiente “hele­nización” del mundo. Los judíos, que desde los tiempos de la “diáspora” estaban diseminados por este mundo, y que se fueron convirtiendo al cristianismo por la predicación paulina, fueron teniendo contacto con libros y doctrinas de los filósofos helenis­tas (platónicos, estoicos, pitagóricos, y epicúreos).

Por otro lado, aquellos hombres formados por la filosofía y los conceptos griegos, que se encontraron con los “fanáticos” cristianos predicando la nueva doctrina, y que convirtiéndose siguieron utilizando su bagaje cultural produjeron una suerte de helenización del cristianismo. “En la edad apostólica observamos la primera etapa del helenismo cristiano en el uso del griego que encontramos en los escritos del Nuevo Testamento, que se continúa hasta los tiempos post-apostólicos, hasta la época de los llamados «Padres Apostólicos»”. El sustantivo hellenismos (derivado del verbo helenizo que significaba «hablar griego») originalmente hacía referencia al uso correcto de la lengua griega. “El asunto del idioma no era, en manera alguna, materia indiferente. Con el uso del griego penetró en el pensa­miento cristiano todo un mundo de conceptos, categorías intelec­tuales, metáforas heredadas y sutiles connotaciones”[32].

9.1. El evangelio de san Juan

Un ejemplo claro de la dificultad en la «traducción» de las categorías semitas a la lengua griega es el evangelio de san Juan, que comienza diciendo: “En el principio era el Verbo...”[33], donde las palabras griegas utilizadas [arkhé = principio, y Logos = Verbo] están cargadas con significados sedimentados durante seis siglos de tradición en la filosofía griega. Esta «traducción» no fue de ninguna manera ascéptica, pues la cosmovisión, la ontología o la metafísi­ca de los griegos eran el producto de una experiencia histórica y cultural radicalmente diversa de la semita. Este proceso de traducción y transculturación encontrón conceptos (como logos y argkhé) que tenían significados propios en griego, otros (como creación, libre albedrío, salvación, trascendencia) que no tenían ningún significado que se correspondiera con la cosmovisión griega y otros (como carne, alma, espíritu, pecado) que solían suscitar equívocos al ser traducidos[34].

Los predicadores cristianos tuvieron que valerse de palabras-conceptos griegos (productos de la experiencia griega del kosmos) para expresar una novedad, que no podía ser comprendida por esos conceptos, sin hacerlos estallar o transformarlos radicalmente.

San Juan se valió de series de conceptos para expresar el orden del Espíritu y el orden de la carne: la Luz y la oscuridad[35], lo que viene de lo Alto o del Cielo y lo que viene del Mundo o de la tierra[36], el Amor y el no-recibir (no-amor)[37], la Vida eterna y la muerte o la vida como carencia (tener sed, tener hambre, etc.)[38], la Verdad o el conocimiento y el no-conocer[39], la Gracia o la Libertad y la esclavitud[40], el Espíritu y la carne[41]. En el orden del Espíritu se encuentra el origen y el fundamento de todo lo valioso, que se manifiesta por medio de Jesús (Logos, Palabra, Verbo).

El conocimiento de la verdad en tanto lo permanente, lo que está asegurado sobre un fundamento absoluto es la fe[42]. La fe como seguridad en la Palabra nos remite a la tradición semita, que es parte de una cultura oral: de ahí la importancia del testi­go y del testimonio (temas a los que Juan hace permanente men­ción). Por eso, la verdad se testimonia más que se demuestra. La Palabra se manifiesta según su absoluta libertad (sin estar deter­minada por necesidad alguna, gratuitamente) y los que reciben esta revelación dan testimonio de ella[43]. Por otro lado, todo lo finito, es manifestación del Infinito: toda la creación da testi­monio del Creador[44].

San Juan delinea la difícil concepción de la Trinidad: Dios es único (monoteísmo) y a la vez trino (tres personas distintas: el «Padre», el «Hijo», y el «Espíritu Santo»). Esta concepción va a ser el origen de discusiones y de herejías durante los siglos posteriores: se negará la divinidad del Hijo, de Jesús; o se negará su humanidad (identificándolo de esta manera con el «Padre»), se desconocerá al Espíritu, etc. Sin embargo, está claramente delineada en el evangelio de san Juan[45], donde por otro lado se explicita la divinidad de Jesús con las mismas pala­bras con las que Yavéh se nombraba a sí mismo: “Yo soy”[46].

9.2. Las cartas de san Pablo

La enseñanza desarrollada por san Pablo a través de sus viajes (relatados por san Lucas en Los hechos de los Apóstoles) y mediante sus epístolas ponen el acento en la fe como justifica­ción en el “orden del Espíritu”, que es la superación de la “car­ne” y de la “Ley” judía. Mediante la fe en Cristo resucitado se supera el pecado y su consecuencia: la injusticia y la muerte. Cristo restablece, a través de su encarnación, muerte y resurrec­ción el “orden del Espíritu” (orden que se había inaugurado con la creación y que había sido roto por el hombre [ = Adán][47].

El «símbolo» de los cristianos, el «credo» o núcleo de la doctrina revelada por Dios a través de su Hijo, el Cristo, no es una filosofía, si bien implica un modo de vida como ocurría con las filosofías helenísti­cas. Difiere radicalmente de las filosofías en cuanto éstas son “filosofías de la necesidad”, mientras que la doctrina cristina quiere dar cuenta de la “liber­tad”, de la gratuidad [Gracia] del universo y de la salvación. San Pablo insiste en este carácter gratuito de la salvación: “Justifi­cados, entonces, por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo. Por El hemos alcanzado, mediante la fe, la gracia en la que estamos afianzados, y por El nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios”[48].

Desde esta perspectiva, alcanzada mediante la fe, san Pablo compara la sabiduría anterior con la sabiduría cristiana, con la sabiduría nueva: “Porque Cristo no me envió a bautizar, sino a anunciar la Buena Noticia, y esto sin recurrir a la elocuencia humana, para que la cruz de Cristo no pierda eficacia” [de manera, que aun la palabra más elocuente es ineficaz, porque toda la eficacia de la salvación proviene de la libre iniciativa divina]. “El mensaje de la cruz es locura para los que se pierden, pero para los que se salvan -para nosotros- es fuerza de Dios” (aquí está delimitando los dos “órdenes”: los que se pierden y los que se salvan. El mismo hecho, desde una perspectiva es “locura”, desde la otra “fuerza de Dios”). “Porque está escrito: Destruiré la sabiduría de los sabios y rechazaré la ciencia de los inteli­gentes. ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el hombre culto? ¿Dónde el razonador sutil de este mundo? ¿Acaso Dios no ha demostrado que la sabiduría del mundo es una necedad? En efecto, ya que el mundo, con su sabiduría, no reconoció a Dios en las obras que manifiestan su sabiduría” (tanto en la naturaleza, que es creación de Dios, como en la historia, que es plan de salvación de Dios), “Dios quiso salvar a los que creen por la locura de la predicación. Mientras los judíos piden milagros” [que son expresión de Dios, en tanto está más allá de toda ley «natural»] “y los griegos van en busca de sabiduría” [ (= filosofía), que también es un atributo de la divinidad, en tanto conocimiento del orden absoluto del kos­mos], “nosotros, en cambio, predicamos a un Cristo crucificado, escándolo para los judíos y locura para los paganos, pero fuerza y sabiduría de Dios para los que han sido llamados, tanto judíos como griegos. Porque la locura de Dios es más sabia que la sabidu­ría de los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que la fortaleza de los hombres”[49].

La Novedad que irrumpe en la historia y en el universo es incomprensible desde las categorías anteriores, cualquiera sea la tradición de donde provengan (simbolizadas por san Pablo en la sabiduría griega y la ley judía). Se hace necesario reinterpretar toda la historia desde este hecho novedoso, aun valiéndose de los elementos que estas culturas hayan forjado. En el Evangelio de san Lucas se encuentra un ejemplo de esta actitud: el apóstol san Pablo visitó en uno de sus viajes el Areópago de Atenas, donde se reunían filóso­fos de diversas escuelas helenísticas para discutir sus doctrinas. Para que su predicación fuera comprendida por sus oyentes, se valió de un monumento que los griegos habían erigido al «dios desconoci­do», diciendo que quería hablarles precisamente de «ese» Dios, al que ellos no conocían, y que se había manifestado en Jesucristo. Del mismo modo los cristianos se fueron valiendo de diversos elementos, palabras, mitos, y tradiciones elaborados por las tradiciones y culturas de los lugares donde predicaban, dándoles un sentido nuevo a la luz del mensaje cristiano.

9.3. Los apologistas

Los primeros predicadores transmitieron su euforia al anun­ciar la verdad nueva, pero al comenzar el segundo siglo, las persecuciones violentas hicieron que los cristianos se defendiesen explicando esta Novedad en términos que fuesen comprensibles para sus jueces y verdugos: los gobernantes del imperio. Ante ellos debieron responder a la acusación de ateísmo, en la medida en que se negaban a reconocer y venerar a los dioses del imperio y a rendir los hono­res correspondientes al divino emperador. De manera que ser ateo, en la práctica, significaba ser subversivo políticamente. Además sus prácticas bárbaras, como el canibalismo (comían la carne y bebían la sangre de su propio Dios), eran de difícil comprensión para cualquier hombre civilizado.

Aquellos defensores de la fe, fueron los llamados «apologistas» [que significa: el que habla delante de un tribunal]. Fueron ellos los que por su autoridad y sabiduría fueron plasmando la doctrina de la fe, fueron llamados «Padres de la Iglesia», reflejan el encuentro de las tradiciones judeo-cristiana y greco-latina, de la Buena Noticia, de la Novedad, del Evangelio, y de la filosofía helenística, de la sabiduría o episteme griega. Los «Padres» de la Iglesia tuvieron dos actitudes diversas frente a la tradición greco-latina. Algunos rechazaron toda la herencia pagana, insalvable y corrup­tora, creyendo que la concepción del kosmos que supone la tradición pagana no podía dar cuenta de la novedad del mensaje cristiano, centrado en la Encarnación del Hijo de Dios como medio elegido por Dios mismo para la salvación de los hombres. Otros rescataron de las tradiciones no-cristianas todo lo que pudiera ser útil para la fe y la difusión del evangelio. Así, por ejemplo, san Agustín señalaba la experiencia de los judíos en el Antiguo Testamento, tal como nos es transmitida por el libro del Exodo[50]: “los hebreos antes de abandonar Egipto, recibie­ron de Dios la orden de robar a los egipcios los objetos de oro y plata y llevarlos consigo. Así debe hacer el pensador cristiano: tomar de los autores antiguos, para integrarlos a la sabiduría cristiana, las verdades de las que era depositaria la filosofía pagana es verdaderamente despojar a los egipcios para enriquecer a los hebreos”[51].

Los defensores de la fe fueron constituyendo el dogma cristiano. El término dogma significaba en griego “conocimiento filosófico”[52], en el sentido de los princi­pios o verdades fundamentales de una doctrina. El dogma cristiano se fue determinando en los primeros siglos del cristianismo a través de las polémicas con las doctrinas paganas y con las diversas inter­pretaciones cristianas, que se desviaron de las verdades fundamenta­les y que constituyeron las llamadas “herejías”.

Se construyeron así elaboraciones conceptuales de los datos revelados por las Escrituras, plasmándose la «teología» cristiana. “La teología en cuanto tal no era lo nuevo -nos dice Jeager- Lo nuevo era el hecho de que usaran la especulación filosófica para sostener una religión positiva [...] que tenía como punto de partida la revelación divina, contenida en un libro sagrado, la Biblia[53].



[1] Apóstol significa mensajero, enviado.

[2] Paoli, A.: Diálogo de la liberación, Buenos Aires, Ediciones C. Lolhé, , p. 24.

[3] Arquíloco, fragm. 6, versos 3-4. Citado por Eggers Lan, C.: Introducción histórica al estudio de Platón, Buenos Aires, Eudeba, 1974, p. 26.

[4] Mateo, 3, 10.

[5] Lucas, 3, 4. Cf. Jeager, W.: Cristianismo primitivo y paideia griega, México, F.C.E., 1965, p. 21.

[6] Juan, 13, 34-5.

[7] Lucas, 6, 35.

[8] Lucas, 6, 36. Cursivas nuestras.

[9] 1 Juan, 4, 7-8.

[10] Cf. 1 Juan, 3, 1-2.

[11] Lucas, 6, 20.

[12] Nuestra palabra “valor” conserva esta raíz guerrera, donde valor tiene esta doble significación de (1) valentía, y (2) valor, lo que vale, valioso.

[13] Cf. Mateo, 4, 1-11; Marcos, 1, 1-12; Lucas, 4, 1-13.

[14] Lucas, 14, 11; 18, 14. Cf. Mateo, 23, 12; Lucas, 14, 7-14.

[15] Lucas, 6, 45.

[16] Cf. Lucas, 13, 1-5.

[17] Lucas, 7, 22.

[18] Mesías quiere decir el «ungido», que en griego se dice el «cris­to».

[19] Cf. Hebreos, 8, 6; 9, 15.

[20] Juan, 1, 14.

[21] Cf. Lucas, 22, 38; Juan, 18, 10.

[22] «Espíritu» se dice en hebreo Rúaj, y en griego: Pneuma.

[23] Carne se dice basár en hebreo, y sárx en griego. No hay que confundir sárx [carne] con soma [cuerpo]. El primer concepto hace referencia al ser viviente, mientras que el segundo al cadá­ver [= cuerpo sin vida].

[24] Juan, 3, 6.

[25] Juan, 3, 27.

[26] Juan, 18, 38. Pilatos no espera una respuesta a su pregunta, porque ya la sabe: no hay verdad, nada tiene fundamento.

[27] 1 Corintios, 15, 13-9.

[28] Juan, 5, 24-9.

[29] Es decir, la Buena Nueva.

[30] Cf. Hechos, 11, 26; y Jeager, W.: 1965, p. 16.

[31] Gilson, E.: La filosofía en la edad media, Madrid, Editorial Gredos, 1965, pp. 11-12.

[32] Jeager, W.: 1965, pp. 13-4.

[33] Juan, 1, 1.

[34] El concepto de carne (sárx) a veces se tradujo por cuerpo (soma). El concepto de alma como principio vital a veces se tradujo por psyqué (cuya función esencial era la razón). El concepto de pecado a veces se tradujo por desmesura (hybris).

[35] Juan, 8, 12.

[36] Juan, 8, 23; 3, 31-2.

[37] Juan, 5, 42-3.

[38] Juan, 4, 13-4.

[39] Juan, 4, 22; 8, 32; 9, 41.

[40] Juan, 6, 65; 8, 34; 8, 43.

[41] Juan, 4, 21-4; 6, 63; 8, 15.

[42] Cf. Juan, 5, 38; 6, 26-7.

[43] Cf. Juan, 5, 31.

[44] Juan, 1, 18; 3, 2.

[45] Cf. Juan, 4, 24; 5, 19-47; 8, 19; 10, 30; 14, 16-7; 14, 26; 16, 7; 8, 42; 8, 54; y también en san Pablo: Rom 5, 5-6.

[46] Juan, 8, 28; 8, 58; 13, 9.

[47] Cf. Génesis

[48] Romanos, 5, 1-2.

[49] 1 Corintios, 1, 17-25.

[50] Exodo, 11, 2; 12, 35-6.

[51] Jeauneau, E.: La filosofía medieval, Buenos Aires, Eudeba, p. 9. Cf. San Agustín: De doctrina christiana, II, 40, 61.

[52] Cf. Jeager, W.: 1965, p. 21.

[53] Ibídem, p. 71.

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