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viernes, 16 de abril de 2010

CAPÍTULO 10: SANTO TOMAS DE AQUINO

Esta obra está protegida por derechos de autor ISBN 987-9248-58-9


EL PENSAMIENTO DE SANTO TOMÁS DE AQUINO

1. Introducción

Santo Tomás es el representante de mayor importancia de la corriente filosófica cristiana llamada «escolástica». Y junto con san Agustín, el más destacado filósofo medieval.

La filosofía por él desarrollada implica, como sucede con la mayor parte de los teóricos medievales, una síntesis del pensa­miento anterior. San Agustín había reelaborado elementos de la filosofía griega, fundamentalmente el platonismo y el neoplatonis­mo, para fundirlos con las verdades del cristianismo. Del mismo modo santo Tomás, ocho siglos más tarde, efectuó una nueva sínte­sis, teniendo en cuenta no sólo a los pensadores antiguos y medie­vales, sino también la filosofía de Aristóteles recientemente difundida en Occidente gracias a los árabes. Esta gran síntesis todavía hoy se la conoce como la «filosofía aristotélico-tomista».

Este pensamiento ha mostrado una profunda riqueza para resol­ver los problemas que la tradición y su condición de cristiano le planteaban. Es más, la originalidad con la que afrontó alguna de estas cuestiones llevó a ciertas autoridades (las de Oxford y París) a censurar y prohibir, durante el siglo XIII, ciertas tesis de la doctrina de santo Tomás. Por supuesto que esta medida no se tomó por considerarlas heréticas, sino peligrosas.

Además, cabe destacar que la fecundidad de su filosofía ha posibilitado que la línea de pensamiento que surge a partir de ella sea, quizá, la de mayor permanencia y difusión en la histo­ria. En efecto, el tomismo es una de las corrientes filosóficas que tienen mayor número de publicaciones y seguidores, por l cual de ningún modo podemos considerarlo como un pensamiento que no esté incidiendo en el mundo actual.

2. La filosofía medieval

Cuando hablamos de filosofía medieval nos referimos con ese nombre a la filosofía que florece y se desarrolla en el período de la historia europeo-mediterránea que transcurre aproximadamente entre los siglos V y XV de nuestra era.

Esta filosofía, pese a fundarse a partir de una revolución histórica profunda y radical como fue el cristianismo, revolución que transformó las concepciones no sólo acerca de la divinidad, sino también del hombre y la sociedad, de la naturaleza y del mundo, se constituyó como una filosofía cristiana asumiendo y transformando la filosofía griega. Es decir, no consideró necesa­rio descartar la filosofía anterior sino que, por el contrario, se propuso integrarla. Hay aquí lo que podemos llamar una voluntad de síntesis, de recuperación del pasado en las nuevas instancias del presente y del futuro. Esta voluntad que recorre todo el período medieval, parece quebrarse en la edad moderna que habrá de plan­tearse como una ruptura y nuevo comienzo.

2.1. El siglo XIII

La vida de santo Tomás transcurrió dentro del siglo XIII. Este fue un momento de profundos cambios que tuvieron como tras­fondo la disolución del Imperio Carolingeo, el espíritu heroico trascendente (ejemplificado en las figuras de Rolando, el Cid, Sigfrido, los Cruzados), el sistema feudal, etc..

En el siglo XIII y sus adyacencias se produjo la reaparición de la vida urbana, el progresivo fortalecimiento de las monarquías nacionales, el surgimiento de la burguesía y una serie de fenóme­nos más que empezaron a perfilar la tendencia a la afirmación del orden temporal frente al sagrado y, por consiguiente, del Estado frente a la Iglesia.

En el plano cultural se destacó el arte gótico (XII-XIV), fundamentalmente en la construcción de las catedrales que, además de la arquitectura, conlleva disciplinas tales como la pintura, la escultura, los vitrales policromos, etc. En literatura descolló la figura de Dante y su “Divina Comedia”.

Dentro del campo filosófico, el redescubrimiento de los pensadores clásicos revitalizó las temáticas. Aristóteles, de quien sólo se conocía el Organon, comenzó a partir del siglo XII, a ser traducido y estudiado en su conjunto merced a las obras que llegaron a través de los árabes. Platón y los neoplatónicos que habían gozado de más fortuna en los siglos anteriores, también se beneficiaron con este momento ya que se profundizó su conoci­miento.

También la ciencia experimental de la naturaleza recibió el impulso de investigadores, fundamentalmente pertenecientes a la orden de los franciscanos, destacándose Grosseteste y Roger Bacon.

Esta rica y fecunda actividad intelectual se desarrolló fundamentalmente dentro de una nueva institución: la universi­dad.

2.2. Las universidades y la escolástica

El pensamiento patrístico se desarrolló todavía dentro de los marcos del imperio romano[1]. Tras la caída del imperio, la actividad intelectual se refugió en los monasterios y sus escue­las. La enseñanza de éstas consistió en las llamadas siete artes liberales, organizadas en dos grupos: el trivium (gramática, retórica y lógica) y el cuadrivium (aritmética, geometría, astro­nomía y música).

Más tarde, en las ciudades que fueron sedes episcopales, surgieron las escuelas episcopales o catedralicias que, además del trivium y el cuadrivium brindaron algún tipo de enseñanza supe­rior. Finalmente, van a surgir las universidades: en el siglo X se crea la de Salerno, en el siglo XII las de Bolonia y París; tam­bién son muy antiguas las de Oxford, Cambridge, Montpellier, Salamanca, Roma y Nápoles.

En sus orígenes, la palabra Universitas [universidad] no designaba a una institución de enseñanza (llamada habitualmente Studium generale), sino a la corporación que dirigía esa institu­ción de enseñanza, contrata a los profesores y otorga grados. Esa corporación puede ser de profesores (como en París) o de alumnos (como en Bolonia).

En el seno de estas universidades y de las escuelas episcopa­les, se desarrolló el segundo gran momento del pensamiento medie­val: la escolástica (palabra que viene de schola, que significaba «escuela»). Durante este período del siglo XIII, del fecundo contacto de lo mejor de la tradición clásica (el pensamiento de Platón ejercía considerable influencia desde la patrística, y el de Aristóteles, prácticamente desconocido en Occidente, comenzó a ejercerla a partir del siglo XII), surgieron las grandes formula­cio­nes de la filosofía realista cristiana. Nos vamos a referir a su máximo exponente: santo Tomás de Aquino.

3. Vida y obras

Santo Tomás nació a fines de 1224 o principios de 1225 en Rocaseca, cerca de Nápoles, de familia noble, hijo de un conde de Aquino. A los cinco años ingresó a la abadía de Montecassino, después regresó al hogar paterno y, a los catorce años, fue a estudiar a Nápoles.

Cuando tenía veinte fue consagrado monje mendicante en la orden de los dominicos. Luego, alrededor del 1245, emprendió viaje hacia Francia, y, en ese mismo año ingresó como estudiante a la Universidad de París, teniendo como profesor, entre otros, a un pensador importante en la filosofía medieval: san Alberto Magno.

La universidad de París que era una de las principales, en el siglo XII se convirtió en la más importante. Allí estudiaron o enseñaron, además de santo Tomás y san Alberto Magno, Roger Bacon, Duns Scoto, Raimundo Lulio y otros personajes, todos con un lugar destacado en la filosofía medieval.

Luego de terminar sus estudios realizó algunos viajes por Italia y murió en 1274 en viaje a Lyon, donde había sido convocado por el papa Gregorio X para un concilio. Desarrolló pues toda su vida dentro del siglo XIII.

Escribió muchas obras de las cuales las principales son la “Suma contra gentiles” y la “Suma teológica”. Ambas de un carácter no estrictamente filosófico ya que el desarrollo de su filosofía está indisolublemente ligado al de su teología. Cuando tratamos la filosofía de santo Tomás, por lo tanto, tenemos que tener siempre en cuenta el enorme peso que el elemento teológico tiene dentro de ella.

4. Fe y razón

Uno de los problemas que el pensador cristiano no puede soslayar es el de las relaciones entre la fe y la razón. Históri­camente ambas provienen de experiencias diferentes: la fe de raíz judeo-cristiana y la razón greco-romana. Determinar sus vincula­ciones será una tarea de suma importancia, ya que la segunda está ligada a una tradición pagana y requiere, por lo tanto, una reubi­cación dentro de la experiencia cristiana.

Los pensadores medievales al adherir a una religión revelada (en este caso la cristiana, pero es válido igualmente para la judía o la islámica) tienen resueltas desde el inicio gran canti­dad de cuestiones. Esas respuestas, conocidas por revelación le aclaran problemas tales como el origen y sentido del mundo y del hombre, los atributos de la divinidad, etc.. Sin embargo, como no se conformaron con dar una única respuesta (aquella que proviene de la revelación), ensayaron diversas teorías que permitieron complementar lo sabido por ella con los recursos de la razón.

La solución que santo Tomás dio a esta cuestión intenta armonizar la fe con la razón. Pero esta armonía no implicará el sometimiento de una a otra, por el contrario, quedarán espacios teóricos donde ambas poseen total independencia, no obstante lo cual, no se contradicen. Este intento le permitió reinterpretar a la historia de la filosofía y, en particular de la filosofía aristotélica a la luz de la verdad revelada, es decir, reelaborar la filosofía a partir de nuevas verdades que la visión cristiana aporta.

Por otra parte, en esa época se había difundido en algunas universidades de Occidente la llamada «doctrina de la doble ver­dad», inspirada por Averroes, un filósofo árabe del siglo XII. Los seguidores de esta doctrina sostenían que podían plantearse con­flictos entre las verdades alcanzadas por la razón y las que se deben aceptar por la fe; pero ese conflicto no significa que una de las dos sea errónea: en tanto filósofos sostendremos la verdad alcanzada por la razón, y en tanto creyentes, la alcanzada por la fe.

Santo Tomás rechaza esta doctrina de la doble verdad. La verdad es una, y por lo tanto, no puede haber contradicción entre lo que Dios nos ha revelado y conocemos por la fe, y lo que cono­cemos por la razón: no puede haber contradicción entre el conoci­miento natural y el sobrenatural.

Las verdades que Dios nos ha revelado son de dos tipos: las que son totalmente inaccesibles a la razón (los misterios de la fe, por ejemplo: la unidad y trinidad de Dios, o la divinidad de Cristo), y las que la razón puede llegar a demostrar (los preámbu­los de la fe, por ejemplo: la existencia de Dios, su omnipotencia, etc.). Si bien, los misterios de la fe están por encima de la razón, no están en contra de la razón: son suprarracionales, pero no irracionales o antirracionales. La razón no puede establecer­los, pero tampoco puede negarlos; al contrario, es posible probar racionalmente que las objeciones que los incrédulos y paganos han levantado contra los misterios de la fe no son demostraciones, no tienen valor probatorio.

Quedan entonces deslindados los campos de la razón y de la fe. La razón posee un ámbito de investigación propia (todo aquello sobre lo cual la revelación nos informa, por ejemplo, ciertos planos de la naturaleza), y la fe otros en los que la razón es insuficiente (los misterios de la fe) aunque puede prestar colabo­ración, también hay ámbitos en los cuales coinciden (preámbulos de la fe) cada una desde su perspectiva.

Santo Tomás, entonces, limita el dominio de la razón, pero esta limitación, al separarla de la fe, le asegura a la razón un campo autónomo dentro del cual puede desarrollarse con entera libertad sin extraviarse, tal como lo muestran los resultados alcanzados por Aristóteles. Por otra parte, esa distinción entre la esfera de la razón y la esfera de la fe no es una separación absoluta, no genera una antítesis entre ambas: la razón puede dar una demostración rigurosa de ciertas verdades reveladas, los preámbulos de la fe (existencia y naturaleza de Dios, Providencia divina, inmortalidad del alma, etc.) y puede refutar las objecio­nes contra los misterios de la fe.

5. La creación

Otro tema de particular importancia para la filosofía cris­tiana es el de la creación del mundo. Estrictamente hablando este es un problema de raíz judeo-cristiana, en las concepciones anti­guas no aparecía porque para ellas siempre había existido algo. En el pensamiento griego encontramos una alternancia entre kosmos y kaos, pero nunca una nada a partir de la cual surge algo, por lo cual el problema del origen del mundo no se les planteaba en estos términos.

El cristiano, en cambio, a partir de la fe que ha recibido, cree y sabe que el mundo tiene un comienzo. Por ello es que frente a esta cuestión que podemos llamar el «problema cosmológico», el filósofo cristiano se siente en la necesidad de explicar cómo el universo ha sido creado por Dios.

Para dar dicha explicación, santo Tomás habrá de retomar la doctrina aristotélica de las cuatro causas y la reflexión que san Agustín había desarrollado acerca de la creación.

Para Aristóteles todo lo que ocurre en el mundo sensible tiene causas (formal, material, eficiente, final), ellas son algo así como aquello que es responsable de algo, aquello que se re­quiere para que un cambio se produzca. A estas cuatro causas aristotélicas, santo Tomás habrá de agregarle una quinta causa, de origen platónico, enunciada por san Agustín: la causa ejemplar o causa formal extrínseca (reservando para la aristotélica la deno­minación “causa formal intrínseca”).

Desarrollaremos la explicación que santo Tomás efectúa de la creación a partir de estas cinco causas reordenándolas para una presentación más clara:

a) Causa eficiente: es llamada también causa agente, pues se requiere la presencia de un agente (el escultor para la producción de una estatua, el sol para calentar la tierra, etc.) para que algo llegue a ser otra cosa.

Respecto del problema de la creación, Dios es el agente productor de lo creado; esto quiere decir simplemente que Dios ha creado el universo. Dios es el artesano, el arquitecto, el hace­dor, aquel que hace ser al universo. Por esto es que Dios es la causa eficiente de la creación.

b) Causa material: es aquello de lo cual y en lo cual algo se hace. Es decir, para que se produzca algo es necesario partir de algo, ese algo inicial es la materia, aquello que se requiere para que algo llegue a ser. La materia es causa porque es necesaria para que se produzca algo (por ejemplo, en el caso de la construc­ción de la estatua, el mármol es causa material porque tiene una cierta responsabilidad en el llegar a ser estatua[2].

En este sentido, Dios no es causa material, es decir, no es aquello a partir de lo cual se produce lo creado. Dios no puede ser la causa material porque esto significaría que Dios es la materia de lo creado, o sea, que todo es Dios; esta sería una concepción panteísta, para la cual todo lo que existe es Dios y los seres existentes no son otra cosa que distintas manifestacio­nes de Dios. Pero en el pensamiento cristiano, y en particular en el de santo Tomás, existe una diferencia de naturaleza entre Dios y todo lo creado; por ello es que Dios no es la causa material de lo creado.

Sin embargo, esto no significa que la materia haya existido desde siempre. Si bien el universo no está hecho de Dios, sí esta hecho por Dios. En este sentido es que Dios es creador de la materia. Dios no es meramente el ordenador de la materia, sino que esta fue creada por El.

Por eso es que esta concepción no conlleva una categorización de Dios, como mero demiurgo o artesano que trabaja a partir de una materia preexistente, sino que en la creación también ha sido creada la materia. La creación es ex nihilo, es decir, creación desde la nada. Esto significa dos cosas: 1°) que no había algo así como una materia preexistente a partir de la cual Dios creara el universo, sino que Dios creó la materia a partir de la nada; 2°) que Dios no creó al universo como una especie de emanación de su propia substancia, sino que creó la materia como algo distinto de sí.

c) Causa formal intrínseca: es aquello por lo cual algo es lo que es, por lo que para Aristóteles la causa formal es algo así como la esencia de las cosas. Por ello es que la causa formal es aquello que se requiere para que una cosa sea lo que es, esa cosa y no otra (en el mismo caso de la estatua, es aquello que hace que la estatua sea de Zeus y no de Apolo, por ejemplo). La llamamos intrínseca porque el requerimiento, la responsabilidad de la forma como causa corresponde a la cosa misma y no a algo exterior a la cosa (en el ejemplo, la causa formal no es Zeus mismo, sino aque­llo que hace que la estatua sea de Zeus y no de otro).

Para santo Tomás, Dios no es causa formal de lo creado. Si afirmáramos lo contrario estaríamos diciendo que la esencia de las cosas es Dios, o sea, que la esencia del hombre o de la planta es Dios. En este caso, del mismo modo que en el anterior donde Dios era creador de la materia pero no causa material, Dios es creador de la esencia pero no causa formal. Cada ser creado tiene su propia esencia creada por Dios, pero Dios no es la esencia de los seres creados.

d) Causa formal extrínseca o causa ejemplar: es aquello a cuya imitación obra la causa eficiente. Esto significa que se requiere de un modelo a seguir para que algo sea (continuando con el mismo ejemplo, Zeus o la idea de Zeus es lo que posibilita la existencia de una estatua de Zeus).

Santo Tomás sostiene que Dios es causa ejemplar de lo creado. Esta afirmación, que toma de san Agustín, quiere decir que en Dios mismo están las formas o ideas ejemplares de todas las cosas; o sea, las ideas de las que habla Platón, existen en la mente de Dios. En ese sentido es que Dios es la causa formal extrínseca de las cosas, pero no su causa formal intrínseca. Cada cosa tiene su propia causa formal intrínseca, que es su esencia, y esa esencia tiene su modelo, su ejemplar en Dios.

e) Causa final: es aquello hacia lo cual está ordenado algo, el fin hacia el cual tiende (en la estatua, aquello para lo cual fue hecha). Es causa porque al negarse el azar, se requerirá de un fin para que algo tenga existencia.

Dios es la causa final de lo creado según santo Tomás. La causa final del universo,aquello hacia lo cual el universo está ordenado y hacia lo cual tiende, es Dios; por ello es que Dios es la causa final del mundo. En la realización de lo que es su propia naturaleza, en la búsqueda de lo que es su propia perfección, todo lo que existe tiende hacia Dios, porque El es la perfección total, la plenitud del ser. De modo que todas las cosas, en la medida en que realizan el fin para el cual fueron creadas tienden hacia Dios como hacia su fin último.

Otra cuestión de importancia respecto del tema de la creación es el motivo por el cual Dios creó el mundo. Es preciso que acla­remos previamente que dentro de esta visión el término creación sólo puede ser usado correctamente si se lo aplica a la acción divina, así resulta que Dios es el único Creador. Cuando hablamos de creación por parte de alguna de las creaturas (utilización frecuente a partir del Renacimiento), estamos extendiendo el significado del término de su sentido original.

El problema del motivo de la creación podría ser resumido de la siguiente manera: el mundo no existía y Dios lo creó, ¿a qué responde tal acción? Dios es un ser perfecto, es decir, com­pleto, al que no le falta nada; por lo tanto, nos dirá santo Tomás, no puede haber necesidad en el acto creador, Dios no puede crear el mundo para suplir alguna carencia, o para corregir alguna imper­fección de su propio ser (si el acto creador fuese necesario, esto implicaría una imperfección de Dios).

Tampoco es un acto necesario en el sentido de anular la libertad divina. Porque además, Dios es inteligencia y voluntad infinitas, absoluta libertad y suma bondad. Por lo que el acto creador resulta una decisión inteligente y libre de la voluntad de Dios, que tiene como fin el otorgarle algún bien a lo creado. En síntesis, la creación es un acto de bondad. La voluntad de Dios ha sido hacer participar libremente de algún bien a las creaturas (no sólo al hombre, sin a toda la creación); el acto de ser es un bien, y por ello es que cada creatura, dentro de sus posibilidades ontológicas, habrá de participar de ese bien.

6. El mal

Pero si Dios ha creado al mundo desde la nada, es decir, sin ningún tipo de limitación material o formal, y además su voluntad eligió libremente crearlo con el fin de que participe de algún bien, la pregunta que se presenta inmediatamente es cómo es posi­ble que exista el mal y qué responsabilidad tiene Dios en ello.

Lo primero que debemos hacer es distinguir el «mal físico» del «mal moral». Esta distinción que santo Tomás retoma de san Agustín consiste en entender como mal físico fenómenos tales como la enfermedad, el sufrimiento, las catástrofes, etc.; y al mal moral como el pecado.

En cuanto al mal físico, santo Tomás nos dice que es algo que a nosotros nos parece un mal, pero que en el orden total de la creación, eso que a nosotros nos parece un mal, permite un mayor bien para el conjunto de lo creado. Esto no significa que Dios no sea la causa del mal físico, en la creación del universo Dios tuvo presente la posibilidad de la existencia del mal físico y aún así creó al universo; pero no lo creó teniendo como visión este mal, sino que el mal físico es como una consecuencia de la creación. Santo Tomás dice que Dios creó al mal físico por accidente, es decir, no por sí mismo; para la totalidad del universo es necesa­ria la existencia del mal físico, el tiene un sentido dentro de la totalidad de la creación. Por eso es que el mal físico no consti­tu­ye un problema, la dificultad se encuentra en la explicación del mal moral.

Para comenzar a plantear la cuestión del mal moral debemos hacer una aclaración fundamental: el mal no es una positividad. Cuando santo Tomás da respuesta a este problema, sigue la línea de explicación de tradición platónica que fue reelaborada por san Agustín. Que el mal no sea una positividad significa que el mal no tiene una entidad por sí mismo. No existe un ser malo enfrentado a uno bueno, el ser en cuanto tal es bueno (hay aquí una identidad, de origen griego, entre el ser y el bien), el mal en sí mismo no existe. Por lo tanto, tampoco puede ser querido por sí mismo.

Pero esto no significa que el mal moral no exista, sino que tiene un peculiar modo de ser. El mal moral, el pecado, es una privación. El mal moral es una carencia o privación de algún bien, de alguna perfección que un ser debería tener y no tiene. Con un ejemplo (no del todo adecuado), digamos que la ceguera no es una posibilidad, no es una capacidad de no ver, sino que consiste en la privación de la visión y, en ese sentido, es algo similar al mal.

Pero, a diferencia de lo que sucedía con el mal físico, Dios no ha querido que exista el mal moral, ni aún por accidente. Por lo que Dios no es causa del pecado. La causa del mal moral reside en la naturaleza de los seres racionales creados. Observemos aquí, que la cuestión recae sólo en los seres racionales, es decir, el resto de las creaturas no pecan ni pueden pecar.

Además, decimos que surge de la naturaleza de los seres racionales. Esto quiere decir que Dios ha creado a los seres racionales con una voluntad libre y, por lo tanto, con la posibi­lidad de elegir libremente entre aceptar el orden que Dios ha dado al mundo o sublevarse frente a ese orden divino y producir un desorden, y en esto consiste el pecado.

Esa libertad, propia sólo de los seres racionales, es un bien porque le otorga una jerarquía ontológica a dichos seres de la cual las restantes creaturas no participan. Y es el incorrecto uso de la libertad lo que produce el pecado. Por lo tanto, Dios no crea al hombre para que peque, lo crea para que no peque y para que, de esta forma, aceptando libremente el orden divino participe en la obra de la creación. Dicho de otro modo, hay mayor dignidad y valor en aceptar el orden divino y obrar el bien libremente, que en hacerlo determinados por un impulso necesario como lo hacen los seres irracionales. Los animales no pecan sino que naturalmente siguen el orden divino, pero en ello no hay ningún mérito espe­cial.

7. El orden del mundo

En el desarrollo de esta exposición se ha usado la expresión «orden del mundo», expresión que quiere decir lo mismo que plan divino o plan de la Providencia. Tratemos de comprender ahora lo que ello significa. Santo Tomás aclara que algunos filósofos antiguos negaron que hubiera un orden del mundo, es decir, algo así como un plan o una especie de gobierno racional del universo. Afirmaban éstos que todo lo que ocurre en el mundo es debido al azar y que, por lo tanto, no existe un plan o gobierno que ordena a todas las cosas conforme a su propia finalidad y que hace que ellas se desarro­llen, obren y operen en el mundo de acuerdo con su fin propio.

Santo Tomás, en cambio, afirma que la razón por sí sola nos muestra de distintas maneras que necesariamente tiene que haber un orden en el mundo. Hay un determinado comportamiento regular de las cosas, de tal modo que no podemos explicar el mundo tal como es y tal como lo vemos funcionar y desarrollarse si le atribuimos el carácter de mero efecto del puro azar. La razón, considerando el mundo y todo lo que en él ocurre, llega a la conclusión de que existe algún tipo de orden, algo así como un plan que ordena la existencia y los acontecimientos del mundo. Y para esto no es necesaria la fe en Dios o la revelación, a ello arriba la razón mediante el simple análisis.

Pero, por otra parte, considerando a Dios como creador del mundo, la razón ha de llegar a conclusiones similares. En efecto, sería incompatible con la bondad de Dios que El mismo no condujera a las cosas hacia la realización de su propia perfección, ya que El las ha creado. Ese plan divino, ese gobierno del mundo conforme al cual ocurren todas las cosas es lo que se llama Providencia.

Por eso es que santo Tomás sostiene que la totalidad de la creación deriva de una sola causa y tiende a un solo fin. Aclare­mos que cuando se dice una sola causa y un solo fin, se quiere decir una sola causa última y un solo fin último, pues hay una multiplicidad de causas y fines intermedios, Pero la última causa que hace que la piedra caiga o que la llama se eleve, que los astros giren o que los hombres obren, es la misma. Cada uno de esos seres actúa para alcanzar la perfección que le es propia, para realizar plenamente su naturaleza, y de ese modo cumple su propio fin, fin que le ha sido provisto por Dios. Cuando una planta nace, crece, se desarrolla y da fruto, al mismo tiempo está reali­zando su naturaleza propia de planta y cumpliendo el fin que se le había previsto dentro del orden general del universo. Esto vale para cada uno de los seres del universo. Para cada ser creado existe un fin específico, que es la forma particular que asume el fin general. Todo lo creado, también aquello que carece de razón, también aquello que carece de vida, ha sido creado por Dios y tiende de alguna manera al fin general para el cual ha creado Dios el universo. Todo está orientado a ese último fin, pero cada uno conforme a su propia naturaleza.

8. El hombre

Si todo está ordenado hacia un fin último, el hombre habrá de tener también un fin que armonice con él. Por eso es que la cues­tión se centra ahora en determinar cuál es el fin último del hombre. Y para ello deberemos precisar cuál es la naturaleza propia del hombre, o lo que es lo mismo, cuál es el ser propio del hombre.

Al igual que Aristóteles, santo Tomás distingue tres tipos de seres dotados de alma o vida[3]: los seres con alma vegetativa (plantas), los seres con alma sensitiva (animales) y los seres que poseen alma racional (hombres).

Es propio del alma vegetativa el cumplimiento de ciertas funciones o la posesión de ciertas potencias: la nutrición, el crecimiento, y la reproducción son las notas esenciales de éstos.

En cuanto al alma sensitiva, las dos potencias esenciales son la potencia de conocer de un modo sensible y el apetito sensible. Aclaremos que este tipo de alma tiene estos dos caracteres como propios de su condición, pero también incluye en una nueva unidad a los propios del alma vegetativa.

Finalmente, aquellos dotados de alma racional, los hombres, tienen como atributos esenciales el conociento racional y el apetito racional (voluntad). Nuevamente encontramos aquí una sínte­sis con los dos tipos de vida anterior, es decir, el alma racional además de sus potencias específicas, tiene en sí las de los dos grados anteriores.

Caracterizar al hombre a partir de sus potencias racionales lo lleva a santo Tomás a acordar con Aristóteles: el hombre es una animal racional, o sea, un ser viviente dotado de razón. La razón es pues, lo que diferencia al hombre de los demás seres vivientes.

El planteo que Aristóteles efectuaba a partir de esta carac­te­rización del hombre y teniendo en cuenta su visión teleológica[4], era que el hombre, además de una multiplicidad de fines mediatos o particulares, poseía un fin último: la theoría.

Santo Tomás va a transformar esta doctrina ya que la visión aristotélica del fin último del hombre resulta demasiado intelec­tualista porque subordina las virtudes morales a las intelectuales y, en última instancia, el hombre en su totalidad está supeditado a la mera contemplación de la verdad como su fin último.

Y esa transformación estará ligada a su concepción cristiana. Por un lado, como ya se dijo, comparte con Aristóteles la determi­nación de la esencia mediante la razón, pero mientras éste ponía como fin último la contemplación o el conocimiento de la verdad, para santo Tomás será la contemplación o el conocimiento de Dios. Y esto le ha de dar a ese fin último propio del hombre como ser inteligente un contenido más específico y de naturaleza inmediata­mente ética.

El conocimiento de Dios alcanzado por la razón, al ser lo conocido el bien supremo, la verdad y fuente de la verdad de todos los bienes, no se agota en un mero conocimiento, sino que suscita el amor hacia ese supremo bien conocido y la aspiración de imitar su perfección. El conocimiento amoroso de Dios lleva al alma a la búsqueda de la perfección, que es realizar en sí misma la perfec­ción que recibe de Dios. Por ello es que este conocimiento tiene inmediatamente una finalidad ética y no queda en mera contempla­ción.

Pero además, el alma racional posee una característica propia sólo de ella: la inmortalidad. El alma vegetativa y el alma sensi­tiva mueren junto con el cuerpo. Por eso es que el fin último del hombre (conocer y amar a Dios, y por lo tanto, aspirar a gozar perpetuamente de su presencia -lo que santo Tomás llama «bienaven-turanza»-) sólo puede ser alcanzado plenamente en la otra vida y no en ésta. Es decir, el alma logra su plena realización cuando, libre de las limitaciones corpóreas que la atan a las necesidades vegetativas y sensitivas, puede alcanzar una unión amorosa con la divinidad.

9. El conocimiento

Lo que se plantea ahora es cómo se produce el conocimiento cuando el alma aún está ligada al cuerpo. La postura de Aristóte­les y de santo Tomás respecto al conocimiento es categorizada como «realista»[5]. El hombre es un ser corpóreo y espiritual, posee dos faculta­des de conocimiento: sensible (los sentidos) e intelectual (la razón). El conocimiento comienza por los sentidos: vemos una manzana (su color y su figura), la tocamos, percibimos su olor, etc. Todos esos datos que nos dan los sentidos (color, figura, olor, consistencia, sabor, etc.) reunidos, forman la imagen o especie sensible de la manzana. Esa imagen es siempre imagen de una manzana en particular (que es roja y no amarilla, que tiene tal tamaño y no tal otro, tal aroma, etcétera), es la imagen de esta manzana y no de la manzana en general, es individual y no universal.

La esencia de la manzana, en cambio, es universal, es lo que hace que todas las distintas manzanas individuales sean manzanas, es lo que todas las manzanas tienen en común. El conocimiento de la esencia, de lo universal, no es un conocimiento sensibles, sino intelectual: no “vemos” la esencia con los ojos, sino con el pensamiento. No conocemos la esencia mediante una imagen (especie sensible), sino mediante un concepto (especie inteligible).

Pero la esencia universal está presente en cada una de las cosas individuales (por eso podemos decir de cada manzana indivi­dual que es una manzana), y por lo tanto está contenida tam­bién en la ima­gen, sólo que de un modo implícito, en potencia. El entendimiento, operando sobre esa imagen, va a abstraer [ = sepa­rar] las características universales de la manzana de las caracte­rísticas particulares de esta manzana, y así va a hacer explícita esa esencia universal. Así es como se forma el concepto.

El concepto, entonces, es una representación de la esencia universal y objetiva que está en las cosas. La esencia universal existe en la realidad y el concepto no hace más que reflejar esa esencia universal que existe en la realidad. El entendimiento conoce al objeto tal como es en sí: la verdad consiste en la adecuación del entendimiento al objeto conocido.

10. La política

Aunque el fin último del hombre sea conocer a Dios y aseme­jarse a Él, esto no significa que el hombre deba descuidar lo que podríamos llamar su vida social y política, es decir, los fines intermedios. También aquí santo Tomás retoma a Aristóteles y, en parte, a Platón; tanto uno como otro (y en general todo el mundo griego) pensaban que el hombre se realiza plenamente como tal sólo en cuanto está integrado a la polis. Que el hombre se realiza en cuanto es ciudadano, en cuanto miembro de la polis, es lo que dice Aristóteles con esa célebre frase: “el hombre es una animal polí­tico”. O sea que el hombre sólo puede existir y realizarse como tal siendo ciudadano, siendo miembro de una polis.

Santo Tomás también afirma que es propio de la naturaleza del hombre vivir en comunidad, porque él es por naturaleza un ser social y político que no puede vivir aislado, separado de los demás hombres. No sólo desde el punto de vista de las necesidades materiales, ya que un hombre solo no puede bastarse para satisfa­cer las necesidades de su subsistencia, sino también desde el punto de vista de sus exigencias como ser racional y dotado de una voluntad libre, el hombre es un ser comunitario. Para santo Tomás entonces, el hombre por naturaleza vive en sociedad porque es un ser social y político.

Junto con Platón y Aristóteles afirma que esa comunidad, ese cuerpo social o Estado, es una especie de organismo, o sea, no la mera suma de los individuos, sino algo más; y necesita como todo organismo una cabeza, un gobernante, que lo organice, lo conduzca, elabore las leyes, etc..

¿Cuál es el deber y la función del gobernante? Su primer deber consiste en gobernar según las reglas de la justicia con vistas al bien común del cuerpo social. Esta caracterización del deber social del gobernante ya había sido formulada en la Repú­blica de Platón. Allí se afirmaba que el gobernante tenía que gobernar conforme a la justicia y para el bien común de la polis (no simplemente para su propio beneficio). Estos conceptos del pensamiento clásico, tienen un lugar muy destacado en la filosofía de santo Tomás. Por eso es que afirma que si un gobernante pierde de vista el fin para el cual ejerce el poder, que es administrar la justicia para el bien común, deja de ser un gobernante, deja de ser un jefe de estado, para convertirse en un tirano.

¿Cuál es la transformación que introduce la filosofía cris­tiana en el concepto de justicia? Esta transformación es más bien una profundización. Podemos decir que la filosofía cristiana lo que hace es darle a la justicia como fundamento a Dios mismo y el orden impuesto por Dios al mundo. La filosofía cristiana funda la justicia en un Dios trascendente y personal, y desde este punto de vista le da una fundamentación más concreta.

Esto tiene relación con lo dicho respecto de la creación. La creación supone un orden, una ley que la rige en su totalidad; y, puesto que todo ha sido creado por Dios, entonces -dice santo Tomás- todas las leyes, de cualquier tipo que sean, tanto las leyes de la naturaleza, como las leyes morales, como las leyes jurídicas y sociales, pueden ser consideradas como casos particu­lares de una sola ley general que rige toda la creación. Esta es la ley divina: el orden del mudo, el plan que gobierna todo el universo. Esa ley es la ley primera, o ley última, el fundamento de todas las otras leyes. Por eso santo Tomás la llama también ley eterna.

También (ésta es una terminología que va a subsistir en todo el pensamiento social y político posterior) en cuanto esa ley está, de algún modo, grabada en cada uno de nosotros y en cada uno de los seres creados, santo Tomás la va a llamar también «ley natural». La ley divina y la ley natural son el fundamento de la justicia. La justicia, considerada como una virtud, como algo valioso en sí, está más allá de la historia y de las leyes parti­culares, expresa a la ley divina y natural.

La ley humana por lo tanto, debe fundarse en esta ley eterna. Es decir, la ley humana, la ley que es elaborada y promulgada por los hombres para organizar el estado y conducirlo, para organizar­se como comunidad, que santo Tomás llama “ley positiva” o ley humana, para ser justa y legítima debe fundarse en esa ley que Dios mismo ha establecido para el gobierno de todo. Por ello es que afirma que si la ley positiva contradice la ley eterna o la ley natural, no es ley y, por consiguiente, los hombres no están obligados a reconocerla como tal ni a obedecerla.

Y así como en el universo todo está orientado con vistas a un fin universal, así también la ley humana debe tener en vista el bien común, el bien de la comunidad sobre la cual rige o gobierna. Es decir, no debe tener en cuenta el bien particular y egoísta del grupo que detenta el poder, sino el bien de la totalidad de modo análogo a como obra la ley divina.

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