Datos personales

miércoles, 21 de abril de 2010

CAPÍTULO 18: LA CONSOLIDACIÓN DEL CAPITALISMO Y SU EXPANSIÓN MUNDIAL

Esta obra está protegida por derechos de autor ISBN 987-9248-58-9


LA CONSOLIDACIÓN DEL CAPITALISMO Y SU EXPANSIÓN MUNDIAL

EL ROMANTICISMO Y EL MODERNISMO

1. Introducción

En este capítulo se ha de considerar el período que va desde la Revolución francesa y la expansión napoleónica hasta la Primera Guerra Mundial (desde fines del siglo XVIII hasta comienzos del siglo XX). Este tiempo estuvo signado por una voluntad de adueñarse de la historia, de transformarla y someterla a la razón. Fue un siglo con un fuerte sesgo historicista, en el que la humanidad o el espíritu humano se concibió como sujeto de la historia comprendida en su totalidad. El presente era considerado como un escenario donde se luchaba una batalla decisiva entre el pasado y el futuro, abierto por la ciencia y la técnica que forman parte de la acción transformadora de Europa, cuya conciencia se identificaba con la de la humanidad. El hombre europeo, como sujeto, se identificaba con el sentido mismo de la historia, el cual se expresaba en las biografías, en las grandes novelas y en los relatos épicos. Para los hombres de este siglo la revolución era el movimiento mismo de la evolución histórica hacia la libertad[1].

Coherentemente con las hipótesis de interpretación que se han venido desarrollando, se destacarán los hechos más significativos para la comprensión de los problemas de la época actual. El hecho fundamental, en el desarrollo del siglo XIX fue la revolución industrial: la organización del conjunto de la sociedad de acuerdo con ciertas pautas emanadas del alto grado de desarrollo de la técnica, que permitieron la producción de maqui­narias. La producción de mercancías en gran escala modificó a la sociedad en todos sus planos: económico, social, político, cultu­ral, moral, etcétera. La sociedad del siglo XIX era una sociedad de la producción, a diferencia de la sociedad del siglo XX, que es una sociedad de consumo.

El segundo elemento, ligado a la revolución industrial, fue el reordenamiento político de Europa y el desarrollo pleno del Estado moderno. A partir de la Revolución francesa y la consolidación del Estado napoleónico, las formas políticas institucionales se asemejaron cada vez más a las que tenemos en el presente.

El tercer elemento, ligado a los dos anteriores, fue la expansión de las naciones europeas por todo el planeta. Ya no se trataba de la expansión limitada de algunos países como España, Portugal o Gran Bretaña, sino que el conjunto de los países europeos se «repartieron» el mundo, constituyendo una unidad planetaria bajo crite­rios técnicos y económicos. Esta unificación económica y tecnoló­gica se realizó desde Europa y para Europa: fue la civilización europeo-occidental la que penetró en las regiones más recónditas del planeta. Las leyes del sistema mundial fueron puestas desde una parte [im-puestas] a todo el conjunto.

El cuarto hecho significativo fue el desarrollo de la ciencia. Por un lado, este desarrollo posibilitó en gran parte la revolución industrial. Por otro lado, surgió por primera vez en forma sistemática la voluntad de organización científica de la sociedad. Se plasmaron en ese siglo la antropología, la psicología y la sociología modernas, al tiempo que Marx y Engels explicitaban las «leyes científicas» del capitalismo moderno.

Por último, el quinto elemento fue el desarrollo del romanticismo y el despliegue del arte moderno. Consideramos, particularmente, los movimientos artísticos que se formaron en la segunda mitad del siglo XIX, y que fueron configurando una corriente cultural llamada «modernismo», cuya importancia se hizo manifiesta a prin­cipios del siglo XX.

Este período tuvo, siguiendo a Touraine, cuatro actores principales: las empresas que responden a los beneficios, el consumo que responde a las necesidades, las naciones que responden a la defensa de las identidades y los individuos que responden al deseo, a la sexualidad a los que hay que sumar la expansión de la razón instrumental. A estos elementos se agrega, posteriormente, un quinto: las comunicaciones de masas[2].

2. La revolución industrial

Esta nueva fase del desarrollo técnico y económico de Europa, llamada «paleotécnica», “no puede situarse estrictamente dentro de un lapso de tiempo, pero si se toma el año 1700 como principio, 1870 como el punto máximo de la curva ascendente y 1900 como el comienzo de un movimiento aceleradamente descendente, se consigue una imagen bastante aproximada de los hechos”[3]. La invención de la tecnología, de un saber sistemático sobre las antiguas artes manuales, puso las bases del proceso que generó la revolución industrial y la revolución en la productividad que la siguió. Ese tránsito se produjo en la segunda mitad del siglo XVIII, cuando en Gran Bretaña se comenzó a estimular la publicación de los inventos y en Francia se editó la Enciclopedia (Enciclopédie), que hizo pública la reunión y sistematización de los saberes de las antiguas artes (téchne), creándose la primera universidad técnica y la profesión de ingeniero.

“Fue este cambio en el significado del saber –dice Peter Drucker- lo que hizo que el moderno capitalismo fuera inevitable y dominante. Por encima de todo, la rapidez del cambio tecnológico creó una demanda de capital muy por encima de la que podía proporcionar el artesano; la nueva tecnología exigía también la concentración de la producción, es decir el paso a la fábrica; el saber no podía aplicarse en miles y decenas de miles de pequeños talleres individuales y en las industrias caseras de los pueblos rurales: exigía la concentración de la producción bajo un solo techo. La nueva tecnología necesitaba también descentralizarse. Pero, aunque importantes, estas necesidades energéticas eran secundarias; lo más importante fue que la producción pasó, casi de la noche a la mañana, de basarse en el arte a basarse en la tecnología; como resultado el capitalista pasó, casi de la noche a la mañana, a ser el centro de la economía y la sociedad”[4]. El progreso no pasó tanto por la renovación de las ideas (como en el siglo anterior) sino por las nuevas formas de producción y de trabajo.

Lewis Mumford describe los cambios que se producen, bajo el significativo subtítulo de “la nueva barbarie”, del siguiente modo: “La industria paleotécnica, surgió del derrumbamiento de la sociedad europea y llevó el proceso de desgajamiento a su punto final. El interés dejó de centrarse en los valores vitales para desplazarse a los valores pecuniarios, el sistema de intereses que había estado sólo latente y que se había restringido en gran medida al mercader y a las clases ociosas invadió ahora todos los ambientes de la vida. No bastaba ya que la industria proporcionara un medio de vida, debía crear una fortuna independiente, el trabajo no era ya una parte necesaria del vivir, se convirtió en un fin muy importante. La industria se trasladó a nuevos centros regionales en Inglaterra. Tendió a escapar de las ciudades existentes insta­lándose en suburbios ruinosos o en distritos rurales fuera del alcance de la legislación. Los valles yermos del Yorkshire que suministraban energía hidráulica, los valles desiertos aún más sucios de otras partes del país que descubrían vetas carbonífe­ras, se convirtieron en el marco del nuevo industrialismo. Un proleta­riado sin tierra, sin tradición, que se había ido formando desde el siglo XVI, fue atraído a estas nuevas zonas y puesto a trabajar en estas nuevas industrias. Si no estaban en manos de campesinos, los pobres los suministraban las complacientes autori­dades munici­pales. Si se podía prescindir de los hombres adultos, se utiliza­ban mujeres y niños. Estos nuevos pueblos y ciudades fabriles, carentes hasta de los monumentos a los muertos de otra cultura más humana, no conocieron otra tarea ni entrevieron otra salida que el incesante y uniforme trabajo.”

“Las operaciones mismas eran repetidas y monótonas; la vida que se llevaba en aquellos centros era vacía y bárbara hasta el último grado; el ambiente era sórdido. La ruptura con el pasado era aquí completa. La gente vivía y moría a la vista del pozo de la mina de carbón o de la fábrica de algodón en los que pasaban catorce o dieciséis horas de su vida diaria, vivían y morían sin memoria y sin esperanza, felices por las migas que les mantenían vivos o por el dormir que les aportaba el breve e inquieto alivio de los sueños.”

“Los jornales, nunca muy por encima del nivel de subsisten­cia, se rebajaban en las nuevas industrias gracias a la competen­cia de la máquina. Eran tan bajos en los inicios del siglo XIX que en el sector de los textiles llegaron durante un tiempo hasta a retrasar la introducción del telar mecánico. Como si el excedente de trabajadores, garantizados por la privación de derechos de ciudadanía y el empobrecimiento de los obreros agrícolas no fuera suficiente para reforzar la Ley de Hierro de los Salarios, hubo un extraordinario incremento de la natalidad. [...] Había aquí algo sin paralelo en las historias de la civilización: no una caída en la barbarie debida al debilitamiento de una más alta civilización, sino un salto a la barbarie, ayudado por las mismas fuerzas e intereses que originalmente se habían dirigido hacia la conquista del medio y la perfección de la cultura humana.”

“[...] La fase que se define aquí como paleotécnica alcanzó su punto culminante, en los términos de sus propios conceptos y fines, en Inglaterra, a mitad del siglo XIX, su canto de triunfo fue la gran exposición industrial en el nuevo Palacio de Cristal de Hyde Park en 1851, la primera Exposición Mundial, una victoria aparente para el libre comercio, la libre empresa, el invento libre, y el libre acceso a todos los mercados mundiales por parte del país que se jactaba de ser el taller del mundo”[5].

La fase anterior del desarrollo técnico fue un complejo de agua y madera, cuyas fuentes energéticas principales eran el caballo, las ruedas hi­dráulicas de los molinos de agua y el molino de viento y cuyas invenciones más importantes fueron el reloj, la imprenta y el alto horno. La fase paleotécnica era un complejo de carbón y hierro, cuyas fuentes principales de energía fueron el vapor y la fuerza humana de trabajo, explotada hasta el máximo disminuyendo el tiempo de trabajo necesario. Los inventos más importantes de este período fueron la máquina de vapor y el ferrocarril y su color carac­terístico es la gama de grises hasta el negro. El negro es el color del carbón y del hierro, del humo y del hollín de las chime­neas, que se extendió rápidamente desde las fábricas a la ciudad cubriéndolo todo.

La introducción del carbón como combustible y fuente de energía a gran escala significó una acumulación de energía poten­cial para la industria, que durante el siglo XIX dependió de la minería. También la máquina de vapor generó tendencias hacia el monopolio y la concentración. Tanto el carbón como la máquina de vapor eran inversiones costosas, lo que llevó a la extensión del tiempo de trabajo a las 24 horas, para poder así aprovechar todo el día y optimizar la ganancia. El ferrocarril, que aparentemente contradice esta ten­dencia a la concentración y a la acumulación, en realidad la favoreció: con el incremento de los mercados internacionales y la centralización de los intercambios nacionales, la población emigró desde el interior del país para amontonarse en las grandes ciuda­des terminales y portuarias. Es sumamente instructivo, desde este punto de vista, observar el mapa ferroviario de la Argentina, cuya programación y construcción se realizó por completo desde esta perspectiva[6].

Junto con la industrialización surgió un nuevo actor social: el movimiento obrero, paralelamente al desarrollo de las organizaciones sindicales. Con sus diversas orientaciones (anarquistas, socialistas, comunistas) los trabajadores disputaron a la burguesía victoriosa y consolidada el protagonismo de la historia, al transformarse en movimiento social. La aparición de este nuevo actor social en la escena histórica llevó a los observadores más lúcidos del siglo XIX, como Tocqueville, Marx o Nietzsche, a ver la historia como un inevitable progreso hacia la igualdad y la democracia, junto con tenebrosos anuncios de nuevos despotismos.

Hacia finales del siglo XIX y comienzos del XX las condiciones sociales habían llegado a un punto crítico, dando lugar a nuevos movimientos históricos de transformación política y social: la revolución bolchevique en Rusia, el advenimiento del fascismo en Italia y del nazismo en Alemania y la revolución en la productividad iniciada en Estados Unidos[7].

3. La transformación institucional

Por un lado, los países europeos acumularon enormes cantida­des de energía, desarrollando una tecnología que les permitía extraer y aprovechar las fuentes energéticas como nunca antes lo habían hecho. Por otro lado, las nuevas ciudades industriales concentraron inmensas energías colectivas en fuerza de trabajo disponible. El objetivo principal del siglo fue producir y acumu­lar. Este hecho objetivo transformó radicalmente al occiden­te europeo y a sus instituciones. Se tomarán como ejemplos dos instituciones que se transformaron profunda­mente durante este siglo: la empresa y la ciudad, si bien ambas mantuvieron una característica común cual es la concentración creciente. ¿Cómo se desplegó este proceso?

3.a. La empresa

En los siglos anteriores, la empresa había comenzado a desarrollarse como manufacturera [ = hecho a mano], como taller donde el propio dueño era el trabajador principal. En el siglo XIX se crearon enormes empresas, que provenían de una iniciativa y capital individuales, pero que concentraron una canti­dad muy grande de trabajadores en una misma producción. Un caso paradigmático es el de la Ford, a principios del siglo XX. El papel del empresario-fundador-dueño fue determinante para la empre­sa. Él era el que la manejaba y el que había puesto la iniciativa, y alre­dedor del cual giraba (arbitraria e intuitivamente) la política de la institución.

A fines del siglo XIX, apareció una nueva diferencia: las «sociedades anónimas». En estas empresas, el capital patrimonial se dividió en un número indeterminado de accionistas. Las acciones se vendían en la Bolsa y la propiedad de la empresa se atomizó en el conjunto de la sociedad. Ya no había uno o dos dueños, sino que la propiedad de la empresa comenzó a socializarse, a distribuir­se. En otras palabras: la función del propietario se distribuyó y atomizó en el conjunto social. Es así que, las empresas, durante el siglo XIX fueron cada vez más anónimas, haciéndose cada vez es más difícil saber quiénes son los dueños, pues el sistema se hizo cada vez más anónimo y abstracto. La institución fue más allá de los individuos, que progresivamente comenzaron a transformarse en funciones dentro de las empresas. Por otro lado, la función directiva pasó del dueño al gerente, que no participaba de la propiedad y que era un funcionario adminis­trativo.

Al mismo tiempo, nuevas empresas resultaron de las fusiones entre empresas anteriores, que luchaban entre sí, que competían por el mercado. Progresivamente, las empresas se fusionaron, se pusieron de acuerdo y formaron grandes cartels, los monopolios. La concentración eliminó la competencia y los empresarios comenzaron a planificar y operar a escala planetaria. Se estableció, de este modo, una estructura de relaciones trans-nacional, en primer lugar, en la formación de un sistema financiero.

Esta tendencia a la concentración es característica de las empresas del siglo XIX: concentración del capital, concentración de la produc­ción, concentración de la fuerza de trabajo, concentración de los recursos. En el siglo XX, la representación de la empresa se modificó, dejando de ser analizada en términos de clases sociales o de racionalización, para ser considerada como una unidad estratégica en el mercado internacional competitivo y como un agente instrumentador de nuevas tecnologías, tratando de adaptarse a un contexto de cambios constantes y poco previsibles, y generando lo que Peter Drucker llama la «sociedad del saber»..

Esta tendencia global a la con­centración fue posibilitado por una nueva tecnología del poder. La lucha del iluminismo contra el absolutismo[8] había generado un nuevo tipo de poder, que ya no necesitaba centralizarse en el Estado y que fue difundiéndose por todas las estructuras sociales, según las mismas tecnologías disciplinarias. Múltiples instituciones sociales, como el hospital, la escuela, el ejército, la fábrica, la cárcel, etc., tuvieron a su cargo la producción de individuos productivos y eficientes, capaces de expandir el sistema siguiendo pautas y reglas introyectadas en su paso por las instituciones disciiplinarias. Son estos mecanismos e instituciones los que adquirieron un papel protagónico en el ejercicio del poder, de manera creciente hasta mediados del siglo XX.

3.b. La ciudad

Un proceso semejante al producido en las instituciones de la empresa y la ciencia durante la revolución industrial, se desarrolló en una escala mucho mayor en las ciuda­des modernas. Con la revolución industrial se produjo una gran explosión demográfica, en gran parte debida a los adelantos en la medicina y la salud pública. Paralelamente, la población rural emigró hacia las ciudades en busca de subsistencia a través del trabajo fabril. La propiedad rural comenzó a concentrarse en pocas manos y aparecieron los grandes terratenientes.

El gigantesco proceso de migración desde los campos hacia las ciudades, generó profundos cambios culturales. Todas aquellas personas que vivían en pequeñas comunidades, aldeas y pueblos, con un sistema y un ritmo vital propios de lo rural y con valores que provenían de aquel modo de vida, fueron de pronto arrancadas de su hábitat, desarraigadas y trasladadas a la ciudad. Hay que tener presente que no fue una mudanza de la comunidad en conjunto sino que se vieron sometidos a una vida y un ritmo totalmente diferentes en tanto individuos.

¿Qué tipo de valores rigieron estas nuevas ciudades? Eran los valores propios de la burguesía, para la cual el objetivo fundamental era enriquecerse, obtener la mayor ganancia con el menor costo. La finalidad de la actividad vital no estaba ya en la vida misma sino en la producción. Las ciudades se desarrollaron con un sistema de valores forjados por la burguesía: ahorro de tiempo y de dinero, no malgastar energías en lo improductivo sino dedicar­las por entero a la producción, invertir y multiplicar el capital, el autocontrol, represión del lujo y del derroche como de la sensualidad y la satisfacción de los deseos. La finalidad de la vida estaba puesta en la producción y en la acumulación. Hubo dos grandes niveles en la organización del sistema social del siglo XIX: por un lado, una minoría, una élite empresaria, que intentó invertir y participar en el sistema, luchando y compitiendo entre sí por el mercado. Era una competencia despiadada por el dominio del mercado nacional y en la expansión internacional. Esta lucha llegó a un equilibrio por sus propias leyes, creando centros de poder monopólico, grandes núcleos de empresas, que se pusieron de acuerdo para organizar el mercado. Este movimiento se manifiestó claramente hacia finales del siglo XIX. Por otro lado, grandes masas de población se instalaron en las ciudades, alrededor de los centros fabriles, como trabajadores asalariados. Era la población rural que había sido desarraigada y trasladada a las ciudades en busca de supervivencia. Era fundamental, para lograr una mayor producción con el menor gasto, tener una gran cantidad de trabajadores disponibles que pudieran ser reemplazados e intercambiados sin alterar la produc­ción. De esta manera, cada función podía seguir siendo desempeñada por cualquiera, ya que no había operarios imprescindibles.

Hubo un doble proceso de individualización en esta masa obrera que habitaba alrededor de las ciudades: primeramente, fueron desa­rraigados de la comunidad rural en la que nacieron y con cuyos valores se formaron. En segundo lugar, pasaron a desempeñar una tarea en las fábricas, cuya función era fácilmente reemplazable por cualquiera de los miles que estaban en las mismas condiciones. Perdieron sus dioses, la comunidad familiar y rural, las costum­bres ancestrales, los valores e, incluso, la personalidad y el sexo: sólo había individuos reemplazables unos con otros. La desaparición de estos fundamentos tradicionales de la moral –como observa Touraine- condujeron al triunfo de la moral social del utilitarismo y del funcionalismo[9].

4. El Estado nacional moderno

La Revolución francesa es el símbolo del acceso de la burgue­sía al poder político y la constitución del Estado moderno. La prédica de los filósofos iluministas había afianzado y extendido la convicción en el poder de la razón. Este poder, que ya había mostrado su capacidad para dominar las fuerzas naturales extra­yendo sus energías y acumulándolas en su propio beneficio, abordó entonces la conquista de su más alta cima: el dominio de la sociedad y de la historia.

El Estado moderno es la garantía de la racionalidad burguesa ordenando las sociedades[10]. Ya Hobbes había mostrado que el Estado debía poder garantizar la seguridad de la vida y la propiedad de todos los individuos libres. La revolución elevó a norma los principios racionales de la burguesía, simbolizados en los ideales de «libertad, igualdad y fraternidad» y formalizados en la esfera política o del estado de derecho. Es un ámbito donde todos los ciudadanos son iguales, todos tienen los mismos derechos y liber­tades políticas, todos pueden elegir a sus representantes y aso­ciarse para perseguir fines comunes. Las diferencias de sangre y de familia fueron sepultadas junto con el Ancien Régime (Antiguo Régimen), al tiempo que la soberanía antes encarnada en el rey regresó al pueblo. ¿Cuáles son las características del Estado moderno burgués?

1°) Separación de la sociedad civil y el Estado. El Estado como poder coercitivo: El poder del Estado (como antes el sobera­no) se ejerce «sobre» la sociedad civil. Está por encima de ella, por lo que no puede identificarse con ningún interés particular, sino sólo con el interés general[11]. El Estado aparece así como un árbitro impar­cial en la conci­liación de los intereses estamen­tales y de clase, como de todo fin parti­cular. Esta función es desempeñada en parte por el poder judicial, que se ocupa de apli­car los princi­pios generales expre­sados en las leyes a cada caso particular.

Hay dos tendencias en la interpretación del papel del Estado: una pone el acento en su función reguladora, planificadora, que vela por los intereses del conjunto; la otra cree en la autorregu­lación de las fuerzas sociales, atribuyéndole al Estado un papel meramente asegurador del funcionamiento «natural» de las leyes sociales y garante de los derechos naturales.

2°) El estado de derecho: La ley es la expresión de lo gene­ral, de lo común a todos, de la voluntad general, de la soberanía del pueblo. El poder soberano del pueblo se expresa en la legisla­ción que es común a todos los sectores sociales y donde todos están represen­tados directa o indirectamente. La ley crea un ámbito racional para la lucha política que garantiza los derechos inalienables de los indivi­duos, aparente­mente iguales[12].

3°) Especialización y profesionalización de funciones: A fin de garantizar la soberanía interna de la ley y la soberanía exte­rior de la nación, fue necesaria la creación de un poder represi­vo: la policía y las fuerzas armadas, conjuntamente con una serie de instituciones y cuerpos acordes con su ejercicio como cárceles, manicomios, cuarteles, escuelas, etc.. La fuerza armada es profe­sional, dependiente del Estado e independiente de los distintos estamentos que componen la sociedad civil (a dife­rencia de los «caballeros» feudales, ligados a los intereses de las familias nobles). En tanto fuerza especializada se diferencia del pueblo en armas, que caracterizaba a la polis griega y que trasladada a la sociedad civil moderna llevaría a la «guerra de todos contra todos» como la concebía Hobbes o la «ley del revól­ver», como en la conquista del oeste norteamericano.

4°) Abstracción creciente y burocracia: El mantenimiento de una fuerza pública, como así también del aparato administrativo y de funcio­narios, requiere de impues­tos y deudas del Estado para su manuten­ción, como así también del incremento de los mecanismos de «burocratización».

Hegel sintetiza las características del Estado moderno como sigue: “fuertemente centralizado en su administración, ampliamente descentralizado en lo que concierne a los intereses económicos, con un cuerpo de funcionarios de oficio, sin religión de Estado, absolutamente soberano tanto en el interior como en el exterior”[13]. La centralización de la administración como la profesionali­za­ción de los funcionarios crearon una gran separación (abstrac­ción) entre la dirección o el gobierno del Estado y los indivi­duos particulares. Los «políticos» se profesionalizan, los funcio­narios se especializan y se separan de la «masa» de los ciudada­nos. Esta abstracción está a la base de todos los procesos de «burocratización» y de «tecnocratización» del siglo XX.

La burocratización es un proceso de envilecimiento y fosili­zación de la racionalidad abstracta que domina el Estado moderno. Procede mediante el desarrollo de una lógica propia, cerrada, que se autorreproduce e incorpora a todos los elementos que provienen del exterior en el mismo círculo vicioso. Se crean así una suerte de «feudos lógicos» autónomos, que conspiran contra el sistema general y la racionalidad del conjunto.

El conjunto social se separa en fragmentos, en especializa­ciones cada vez más rígidas. El Estado se convierte de este modo también en un área especializada, que requiere profesionales, especialistas, técnicos en el gobierno y la administración del conjunto, de lo general. Este principio de separación y abstracción individual en la sociedad moderna tienen como consecuencia que toda organización concreta contenga una infinidad de mediaciones. De esta manera es cada vez más difícil de encontrar el sujeto responsable de cualquier ámbito. O, mejor dicho, el ámbito mismo (y el sistema de ámbi­tos) se convierte en sujeto. En otras palabras, el sujeto se desvanece, se volatiliza, se evapora, desaparece. Los sujetos son una ilusión del sistema desplegado en una red infinita de media­ciones. Este resultado invita a repensar el concepto de indivi­duo, supuesto en todas las concepciones modernas de la sociedad.

5°) El reconocimiento de la autonomía individual: El pensa­miento político de la modernidad parte del concepto simple de la libertad individual y debe construir el conjunto social desde él. Suponiendo fines egoístas en los individuos, toda conciliación posterior de la multiplicidad de voluntades egoístas entre sí, con la ley, con los principios morales, con el Estado, etc. sólo es posible mediante el recurso exterior a un «contrato» voluntario entre los infinitos individuos egoístas enfrentados[14]. Para todas las teorías contractualistas, el Estado es siempre un mal necesario, (ya que su función es básicamente represiva -coarta y limita la libertad de los individuos- y por eso es un «mal»; y reconoce la consecuencia disolutiva del egoísmo respecto del conjunto social y por eso es «necesario»). Hegel, que percibió con claridad esta contradicción en las concepciones teóricas modernas del Estado, reconoce el derecho y la moral de los indivi­duos como imprescriptibles, pero muestra que con ellos no basta, y que la naturaleza misma de la voluntad requiere el poder superior del Estado, como el fin realmente universal y donde las voluntades obtienen sus fines[15]. La moralidad y el derecho tienen una función necesaria en el Estado moderno que permite superar aquel doble vaciamiento de la conciencia[16] producido con el surgi­mien­to de la individualidad en la polis griega y el mero reconoci­mien­to exterior del individuo por la ley romana. En la modernidad, el individuo es reconocido en su exterioridad por la ley y en su interioridad por la moralidad laica, que están en la base de la sociedad civil[17].

6°) Identificación del Estado y la razón: El Estado moderno burgués es la encarnación de la razón, su realidad efectiva. A la inversa: la razón no es efectivamente real si no es capaz de ordenar la historia y la sociedad humanas, en el Estado. Hegel advierte que esta conciliación entre la razón y la realidad se efectiviza en los inicios del siglo XIX como consuma­ción necesaria de los principios modernos. “El mundo en cual los hombres [euro­peos modernos burgueses] viven, en el cual se saben en su casa (pues aun sus descontentos sólo tienen sentido en relación con él), este mundo es racional, las leyes de esta vida son cognosci­bles y lo son en grado eminente puesto que es en ellas donde la razón no solamente se realiza (ella se realiza también en cualquier parte) sino que también llega a saber que se realiza”[18]. El Estado moderno se ha realizado plenamente a partir de la revolu­ción francesa, y además, sabe de esta realización a través de la teoría. Pero la racionalidad del Estado no es meramente teórica o académica, sino que es real. La teoría no es sino el saber de la racionalidad real efectiva. Hegel explicita con rigor este saber, esta teoría del Estado moderno.

7°) El Estado «burgués»: Podríamos preguntarnos cómo es esto posible: “¿Qué ha ocurri­do? Nada menos que esto: la burguesía ha coronado exitosamente la magna empresa de la conquista del poder político. Es cierto que este proceso tendrá altibajos, avances y retrocesos, pero no es monos cierto que se lo sabe irreversible. La razón, en consecuen­cia, se ha apoderado de la historia, pues la historia es expresión de la razón (es decir, de los proyectos políticos de la burguesía europea). No hay más en sí, ni hay regiones vedadas a la razón. La razón posee ahora al ser y ha logrado en él su propia teleología: el ser, así, se ha transforma­do en razón”[19].

8o) Cultura e identidad nacional: El Estado nacional produce y reproduce, por medio de múltiples instituciones sociales (principalmente la escuela y el ejército), una cultura nacional, la que juega un papel central en la construcción de una conciencia colectiva. La unificación e integración de las naciones modernas fue el resultado de un proceso conducido por el Estado nacional y no su presupuesto. La multiplicidad cultural y étnica pudo ser uniformizada a través de la imposición de una lengua oficial y de un conjunto de símbolos distintivos de cada nación particular.

5. La expansión planetaria de las naciones europeas

En la multiplicidad de causas que tienen injerencia en este proceso, dos son destacables: una de orden económico y otra de orden político. Por un lado (a), todo el planeta comenzó a concebirse como una gigantesca fuente de recursos, de materias primas. Las distintas naciones que ini­ciaban el proceso de industrialización se repartieron el mundo en zonas de influencia, para obtener materias primas a más bajos precios. Éstas fueron procesadas en las metrópolis industriales y vendidas al conjunto del planeta, que se convirtió de esta forma en un mercado mundial. Por otro lado (b), la lógica interna del Estado moderno llevó a las naciones soberanas a expandirse territorialmente y a fundar colonias en todo el mundo.

a) Adam Smith sostuvo que la riqueza de las naciones se incre­mentaba por los beneficios económicos resultantes de la división del trabajo y que esta última sólo era posible en las sociedades cuya producción fuera para el intercambio (y no para la subsisten­cia). Habiendo una relación directa entre el crecimiento del mercado y la división del trabajo, y siendo esta última la fuente del incremento de la riqueza, toda medida tendiente a la extensión del mercado, repercutiría directamente en la riqueza nacional. Las leyes económicas conducirían «naturalmente» a la extensión del merca­do por medios técnicos (mejoramiento de las comunicaciones, del transporte, etc.) o por medios políticos (eliminación de las restricciones al libre comercio, conquistas militares que «abran» mercados, etc.). En su concepción estaba implícita la necesidad económica de la expansión.

Pero, también hay en el pensamiento de Smith una apelación explícita al expansionismo, cuando sostiene que “así como el comercio con las naciones civilizadas requiere embajadores, el comercio con las naciones bárbaras requiere fortalezas”. Los otros pueblos y culturas se convirtieron, desde este punto de vista, en mercados potenciales que era necesario abrir por cualquier medio, aun contra la voluntad de los mismos pueblos.

b) Con la Revolución francesa se inició una nueva etapa histórica en las naciones europeas, que podría llamarse (mejor que «época contemporánea») la época del imperialis­mo. No se inau­guró una nueva edad, sino que se consumó la moderni­dad europea, iniciada en el Renacimiento. Hegel (lejos de la interpretación rastrera que lo sindica como «el filósofo oficial del Estado prusiano»), que fue el teórico más riguroso de este proceso, por el cual se constituyó el Estado moderno, explicitó la naturaleza imperialista de las naciones europeas surgi­das en la modernidad y su necesaria expansión colonial. Este pensador escareció el movimiento por el que la razón europea, desde sus presupuestos griegos (el nous de Anaxágoras) y cristianos (la Providencia medieval) se desenvolvió en la historia, hasta consumarse en la racionalidad moderna, iniciada por Descartes y culminada por el sistema del idealismo alemán.

La razón europea se adueñó de lo real, se apoderó de la historia, llegando a reconocerse en lo real y a identificarse con lo real, sin que nada escape a la totalización producida por este Espíritu Absoluto. Todo lo que es, todo lo que ha sido, quedó comprendido como un momento del desarrollo, como una «figura» del proceso, e incluido en la razón dialéctica. La Europa moderna tomó conciencia de su historia al tiem­po que se apropió del mundo: todo lo acontecido en la historia universal fue concebido como un paso para que Europa alcanzase aquel dominio sobre el planeta en su conjunto. Por esa razón, para este pensamiento, ya no hay «exterioridad», no hay «alteridad», no hay «otro/s», no hay «novedad». Sólo hay un Todo llamado: «Mercado mundial», «Historia universal», «expansión planeta­ria»[20].

De aquí se sigue que toda «diferencia», toda «particularidad», toda «identidad» ha quedado absorbida en un proceso único y necesario, que ha conducido a la construcción de la Europa moderna. Toda diferen­cia se transformó en una diferencia interna de la misma totalidad. ¿Por qué? Porque la esencia de la razón es la «negatividad», la «mediación» (como ya lo había mostrado la Crítica kantiana) y, en conse­cuencia, toda afirmación inmediata es una «abstracción» que debe ser superada y suprimida. El Espíritu Absoluto es, así, el sistema de los sistemas, la totalidad de totalidades, totalidad totalizada, que no admite ninguna «exterioridad», ninguna particu­laridad histórica que quede «fuera» o se resista a la razón uni­versalizada. Europa es concebida como el resultado necesario de la «historia universal». Europa se identifica con el Espíritu Absoluto, con la razón universal, que por ser una totalidad, no admite «otro todo», ni «otro universal». Europa es el imperio universal, “el horizonte de «ser», lo afirmativo universal [...] tiene por esencia la negación; negación de la diferencia, única dimensión que las abstracciones que emanan de él instituyen y que dotan al imperia­lismo europeo [...] de una peligrosidad peculiar y extrema. Porque el imperialismo europeo no se expande en nombre de dioses locales sino en el de lo Universal; no afirmándose en su alteridad sino negando al otro, negando la alteridad. No es nada fácil darse cuenta de que lo Universal, el «ser», es un dios local, y, además, pura negatividad. Lo Universal, el «ser»: particularidad alienada cuyo único contenido es la negación de toda otra particularidad (singularidad), y nada más”[21].

Escribe Hegel: “La justicia y la virtud, la injusticia, la violencia, y el vicio, el talento y sus obras, las pequeñas y grandes pasiones, la culpa y la inocencia, la magnificencia de la vida individual de un pueblo, la independencia, la felicidad y la desgracia de los Estados y de los individuos tienen su valor y su significado en la esfera de la realidad consciente; en ella en­cuentran su juicio y su justicia, sin embargo imperfecta. La historia universal queda fuera de estos puntos de vista; en ella adquiere su derecho absoluto aquel momento de la idea del espíritu universal que en ese momento constituye su estadio presente, y el pueblo que lo encarna y sus hechos alcanzan su realización, su gloria y su fama. [...] Ese pueblo es el pueblo dominante en la historia universal en esa época determinada. [...] Frente a ese absoluto derecho suyo que le otorga el ser el representante del estadio actual del desarrollo del espíritu universal, los espíri­tus de los otros pueblos carecen de derecho, y, al igual que aquellos cuya época ya pasó, no cuentan más en la historia univer­sal. [...] De esta determinación surge que naciones civilizadas consideren y traten como bárbaras a otras que no han alcanzado aún el mismo momento substancial del Estado”[22]. El desplie­gue dialéctico, universal y necesario, es concebido por Hegel como un único proceso unilineal.

Como advirtió A. Mercado Vera: “La afirmación del derecho absoluto del pueblo elegido de turno, es la legitimación de su imperialismo que viene a sumir al resto de los pueblos y de los hombres en una irraciona­lidad de derecho, incompatible con la afirmación de la libertad como esencia del hombre”[23]. Este mismo autor señala que esta afirmación de Hegel no es una arbitrariedad personal del filósofo, sino que se sigue de dos hechos perceptibles en ese tiempo: las naciones europeas se han expandido por todo el planeta unificándolo en un único sistema y la conciencia europea ha comprendido a todos los otros pueblos del planeta como un momento, como una etapa superada, de su propia historia.

Así como el soberano es el juez de los intereses de los particulares (dentro del Estado), así también la historia es el supremo tribunal inapelable para los Estados. Los pueblos organizados dirimen sus disputas a través de la diplomacia o de la guerra. Hay una racionalidad implícita en el poder, en el acrecentamiento de la fuerza de un pueblo, como ya lo había destacado Tucídides: “Sabéis tan bien como nosotros -dicen los atenienses a los enviados de Melos-, que, tal como va el mundo, el derecho no existe más que entre iguales en poder, que los fuertes hacen lo que quieren y los débiles sufren lo que tienen que sufrir”. Y más adelante: “Si habláis del favor de los dioses, nosotros [los atenienses] podemos esperarlo con la misma razón que vosotros; ni nuestras pretensiones ni nuestra conducta han sido contrarias de ninguna manera a lo que los hombres creen de los dioses ni a lo que practican entre sí. Creemos de los dioses y sabemos de los hombres que, por ley nece­saria de su naturaleza, mandan donde quiera que pueden mandar. Y no es que hayamos sido los primeros en hacer esta ley o en actuar con arreglo a ella: la encontramos vigente antes de existir noso­tros y la dejaremos perpetuamente en vigor detrás de nosotros; todo lo que hacemos es utilizarla, sabiendo que vosotros o cual­quier otro que tuviese el mismo poder que nosotros haría lo mismo que hacemos”[24].

Las naciones europeas modernas, dirigidas por sus pujantes burguesías, se han hecho conscientes de su poder y han tomado a su cargo la dirección de la historia. Pueden plantear a los otros pueblos (análogamente a como lo hacen los atenienses a los delegados de Melos): nosotros podemos hacernos cargo del todo y ustedes no; por lo tanto, ustedes dependen de nosotros. Nosotros podemos resolver los problemas que plantea la época y lo estamos haciendo, mientras que ustedes son impotentes no sólo para solucionar los problemas de la época, sino para resolver sus propios problemas sectoriales, nacionales, particulares.

El mismo Hegel efectuó la conceptualización de este proceso en la Fenomenología del siguiente modo: “Según mi modo de ver, que deberá justi­ficarse solamente mediante la exposición del sistema mismo, todo depende de que lo verdadero no se aprehenda y se exprese como substancia, sino también y en la misma medida como sujeto[25]. La transformación de la substancia en sujeto es la re-apropiación de la totalidad de las categorías producidas por la tradición europea, en tanto el «sujeto» histórico presente (la burguesía europea moderna) es la culminación y consumación de aquel desarrollo histórico. De modo que, al mismo tiempo que justifica la domina­ción ya consolidada de la burguesía europea, lo hace también respecto de la dominación de la periferia, por parte de las metró­polis europeas. “Y es por todo esto que la substancia ha devenido suje­to: porque el sujeto se ha apoderado de la substancia y ha hecho del desarrollo de la misma el desarrollo de sus proyectos históri­cos. Ya no hay más en sí. Ya puede desplegarse el magnífico anda­miaje de la lógica hegeliana: las leyes del pensamiento son las leyes del ser, hay unidad profunda entre la lógica y la onto­logía, el método no es exterior al objeto, pues si el saber es concebido como distinto de su objeto, ni el saber puede ser saber de lo absoluto, ni lo absoluto puede llegar a saberse a sí mismo. [...] Si la historia es racional, es porque ahora Europa ha conseguido introducir en ella su propia teleología, su propia racionalidad”[26]. Europa ha expandido su propia particularidad por todo el planeta; ya no puede encontrar en el mundo más que una cosa: a sí misma. Este es el idealismo absoluto de Europa en el siglo XIX.

El sistema planetario se cierra sobre sí mismo como el siste­ma hegeliano. Todas las diferencias han encontrado su lugar en el sistema. Como ya lo advertía Feuerbach respecto de la Lógica hegeliana, todas las categorías fundamentales ya han sido desarro­lladas y cuando el círculo se ha cerrado, ya no queda sino abocar­se a una «especialidad» (es decir, al enriquecimiento de algún aspecto particular, de una diferencia inmanente) o iniciar otra vez el mismo proceso, repetirlo, reafirmarlo. La planetarización ya se ha desarrollado. Sólo cabe ajustar algunos aspectos parti­culares, algún pueblo que resista la colonización, la «civiliza­ción» y, al mismo tiempo, conservar lo ya ganado: lo esencial ( = el sistema mundial). “El proceso dialéctico continuará en la periferia (a través de la incorporación al ámbito del Espíritu de las nuevas zonas del planeta) para poder detenerse en el centro. Pues no olvidemos: el proceso imperial requiere la dominación de los territorios periféricos para eliminar las contradicciones internas de las sociedades centrales. [...] Porque hay que decir­lo: la dialéctica, desde la perspectiva teórico-política de la periferia, lejos de ser una herramienta revolucionaria, ha sido una herramienta de colonización, en tanto siempre (ya sea en manos de Hegel o de Marx), concibió a los territorios periféricos como momento particular en el proceso de universalización empren­dido por las burguesías europeas. Y este proceso, para nosotros, hispa­noamericanos, se lo viera como se lo viese, santificado por el monarquismo del viejo Hegel o por el socialismo de Marx, fue reaccionario”[27]. Esta última cita permite reconocer una raíz común en todos los pensadores europeos del siglo XIX: su eurocentrismo.

6. El desarrollo de las ciencias y la organización científica de la sociedad

La ciencia moderna surgió, primeramente, a partir de la obra de algunos sabios singulares (los grandes fundadores como Galileo, Leonardo o Newton), y luego se fue socializando (mediante la creación de «sociedades científicas» nacionales e internaciona­les), y se fue institucionalizando. Hacia fines del siglo XIX, se fueron desarrollando cada vez más, y esta tendencia se profundizó en el siglo XX: se fue creando una multitud de equipos de inves­tigación. En suma: hubo una pasaje desde la obra individual hacia el trabajo colectivo, organizado, institucionalizado y sistemático en los distintos campos.

Paralelamente, hacia fines del siglo XIX, estas sociedades de científicos, laboratorios, institutos, y academias, comenzaron a ligarse cada vez más a la empresa y a la producción. Las prime­ras grandes empresas, en muchos casos, se ligaron a «inventores». El inventor era un ensayista, un empírico, alguien externo al mundo de la ciencia teórica. Ciencia y técnica estaban separadas y mantenían cierta autonomía. Pero, hacia fines de siglo, comenzó un progresivo acercamiento, hasta que la «producción» técnica llegó a depender del avance científico, del desarrollo de la teoría pura. Inversamente, la ciencia comenzó a depender cada vez más de la producción, pues ésta determinó las «necesidades» del saber. Se organizó, así, la búsqueda de nuevos recursos, de nuevas máquinas, de nuevas tecnologías, y nuevas fuentes de energía, ligados a la exploración teórica, a la academia, a la universidad. Comenzaron a crearse los institutos politécnicos, donde la investigación de la ciencia estaba al servicio de la producción.

En tercer lugar, la ciencia del siglo XIX desarrolló una conciencia de sí misma (vinculada a la expansión universal), en la que se concebía a las distintas culturas del planeta, como dife­rencias en el tiempo, como etapas en la evolución del hombre cuya culminación era, por supuesto, la sociedad europea de ese siglo. Todas las teorías sociales y antropológicas de aquel siglo afirmaban que la «humanidad» había pasado por diversas etapas o estadios, cuya culmina­ción era la civilización occidental europea moderna. Este era considerado el momento más racional, en el que el hombre había alcanzado su defini­tiva madurez, en el que había llegado a conocerse plenamente a sí mismo y a dominar el mundo. Desde esta cumbre, los otros pueblos y las otras culturas del planeta fueron percibidos como «antecedentes históricos», como estadios anteriores (y en consecuencia, más primitivos, más bárbaros, menos racionales), de un proceso histó­rico universal, cuya culminación era Europa. Se percibió el planeta como una especie de museo, donde se encuentraban las distintas fases de la evolución recorridas por la humanidad superior (Europa).

Estas ideas del siglo XIX eran la continuación de las concep­ciones iluministas, que partían del supuesto de que la razón era capaz de conocer el universo, porque éste posee leyes que lo ordenan racionalmente. Este conocimiento racional del universo (cuyo modelo y paradigma era la Física de Newton), habría logrado la comprensión de las leyes naturales. Este tipo de pensamiento se extendió en siglo XIX a la realidad social e histórica: se trataba de descubrir científicamente, de acuerdo a un método, las leyes racionales que gobiernan la sociedad y la historia. Si fuera posible descubrir tales leyes –pensaban-, sería posible organizar al hombre y la sociedad de una manera mucho más racional que la existente. Todos los «teóricos» de las ciencias sociales que surgieron en aquel siglo (como Saint-Simon, Comte, Marx o Spencer) partici­paron de esta convicción. De ella se derivaba, que la sociedad debería ser organizada por aquellos [los científicos] que conozcan las leyes que la rigen. Todos ellos participaban de la convicción de que así como el hombre ha logrado dominar a la naturaleza a partir de la razón, así también puede organizar la sociedad racionalmente, a partir de principios científicos.

Tanto el «positivismo» como el «materialismo histórico» partieron del mismo supuesto: hay un método racional para conocer las leyes que determinan el orden de las sociedades y de la historia. Según estos supuestos, aquellos que siguen el método científico, conocen la verdadera realidad social (pues conocen sus leyes, que no están a la vista de todos los demás) y, en consecuencia, están adelante de los demás, y deben ser «naturalmente» los que lideren la construcción de la sociedad racional. No se concibe que la sociedad se organice desde el desarrollo de todas sus partes, sino que habría un lugar, una parte, en la que residiría la verdad.

Auguste Comte pensaba que deben ser los científicos los organizadores de la nueva sociedad, a partir de la nueva «religión de la humani­dad», y él mismo se propuso como el «sumo sacerdote» de esta religión científica. Podemos comparar esta postura con el concepto de «vanguardia del proletariado» de Lenin[28], la cual no encarna en el mismo prole­ta­riado sino en aquellos que conocen la teoría de la revolución[29]. En ambas teorías (tanto para Comte como para Lenin), hay un lugar, una parte de la sociedad, de la que emana la racionali­dad: los científicos[30].

Estas características hicieron que el pensamiento científico del siglo XIX haya sido profundamente optimista respecto de los poderes ilimitados de la razón humana, para organizar y controlar el mundo natural y social por medios técnicos. Era optimista en tanto tendía a la utopía; es decir, a la sociedad racional, a la sociedad sin opresión del hombre por el hombre, a la sociedad pacífica donde pudieran ser satisfechas todas las necesidades naturales. El desarrollo de la ciencia y el surgimiento de las «ciencias sociales» en el siglo XIX, continuaron y profundizaron los supues­tos y principios del iluminismo.

7. El Romanticismo

Hacia fines del siglo XVIII (especialmente en Alemania) surgió un movimiento cultural como reacción al Iluminismo y a los efectos de la revolución industrial, a los que criticó por unilaterales y reduccionistas, pues sólo valoraban una parte de lo humano (lo racional, lo vinculado a los intereses burgueses). Este movimiento es el Romanticismo, que luchó contra aquel mundo de la uniformidad, de los intereses materiales, de la atomización individual y del que Schopenhauer dice que es estéticamente una taberna de borrachos, intelectualmente un asilo de locos, y moralmente una cueva de ladrones. Como contrapartida, el ideal del romántico y su objetivo fundamental era el desarrollo de la libertad en su sentido pleno: la realización de todas las potencialidades naturales y humanas (y no alguna, en perjuicio de las otras, como el Iluminismo había hecho con la razón). El Romanticismo era la reivindicación de la multiplicidad y de las diferencias, la afirmación del contenido particular, e incluso singular, contra el predominio de las formas. En este sentido, el Romanticismo dio un contenido positivo a la modernidad, a diferencia de la forma negativa y crítica del Iluminismo. El hombre ya no se definía por su capacidad racional sino por su acción, por lo que él mismo se hace. El ideal del romántico era la realización de una personalidad individual armónica, en la cual todas sus capacidades estuvieran armonizadas, en concordan­cia, y una sociedad integrada por un orden orgánico y vital. El modelo ya no era el ciudadano virtuoso sino el genio: el héroe, el santo, el artista. Como el Iluminismo, también el Romanticismo era un movimiento revolucionario, pero ya no concebía la revolución como ruptura o discontinuidad, sino como un movimiento progresivo de evolución hacia la realización plena de la libertad, un proceso que es a la vez voluntario (libre) y natural (necesario): libera al máximo las fuerzas y energías contenidas o reprimidas en la naturaleza.

7.a. El medio de conocimiento[31]: La capacidad más rica y más vasta del hombre y su más valioso vínculo con el mundo era, para el romántico, el sentimiento, lo afectivo, la pasión, el mito e, incluso, la fe. Consideraban al Iluminismo como una corriente unilateral, fría, mecanicista, que despojaba al hombre de sus mejores potencialidades como son las que surgen de los sentidos, de la sensación, de los sentimientos. Por ejemplo, Nietzsche sostenía que debía producirse una inversión de todos los valores que han conducido al nihilismo, sustituyendo la adaptación al orden uniformado de la razón por la exaltación de la pasión, de la voluntad creadora; y el poeta Byron decía que lo único que vale es la sensa­ción, el sentir que sentimos aunque sea en el dolor. Era la concep­ción opuesta a la de un Franklin o a la de Descartes, y en ese sentido «irracional».

7.b. La relación con la naturaleza: Desde el ideal del pleno desarrollo de las potencialidades del individuo, el romántico destacaba al hombre en lo que tiene de común y armonioso con la naturaleza (y no en lo que tiene de específico, como el iluminis­ta). Y la naturaleza misma era concebida de manera diferente: desde un punto de vista orgánico. La naturaleza era un todo orgánico que tenía leyes, que también regían sobre lo humano. Pensaban que así como el pimpollo deviene rosa, necesariamente, desarrollando las potencialidades naturales que le son inherentes; así también el hombre devendrá libre, para desarrollar su propio ser, su propia naturaleza, su propio destino, que es llegar a ser lo que es. La naturaleza interna reprimida por la racionalidad instrumental, debería poder expresarse en sus contenidos más auténticos. Se trata de un creci­miento natural, orgánico, armóni­co, en el que cada parte debería crecer sin mutilar a las otras (como sucede con la parte racional, que se desarrolla anulando y excluyendo a las otras funciones).

También la relación con la propia naturaleza, con el propio yo cambió: “En nada se refleja el desgarramiento del alma románti­ca tan directa y expresivamente como en la figura de «el otro yo», que está siempre presente en el pensamiento romántico y aparece a lo largo de toda su literatura en innumerables formas y variantes. El origen de esta imaginación convertida en idea obsesiva es inequívoco; es el impulso irresistible a la introspección, la autoobservación maniática y la coacción a considerarse a sí mismo constantemente como un desconocido, un extraño, un forastero incómodo. [...] En la fuga de esta realidad encuentra lo incon­ciente...”[32].

7.c. La relación con la historia: También el Romanticismo era un movimiento negativo y crítico del orden presente, pues percibía que la historia estaba animada por dos procesos contradictorios y complementarios: el desgarramiento y la integración, y que el hombre estaba fragmentado y escindido lo que impidía un desa­rrollo armónico de todas las posibilidades de su ser. El Romanti­cismo criticaba tanto al Iluminismo como al orden burgués. Señalaba la unilateralidad como síntoma de la enfermedad del presente. Pero su perspectiva histórica era opuesta a la del Iluminismo. No veían un pro-greso en el desarrollo de las sociedades, sino un re-greso: hubo una pérdida constante de las potencialidades humanas. Era necesario, entonces, regresar a las épocas pasadas en busca de inspiración y de mode­los, cuando el hombre se realizaba más plenamente[33]. Los románticos expresaron un pensa­miento profundamente nostálgico y pesimista. Encontraron un desarrollo humano armonioso en la antigua Grecia donde el cuerpo y la razón, la armonía y la belleza, la valentía y la astucia se desplegaban orgánicamente. O lo encontraron en el mundo medieval, donde la fe y el valor, la armonía con la natura­leza y la contemplación de Dios, la tierra y el cielo se comple­mentaban mutuamente. Nietzsche participaba de este espíritu del Romanticismo al buscar “sus modelos en el pasado, en la Antigüedad romana y en el Renacimiento italiano, cuya virtud era la mejor expresión de una voluntad de poder cargada de gusto por el conocimiento”[34].

Los románticos han sido los primeros en “reconocer que hay una especie de destino histórico y de que «nosotros somos precisa­mente lo que somos porque tenemos detrás un determinado curso vital»”[35]. Sintetizado en una frase: “El hombre no tiene na­tu­raleza, sino que tiene... historia[36].

7.d. La relación con lo Absoluto: Los románticos buscaban lo Absoluto por medio de la intuición, en el mito y en el arte. Desde esta perspectiva, la espiritualidad de los pueblos se plasmaba y configuraba en sus repre­sentaciones religiosas, en su inconciente colectivo, y eran los artistas y los poetas quienes daban forma y belleza a estas repre­sentaciones. La «Naturaleza», y sobre todo la «Vida», encarnaban este Absoluto que se manifestaba en infinidad de «símbolos» como prodigalidad y exuberancia, como plenitud y sobreabundancia. Pero, al mismo tiempo, el Romanticismo expresaba “la concepción del mundo de una generación que no creía ya en ningún valor absoluto, que no quería creer ya en ningún valor sin acordarse de su relatividad y de su determinación histórica”[37].

7.e. ¿El método?: Para los románticos no había un método como lo era el método racional para los iluministas. El «camino» era el seguido por la naturaleza: la inspi­ración, el ser poseído por la divinidad, la embriaguez, la locura, el despliegue de las fuerzas divinas de la naturaleza, que no tienen límites. Estas fuerzas son arbitrarias y no pueden ser contenidas por límites de ningún tipo (y menos racionales). Son fuerzas que lo rebasan todo y que brotan en el seno mismo de la civilización, que pareciera haberlas dominado. La interioridad individual, el instinto, palpita en el seno mismo de la civiliza­ción racional hasta explotar y manifestarse a través del arte.

7.f. El principio de la evolución: La categoría más importan­te, para el romántico, era la de la temporalidad (no el tiempo mecánico y uniforme) concebida como crecimiento orgánico, como evolución[38]. De aquí que comprendieran la historia de los pueblos como el desarrollo de un organismo viviente; esto es, cumpliendo un ciclo vital de naci­miento, niñez, juventud, madurez, decadencia y muerte. No concibieron un progreso indefinido, ni un tiempo uniforme y común a todas las épocas. Cada época desarrollaba sus propias leyes y había que anali­zarla desde sí misma.

7.g. El criterio de verdad: Era precisamente en el arte donde se manifestaba la verdad para los románticos. La realidad, que difería tanto de la cientí­fica racional, como de la actividad utilitaria burguesa del merca­do, era percibida como más profunda y como lo que sobrepasaba toda raciona­lidad. Era una verdad de otro orden, que no se fundamentaba en principios racionales, sino en armonías estéticas[39]. Su patrón de medida desbordaba toda medida del entendimiento; su medida era des-medida, sentimiento desmesurado. No se medía lo real desde el patrón de la normalidad, sino desde lo excepcional, desde lo raro, desde la enfermedad incluso[40].

7.h. La relación con la sociedad: El romántico era un rebelde frente a la sociedad[41], luchaba por un desarrollo de la persona­li­dad individual en todos los planos y con todas sus potencialida­des y capacidades. Por esta razón, el romántico no tenía ni podía ele­gir: debía desarrollar todas sus potencialidades. Era sujeto de una libertad absoluta, que coincidía en su caso con una necesidad absoluta. Percibía a la sociedad como una coerción, como una repre­sión de los instintos naturales y sanos, como un envilecimiento de lo humano. Para ellos, la civilización pervierte y enferma la naturaleza humana más pura y más sana. Propugnaban, en consecuencia, por un retorno a la naturaleza, una vuelta hacia la vida más saludable y verdade­ra. Poetas como Rimbaud o Beaudelaire o pintores como van Gogh o Gauguin (y en general, el impresionismo francés del siglo XIX) desarrollaron una crítica global de la sociedad, porque sintieron que en ella no podían ser reconocidos. El artista romántico es un maldito para la sociedad; mientras que la sociedad vive (desde su óptica) engañada. Sólo estas individualidades excepcionales perci­bieron la verdad, la pudieron comprender y soportar. El artista romántico debían desarrollar una fortaleza inusual y desproporciona­da para poder sobrevivir a la verdad, sin ser destrozado por ella. La locura, la enfermedad, el suicidio, la marginación y la cárcel han sido el destino de la mayor parte de estos héroes solitarios, de estas «almas bellas», como los llamaba Hegel.

El iluminista miraba hacia afuera, hacia la naturaleza enten­dida por la ciencia, hacia el espacio medido y articulado mecánica­mente de acuerdo a leyes como las de la geometría y la física. El romántico, por el contrario, se volvió hacia adentro, hacia los conflictos internos del hombre y sus contradicciones con la sociedad, que le impedían ser lo que realmente es desde sí mismo, desde su propia naturaleza (lo pulsional, lo sexual, lo pasional, los sentimien­tos, etc.). La novela del siglo pasado, expresaba este con­flicto interior en sus personajes. Suponía una psicología profunda­mente conflictiva, que intentaba comprender y activar la liberación de estas fuerzas naturales y divinas, que desbordan el marco de la concien­cia y de la sociedad.

7.i. La concepción del arte: Los románticos pendaban que el hombre debía reencontrar su verdadera naturaleza, reprimida o pervertida por los controles sociales y confiaban en lograrlo sobre todo gracias al arte. Buscaban convertir la propia vida en obra de arte. Querían lograr, a través de la belleza, la integración de los elementos escindidos y mutilados. Las concepciones románticas del arte se remontan a algunas opiniones de autores de los siglos anteriores. Tal es el caso del alemán Winckelmann, quien estudió centralmente la escultura griega antigua, concluyendo que “las obras de arte son producción humana y, como tales, expresivas del sentimiento de quienes las ejecutan; mas estos sentimientos participan de las condiciones sociales de la época a que los artistas pertenecen. Por tanto, la obra de arte y el arte en general, (...) es un fenómeno que debe ser estudiado históricamente[42]. Otro alemán, Herder, sostenía que la belleza no proviene solamente de la forma sino de la expresión de vitalidad que las formas dejan traslucir. Herder veía la forma más expresiva en la obra de arte, “porque en ella lo que se quiere expresar y su representación se encuentran indisolublemente unidas por razón de su mismo modo de ser”[43]. Schiller, por su parte, buscaba alcanzar por medio del arte una síntesis superior entre la razón y la sensibilidad, las que han sido disociadas por el desarrollo de la cultura moderna burguesa. Este autor creía que tal conciliación y restauración de una vida armónica (a las que llamaba belleza), podrían ser alcanzadas merced al «instinto del juego». De este modo, Schiller estableció, siguiendo los resultados de la teoría kantiana, la objetividad de lo bello y su función conciliadora de los opuestos. Schelling avanzó en esta misma línea concibiendo al arte como la unión de sensibilidad y razón, de naturaleza y espíritu, de necesidad y libertad, de lo inconciente y de lo conciente, ya que todas estas diferencias y contradicciones son expresiones de lo absoluto. Según este autor, en la obra de arte se alcanza la reconciliación infinita en un producto finito, pues la belleza es la representación de lo infinito en forma finita.

Finalmente, Nietzsche pensaba que la voluntad de poder es una voluntad creadora, es una voluntad artística, es una búsqueda de la integridad y de la unidad originaria disueltas y fragmentadas por la razón abstracta ajena a la vida. El arte, con independencia de todo valor moral, “más allá del bien y del mal”, permitiría crear una existencia liberada de todas las alienaciones.

8. Sinopsis

Todos los movimientos modernos reaccionaron o respondieron a la disolución de lo que A. Touraine y J. C. Gorlier llaman «garantes metasociales», es decir, a la disolución de los fundamentos metafísicos del orden social, ya sean Dios, el Destino o la Naturaleza. Desde este punto de vista, todos estos movimientos buscaron y propusieron un nuevo «fundamento» que ya no era más trascendente sino inmanente al orden social, es decir, era producido por la misma sociedad. El fundamento ya no estaba en el Ser o en la Naturaleza, ni en Dios o en la Esencia absoluta, sino en el Hombre o en la Sociedad. Para decirlo en términos «técnicos»: estaba en el sujeto o en el lenguaje.

Tanto el utilitarismo, como el Iluminismo y el Romanticismo son movimientos paradigmáticos de la época moderna, si bien los primeros triunfaron y mientras que el último fracasó. El utilitarismo y el Iluminismo son movimientos que buscaban un (mejor) ordenamiento de la realidad, principalmente de la realidad social. Intentaron una unificación de los de los elementos sociales guiados por un modelo de universalidad (interés, instrumentalidad, razón). Ambos proyectos se desarrollaron paralelamente, se yuxtapusieron, se complementaron y, en algunos casos, también se combatieron. El Iluminismo desarrolló tendencias fuertemente centralizadoras y elitistas, aun cuando pretendió ser democratizador e igualitario. El utilitarismo, por el contrario, se difundió y operó descentralizadamente, confiando en la libre iniciativa de los individuos autónomos, liberados de las trabas exteriores para el despliegue de su libertad. Sin embargo, los efectos generados por estos movimientos han tendido a generar diferencias y desigualdades entre los actores sociales. El utilitarismo tendió a reducir la multiplicidad y riqueza de la sociedad al conjunto de intereses socioeconómicos conformando una suerte de moralidad de corte economicista y un individualismo atomista. Pero este modelo de sociedad que exaltaba la iniciativa individual, ponía límites al poder del Estado y apelaba a los intereses naturales no era ajeno al imperialismo económico y al dominio financiero de la mayor parte del globo terráqueo en manos de un pequeño grupo de individuos y de empresas, que concentraron la porción más grande de la riqueza del planeta.

El Iluminismo era un movimiento esencialmente revolucionario que, al poner el acento en la razón, sostuvo un principio capaz de controlar las tendencias individualistas de la modernidad. La idea de razón, aun cuando sea una razón instrumental, permaneció ligada a la idea de sistema, de orden objetivo, de estructura supraindividual. La razón se manifiestó en la ciencia, en las leyes, en el Estado y, sobre todo, en el lenguaje. De aquí se derivaron las críticas centrales al proyecto iluminista, ya que la apelación a la razón no ha sido ajena a los sistemas de dominación más represivos de la individualidad y de la autonomía de los sujetos como los Estados burocráticos, el stalinismo o las llamadas “sociedades de control” o “sociedades programadas” de la actualidad.

El Romanticismo es un movimiento que, al menos en lo social, fracasó. Si bien logró desarrollar una nueva conciencia que se plasmó fundamentalmente en el ámbito del arte y de la «alta cultura», su apelación a las fuerzas opuestas a la razón, como son las de la vida, la nacionalidad, lo orgánico, lo instintivo o la voluntad, conectan a este movimiento con las restauraciones monárquicas del siglo XIX, el fascismo, los movimientos nacionalistas y los diversos culturalismos y particularismos. En contraposición a las tendencias elitistas del Iluminismo, el Romanticismo ha ensalzado y reivindicado a los pueblos, a la tierra, a la identidad propia de cada cultura. Simultáneamente defendió lo singular y la totalidad como organismo viviente que integra y asimila a todos sus elementos.

9. El «modernismo»

La continuación de los supuestos y principios del Romanticis­mo se expresaron (hacia fines del siglo XIX y principios del siglo XX) en el arte, a través de un movimiento que se denominó «modernismo». Como el Romanticismo, el modernismo era un movimiento surgido desde el arte, pero cuyas categorías y formas de pensar trascen­dieron lo específicamente «estético», para conformar una corriente de pensamiento que abarcó el conjunto de la cultura. Surgió desde lo artístico, porque consideraba que la verdad se expresaba en el arte (y no en la razón científica -como el Iluminismo- o en el mercado -como la burguesía-), pero extendió sus principios al conjunto de la sociedad. Si el avance de la razón instrumental había generado el desencanto del mundo, los modernistas del siglo XIX buscaron su reencantamiento a través del arte. Los pinto­res «expresionistas» y la poesía de Rimbaud y Baudelaire son ejemplos paradigmáticos del movimiento modernista que servirán de guía para el análisis de esta concepción.

1°) Una característica distintiva de este movimiento es que profundizó la crítica de la sociedad, iniciada por los románticos. Los modernistas profundizaron el enfrentamiento con la sociedad, acentuaron el desagrado por la civilización, deslizándose a hacia modos de vida cada vez más marginales. Desarrollaron una voluntad de transgresión social y la sostuvieron con orgullo[44].

2°) Los modernistas orientaron su búsqueda hacia el arte en sí mismo. El movimiento romántico propugnaba una vuelta a la naturaleza, una búsqueda de la naturaleza verdadera. Para los modernistas aquella “naturaleza” era el resultado del trabajo, que el arte había volcado sobre ella. De manera que el arte no era solamente el lugar de la verdad, sino también el fin, el objetivo perseguido.

El movimiento artístico del siglo XIX acompañó el proceso de la revolución industrial y de la expansión del capitalismo. Una aguda descripción del proceso industria­lista fue desarrollada en escritores como Balzac y Zola. En lo literario, sus momentos fueron: el realismo, el naturalismo, y luego, el impresionismo. Se puede ver, a través de esos momentos, cómo los artistas abandonaron la descripción de la naturaleza, para indagar en el arte mismo.

3°) El modernismo puso al sujeto en el centro del arte. Por ejemplo: en la pintura de los impresionistas, no se dibujaba la naturaleza tal cual es, sino tal como la percibe el pintor, subje­tivamente. El pintor impresionista no reproducía los colores «objetivos» que veía en el modelo, no copiaba los colores de las cosas, sino que se ponía él mismo en los colores[45]. Las pinturas de Cézanne, en las que se juega con los colores en un proceso, que es completamente frío y calculado, son típicas en este sentido. No se trata de la reproducción de la naturaleza tal como se aparece, sino del estudio de cómo el pintor percibe la realidad y la construye fríamente. Detrás de todos sus cuadros hay formas geométricas: cálculo y descomposición. Allí se encuentran las bases del cubis­mo, tal como se desarrollará a principios del siglo XX.

4°) El subjetivismo, que puso al sujeto en centro del arte, tendió a concebir el fenómeno estético como lenguaje, más que como reproducción o representación. En las pinturas de van Gogh, por ejemplo, no se reproduce la realidad tal cual la vemos, sino la reali­dad tal como la vive el pintor. Lo verdaderamente real no es la naturaleza, sino la expresión[46]. Y en última instancia, todo es expresión. Así como para el medieval todo era símbolo, que anudaba el cielo con la tierra, así para los modernistas, la naturaleza era una metáfora, que expresaba algo que estaba por detrás, y que se revelaba a quien pudiera captarlo a través del arte. El arte expresaba lo más profundo de la realidad, que el común de los hombres no era capaz de perci­bir, por estar sometidos a la oscuridad mezquina de la coti­dianeidad burguesa o a la mutilación reductora de la racionalidad científica.

5°) La misión del artista era develar los secretos, «inspec­cionar lo invisible». “Hay que ser capaces de ver visiones” -decía Rimbaud. Lo que el artista buscaba no era la realidad misma, sino Las «visiones» que están detrás de ella. Pero sólo los elegidos lograban resistir esta «deshumanización» de los sentidos, esta maximización de las sensaciones, que es necesaria para poder develar el trasfondo. Y el artista que lo lograba, creaba una diferen­cia abismal con los demás hombres, en tanto que rompía con todas las formas normales de percepción y de relación con la realidad. Ya no podía sino separarse, marginarse, excluirse de la sociedad, cuya vida pautada por criterios racionalizados y moralizantes, impedía percibir la profundidad de lo real[47].

Esto hacía que el artista modernista estuviera desgarrado. Había en él una separación, un conflicto, un dolor permanente, una tensión irreductible que lo llevaba a buscar alivio en el alcohol, la droga, la locura o el suicidio[48]. Los hombres comunes, «el rebaño» (como los llamaba Nietzsche, con desprecio) corrían tras una felicidad pequeña y egoísta, fácil y des­preciable, desde la lucidez absoluta y despiadada a la que llegaba el artista. Para éste, vivir como los demás se tornaba imposible[49]. Desde las alturas de la perfección, todo terminaba por ser inútil, salvo el arte puro. Y al final, también éste, ... pues permanecía inalcanzable. Esta conciencia era, en consecuencia, totalmente singular, pues el camino hacia la verdad estética era absolutamente indivi­dual[50]. El modernismo resultó una conciencia trágica que finalmente no encontró ninguna salida.

Para los modernistas, el arte está en la expresión, en la palabra, en el lenguaje. El arte era concebido como un mundo en sí mismo, que ya no tenía ninguna relación con lo que era la «realidad» para los otros. La realidad en su pureza era la creación del artista, la creación de una singularidad que se expresaba dolorosamente; pues nunca alcanzaba a expresarse como quería: terminaba estallando en la obra[51].

A principios del siglo XX, todas estas expresiones múltiples lograron sistematizarse en las llamadas «vanguardias artísticas» y en la «alta cultura». De manera semejante a lo que ocurría en la ciencia, los artistas se agruparon en comunidades que realizaban una práctica pretendida­mente superior (estética), ya que percibían la realidad más profundamente que los demás. Propusieron programas y manifiestos, donde se criticaba al conjunto social desde su perspectiva (que se postulaba como adelantada respecto del conjunto y por eso se consideran «vanguardias»).

En síntesis: se desarrollaron algunos estratos de la socie­dad, algunos ámbitos, que se percibieron a sí mismos como portado­res de la verdad, como vanguardias del conjunto de la sociedad. La verdad radicaba en una práctica: el control de los medios de produc­ción, la teoría científica, la expresión artística, y desde allí se ilumina a los demás. Esta característica es propia de la conciencia de la segunda mitad del siglo XIX y se desarrolló con mucha fuerza a principios del siglo XX.



[1] Touraine, A.: 1993, p. 94.

[2] Cf. Touraine, A.: 1993, pp. 177-97 y 204.

[3] Mumford, L.: Técnica y civilización, Madrid, Alianza Editorial, 1979, p. 175.

[4] Drucker, P.: La sociedad poscapitalista, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1993, p. 30.

[5] Mumford, L.: 1979, pp. 173-5.

[6] Cf. Scalabrini Ortiz, R.: Historia de los ferrocarriles argentinos, Buenos Aires, Editorial Plus Ultra.

[7] Peter Drucker sostiene que la aplicación del saber al trabajo (taylorismo) dio lugar a una revolución en la productividad , que profundizó y extendió los resultados de la revolución industrial. Afirma que fue esta revolución en la productividad, basada en la aplicación del saber al trabajo, lo que explica que no se hayan producido las revoluciones sociales en los países occidentales, tal como había predicho Marx y como creían la mayoría de los intelectuales de la época. “Desde que Taylor empezó, la productividad ha crecido unas cincuenta veces en todos los países avanzados; sobre esta expansión sin precedentes descansan todas las mejoras tanto en el nivel como en la calidad de vida en los países industrializados” (Drucker, P.: 1993, p. 37). Cf. Touraine, A.: 1993, pp. 91-2.

[8] La concepción absolutista hobbesiana del poder, lo concibe como relaciones de mando y obediencia, donde hay algunos que dan órde­nes y otros que obedecen.

[9] Cf. Touraine, A.: 1993, p. 127.

[10] “El nacionalismo es la movilización del pasado y de la tradición al servicio del futuro y de la modernidad” (Touraine, A.: 1993, p. 181).

[11] En la antigüedad no hay separación alguna entre la comunidad y los individuos. La polis como también el imperio son la expresión de los fines universales (patria, dioses, lo humano, etc.), a los que están subordinados completa­mente todos los otros fines. Con el cristianismo se distinguen dos planos de universalidad: las dos ciudades de san Agustín (se separan los fines religiosos -es decir, la salvación- de todos los otros que les están subordina­dos). En la modernidad ya no se parte del concepto de comunidad -incluso para pensar la comunidad- sino del concepto de individuo de cuyas asociaciones surgen la sociedad y el Estado. El Estado comienza a ser pensado desde los individuos, como ámbito de protección de los fines particulares.

[12] Lo cierto es que los derechos del hombre y del ciudadano, proclamados por los revolucionarios franceses (y que habían comen­zado a plantearse como problema en las discusiones de los «humanistas cristianos» a raíz de las nuevas situaciones formuladas por los teólogos y juristas americanos), produjeron efectos igualita­rios en los diversos ámbitos de los social y no solamente en lo político.

Es cierto, que hay una tendencia «liberal» a interpretar las luchas igualitarias como restringidas a lo político, pero el socialismo y el marxismo iniciaron con sus reivindicaciones econó­micas y sociales, la lucha por la extensión de la igualdad a todos los planos de la sociedad.

[13] Weil, E.: Hegel y el Estado, Córdoba, Editorial Nagelcop, 1970, p. 72.

[14] Bermudo de la Rosa, M.: 1982, pp. 202-6; textos 20-30.

[15] Cf. Weil, E.: 1970, p. 41.

[16] Cf. supra capítulo 7 sobre Los orígenes del cristianis­mo, 2: Las condiciones en el Mediterráneo.

[17] “El peligro mayor del pensamiento historicista –advierte Touraine- es subordinar los actores sociales al Estado, agente de transformación histórica, no ver en la subjetividad más que un momento necesario para la aparición del espíritu objetivo, luego del espíritu absoluto. Una tendencia absoluta del historicismo es, hablando en nombre de un Sujeto identificado con la historia, eliminar los sujetos, es decir, los actores en tanto que tratan de transformar su situación para incrementar su libertad.

“El pensamiento historicista, tanto en Marx como en Hegel o en Comte, sólo introduce la idea de hombre haciendo su historia para suprimirla inmediatamente, porqu3 la historia es la de la razón, o es una marcha hacia la transparencia de la naturaleza, lo cual no es más que otra versión de la misma creencia general. El pensamiento de los siglos XVII y XVIII estaba dominado por el enfrentamiento de la razón y del Sujeto, del utilitarismo y del derecho natural; el historicismo del siglo XIX absorbe al sujeto en la razón, la libertad en la necesidad histórica, la sociedad en el Estado” (Touraine, A.: 1993, p. 108).

[18] Weil, E.: 1970, p. 35. Corchetes nuestros.

[19] Feinmann, J. P.: 1973, p. 61.

[20] “Los opuestos hegelianos, las sucesivas reconciliacio­nes del momento especulativo, nunca pueden abrirse a lo realmente nuevo, a lo «realmente Otro»; sólo se mueven dialécticamente dentro de «lo Mismo», sin ninguna novedad, sin auténtica Alteri­dad” (Dussel, E.: Para una ética de la liberación latinoamerica­na, Buenos Aires, Siglo XXI, 1973, tomo 1, p. 115).

[21] Maresca, S.: Nietzsche y la filosofía latinoamerica­na, Revista de filosofía latinoamericana, p. 137.

[22] Hegel, G. W. F.: Principios de la filosofía del derecho, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1975, § 345, § 347 y § 351; pp. 384-7. Cursivas nuestras.

[23] Mercado Vera, A.: Libertad e historia en Hegel, Ponencia presentada en el Simposio sobre Hegel, organizado por el Instituto Goethe de Buenos Aires, el 6 de octubre de 1981.

[24] Citado por Mayer, J. P.: 1961, pp. 10-1.

[25] Hegel, G. W. F.: 1966, p. 15.

[26] Feinmann, J. P.: 1973, p. 96.

[27] Feinmann, J. P.: 1973, pp. 99-100.

[28] Según el desarrollo leninista de la teoría política mar­xista, la «vanguardia» debe estar a cargo de la dirección del «partido revolucionario».

[29] Cf. Lenin, V. I.: ¿Qué hacer?, donde se expresa claramente esta concepción.

[30] “La visión de una humanidad actora de su propia historia, derribando las ilusiones falaces de las esencias y lo principios del derecho y de la moralidad para comprenderse y transformarse en sus prácticas, conduce a la sumisión violenta o moderada, totalitaria o burocrática de los actores sociales, en particular de las clases, al poder absoluto de una élite política que proclama su legitimidad en nombre de su pretendido conocimiento de las leyes de la Historia” (Touraine, A.: 1993, p. 116).

[31] Con fines didácticos, la presentación de las características distintivas del Romanticismo se realizará siguiendo el mismo esquema que la exposición de las características del Iluminismo, de tal manera que puedan ser comparadas con mayor facilidad.

[32] Hauser, A.: Historia social de la literatura y el arte, Madrid, Ediciones Guadarrama, 1957, tomo II, pp. 900-1.

[33] “El Romanticismo buscaba constantemente recuerdos y analogías en la historia, y encontraba su inspiración más alta en ideales que él creía ver ya realizados en el pasado” (Hauser, A: 1957, tomo II, p. 883).

[34] Touraine, A.: 1993, p. 148.

[35] Hauser, A: 1957, tomo II, p. 886.

[36] Ortega y Gasset: Obras completas, 2° edición, VI, 41; citado por Hauser, A: 1957, tomo II, p. 886.

[37] Hauser, A: 1957, tomo II, p. 890.

[38] “Sólo a partir de la Revolución y el Romanticismo, la naturale­za del hombre y de la sociedad comenzó a ser sentida como esen­cialmente evolucionista y dinámica. La idea de que nosotros y nuestra cultura estemos en un eterno fluir y en una lucha intermi­nable, la idea de que nuestra vida espiritual es un proceso y tiene un carácter vital transitorio, es un descubrimiento del Romanticismo y representa su contribución más importante a la filosofía del presente” (Hauser, A: 1957, tomo II, p. 885).

[39] “El clasisismo basaba el concepto de belleza en el de verdad, esto es, en una medida universalmente humana que dominara toda la existencia. Pero Musset invirtió las palabras de Boileau y procla­maba: «Rien n'est vrai que le beau»” [Nada es verdadero sino lo bello] (Hauser, A: 1957, tomo II, p. 898).

[40] “La enfermedad suponía para ellos la negación de lo ordinario, lo normal y lo razonable, y contenía el dualismo de vida y muerte, naturaleza y no-naturaleza, continuación y disolución, que domina­ba toda su imagen del mundo. Ella significaba la depreciación de todo lo unívoco y permanente, y correspondía a la repulsión román­tica a toda limitación y a toda forma firme y definitiva.” (Hauser, A: 1957, tomo II, p. 902).

[41] “El período postrevolucionario fue una época de decepción general. [...] A todos les parecía que el presente se había vuelto insípido y vacío. La intelectualidad se aisló más cada vez del resto de la sociedad y los elementos intelectualmente productores vivían ya su propia vida.” (Hauser, A: 1957, tomo II, p. 895).

[42] Repetto, A.: Breve historia de la estética, Buenos Aires, Editorial Plus Ultra, 1973, p. 84. Cursivas nuestras.

[43] Repetto, A.: 1973, p. 87.

[44] “En otros tiempos, en el fervor de una historia revolucionaria fue posible esperar changer la vie [cambiar de vida], como decía Rimbaud. Ahora, frustradas aquellas esperanzas, era necesario hallar en otro lado una condición que no había sido posible crear dentro de las fronteras de Europa. Inmerso en esta peripecia, halla explicación el grito más angustiado de Rimbaud: «La auténti­ca vida está ausente. Nosotros no estamos en el mundo.» Y cuando esta operación resulte vana entonces ya no quedará más que elegir otros caminos y buscar la libertad en el sueño o en el silencio del propio Yo interior o en soluciones metafísicas” (De Micheli, M.: Las vanguardias artísticas del siglo XX, Madrid, Alianza Editorial, 4° reimpresión, 1985, pp. 55-6. Corchetes nuestros.)

[45] “Pero siempre, expresión de la realidad, o mejor aún, del hombre añadido a la naturaleza. Esta vieja definición baconiana de la técnica la recogía van Gogh con un significado espiritual rico en emocionante tensión: «No conozco mejor definición de la palabra arte que ésta: el arte es el hombre añadido a la naturaleza. La naturaleza, la realidad, la verdad, pero con un significado, con una concepción, con un carácter que el artista hace salir y a los que da expresión»” (De Micheli, M.: 1985, p. 28. Cursivas nuestras).

[46] Dice van Gogh: “El color expresa algo por sí mismo”. Y también: “En lugar de intentar reproducir lo que tengo ante mis ojos, me sirvo de los colores arbitrariamente, para expresarme de modo más intenso”. (Citado por De Micheli, M.: 1985, pp. 28 y 36; negritas nuestras).

[47] Dice uno de los personajes de El pato salvaje de Ibsen: «Quitad al hombre medio su mentira vital y le quitaréis al mismo tiempo la felicidad». Y precisamente esto es lo que hizo Ibsen: sus personajes burgueses, arrojados del decoro de sus hipocresías, son mezquinos y repugnantes. De este modo Ibsen se oponía a la clase de la que había salido, la rechazaba, la condenaba y, con ella, a la misma sociedad salida de aquella. [...] En Gauguin hay una acritud hacia la «sociedad criminal y mal organizada» y «gobernada por el oro», hay un desprecio auténtico hacia la «lucha europea por el dinero». Él, como Rimbaud, también piensa que el cristianismo cometió el error de «abolir la confianza del hombre en sí mismo y en la belleza de los instintos primitivos». Por ello, en la sociedad uno se siente desplazado y también él, antes de su fuga final, intenta la solución del suicidio tomando arséni­co. Estas razones hacen que el exotismo de Gauguin no tenga el tono de una simple divagación, sino que adquiere un claro signifi­cado de denuncia. [...] Lo que es claro e indiscutible es su obstinado intento por superar, en la vida y en el arte, la aliena­ción del hombre tal como se estaba verificando en la involución de la sociedad, que había abandonado sus premisas revolucionarias. [...] En estos artistas el mito del salvaje y de lo primitivo son parte de una afanosa búsqueda ara reencontrarse a sí mismos, su propia felicidad y su propia naturaleza de hombres fuera de las hipocresías, de los convencionalismos y de la corrupción”. (De Micheli, M.: 1985, pp. 44, 53 y 55).

[48] Basta con leer las biografías de Gauguin, van Gogh, Modigliani, Rimbaud, Baudelaire, Oscar Wilde, etc..

[49] Strindberg dijo: “Si se nace sin piel en los ojos, se ven la vida y los hombres tal cuales son ... Y hay que ser una bestia inmunda para prosperar aquí, en la inmundicia...” (Citado por De Micheli, M.: 1985, p. 46).

[50] Cuando hablamos de «movimiento» lo hacemos sólo desde una generalización de individualidades. “El arte es individualista” dice Stirner.

[51] Dice van Gogh: “Mi gran deseo es aprender a hacer deformaciones o inexactitudes o mutaciones de lo verdadero; mi deseo es que salgan, si es necesario, hasta las mentiras, pero mentiras que sean más verdaderas que la verdad literal”. (Citado por De Micheli, M.: 1985, p. 34.)

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Seguidores