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viernes, 9 de abril de 2010

CAPÍTULO 5: LA EXPERIENCIA HISTORICA DE LOS HEBREOS

Esta obra está protegida por derechos de autor ISBN 987-9248-58-9


LA EXPERIENCIA HISTÓRICA DE LOS HEBREOS

1. Introducción: conocimiento e historia

La cultura occidental es el resultado de la conjunción de dos grandes tradiciones: la griega y la semita. Para comprender esta última es necesario tener presente desde el comienzo que, a diferencia de los griegos que tendieron a una visión y comprensión de la totalidad de lo que es (cosmovisión), los semitas buscan comprender el sentido de los acontecimientos, conocen viviendo en la realidad histó­rica la presencia liberadora y salvadora de Dios, creador del universo. Este conoci­miento es re-ligioso, puesto que re-liga o re-une a Dios con su pueblo. No es el saber del que contempla el orden inmutable de todo lo-que-es, sino que es una experiencia vivida en el tiempo fluyente, cambiante y contingente, el conocimiento de la historia como creci­miento de la vida del pueblo. Esta vitalidad del pueblo se expresa a través de signos, por donde sensiblemen­te se sabe acerca del estado de salud o falta de salud. Es, por ello, una historia de salud o una historia de salvación. Todo conoci­miento es entonces progresivo, se va desarrollando en el tiempo, con la histo­ria, y consiste en la interpretación de los signos nuevos, que sin repetir, enriquecen los anteriores, e indican la dirección de los acontecimien­tos. Es un conoci­miento vital, en dos sentidos:

1°) Requiere de un compromiso, de una inmersión en los he­chos. Los hechos no son de ninguna manera indiferentes o exterio­res, sino que impactan, impre­sionan, se padecen, se gozan, se aman, se odian, no se prueban con razones, sino que se atestiguan, se presencian. En síntesis, es un conocimiento vital, porque en él se juega la vida.

2°) Tiene por objeto la vitalidad plena [salud] del pueblo, que Dios fecunda a través del tiempo histórico renovadamente.

Por manifestarse históricamente, los hechos significan en una triple dimensión:

a) expresan una presencia de Dios en la vida de los hombres. Dios está presente, se hace presente, con toda la ambigüedad e insegu­ridad que tiene el presente.

b) Pero el presente tiene una raíz, un antecedente (de ningu­na manera causal[1] en el pasado, en lo anterior, en los comienzos. Los comienzos son expresión del tiempo arquetípico[2], que se recrea en el presente.

c) El presente abre la novedad, no es la mera repetición tediosa de lo anterior. La novedad descubre una presencia futura más rica, más plena de la vida del pueblo.

La apertura a lo nuevo posibilita la experiencia histórica. Heródoto pasa por ser el fundador de la ciencia historiográfica. Para los griegos la historia es la descripción de los hechos, de manera que sirvan de conocimiento a las generaciones futuras, cuando los acontecimientos vuelvan a repetirse. La historia es pues, repetición de lo mismo, ciclo, círculo (imagen de lo perfec­to). Por eso, para Platón el conocimiento puede explicarse como recuerdo, reminiscencia. Para los hebreos, la historia descubre la novedad de lo pre­sente con raíces. Los hechos arquetípicos “se prolongan en los hechos posteriores, abriéndolos a nuevas interpretaciones y signi­ficados”[3].

“La historia de la salvación puede concebirse como una línea recta o como una espiral cuyo centro de gravedad es la creación. Es un movimiento progresivo que vuelve a revitalizarse a su centro creador”, y que tiende hacia su fin, hacia la “plenitud de los tiempos”[4].

2. Elementos geográficos y étnicos

Si la civilización griega es eminentemente marítima, la semita es por sobre todo terrestre. Los antropólogos dividen a las culturas en ctónicas y uránicas, sedentarias y nómades. Los semitas (y dentro de ellos los hebreos) son fundamentalmente uránicos, nómades, pastores y comerciantes transhumantes (no tanto guerreros conquistadores como los dorios que invadieron Grecia o los bárbaros germanos que vencieron al imperio romano).

Los pueblos semitas (probablemente originarios del Turques­tán) se asenta­ron sobre la península arábiga, separada de Egipto por el Mar Rojo y de Persia por el golfo Pérsico. Era éste el camino de comunicación necesario entre las civilizaciones sedenta­rias de la Mesopotamia y Media, India y el Lejano Orien­te, Egipto y las culturas mediterráneas. Es una extensa región continuamente transitada, con un clima inhóspito, de tipo desértico contra el que se debe luchar continuamente y que conspira contra los asenta­mientos permanentes[5].

La comunicación con las civilizaciones agrícolas-urbanas, con el sufri­miento de sus dominaciones y las conquistas de los pueblos indoeuropeos, les permitió a los pueblos semitas asimilar muchos de sus productos culturales[6], como también y al mismo tiempo forjar una identidad propia.

El tronco semita tiene varias ramas: los asirio-babilónicos o acadios, componen la rama oriental; los amorrheos [compuesto por los hebreos, moahitas, canaaneos, arameos, fenicios y púnicos (fundadores de Cartago) entre otros], himaritas, etíopes y árabes componen la rama occidental.

Toynbee, el historiador inglés de las civilizaciones, dice que los semitas occidentales produjeron tres hechos funda­mentales para la cultura occidental: 1°) la concepción monoteísta de los hebreos, 2°) la apertura del mar Mediterráneo hacia el Atlántico por parte de los fenicios, y 3°) la invención del alfabeto fonético, originado entre los canaaneos.

Elementos históricos

3. Los patriarcas y la organización tribal

El movimiento migratorio de los patriarcas se habría origina­do en Harrán, en el valle medio del Éufrates, dominado por los amorrheos hacia el siglo XVIII a.C.. El «Padre del Pueblo»[7] conduce la migración de su clan, que como otros tantos semitas cruza el desierto en busca de mejores tierras, en direc­ción a Canaán. La interpretación bíblica habla de la iniciativa de la interven­ción salvífica de Dios: la «promesa». Dios prometió a Abraham una tierra fértil y una gran descendencia, ser el padre de un pueblocfr. Deleuze QelF, pp. 110-1..

Abraham es el padre-jefe de un clan familiar nómada. Ser jefe es también ser dueño. Abraham posee siervos y animales, pero también mujer e hijo. A través de él se mediatiza la relación entre Dios y su pueblo. Abraham es un medio que Dios utiliza para llevar a todo un pueblo por el camino de la salud, de la salva­ción. ¿Por qué una sola persona tiene todo ese poder de monopolizar la comunicación con Dios? A través del mediador el pueblo entero es salvado, pero ¿qué mérito tiene que lo haga mejor que los demás hombres? En reali­dad, el mediador es como tal «llamado» por la Palabra de Dios a prestar un servicio. Que es «llamado» significa que Dios lo elige con entera libertad de su parte, como también, que quien es llamado responde[8] libremente a la Pala­bra que lo llama. El mediador representa a Dios delante del pueblo y al pueblo delante de Dios[9]. En esta tradición las personas son más importantes que las institu­ciones, porque pueden prestar servicios insustituibles a todo el pueblo. Su función no es reem­plazar al pueblo, sino facilitar la comunicación para que el pueblo y cada uno pueda decidir por sí. Una situación de mayor comunicación permite decisiones más saludables, por ello Dios suscita canales que faciliten esa comunicación: esos canales son los mediadores.

Los griegos intentaban pensar las fuerzas que gobiernan el kosmos y a partir de ellas, comprender el lugar que le correspondía al hombre. Los hebreos piensan al universo a partir de una relación entre personas: la relación de alguien con alguien, de Dios con su pueblo. Una relación inter-personal supone que cada uno es libre en sus iniciativas y en sus respuestas. Por eso, Dios elige a alguien para mediar la comunicación con su pueblo, e Israel mismo es considerado el pueblo elegido[10].

Durante los siglos XVIII-XIII a.C. el pueblo hebreo se va conformando en una multiplicidad de tribus, cuya unificación es puesta en el futuro, y se significa en la promesa de la tierra hecha por el Dios de los «padres» del pueblo[11]. La experiencia de los semitas hebreos no es unitaria, sino que es múltiple y diversa, pero se reúne y unifica por la reflexión que las tribus diseminadas van realizando.

4. Moisés: la «pascua» de liberación y la constitución del pueblo en la Alianza

Durante el siglo XIII a.C. una parte del pueblo hebreo es esclavizada en Egipto y utilizada como mano de obra para la construcción de las pirámides y de las gigantescas obras de la 19° dinastía (especialmente durante el reinado del faraón Ramsés II). En este contexto el pueblo vive la gran experien­cia del Exodo[12]. Las vivencias de la falta de identidad al adoptar las formas de vida y cultura egipcias, del dolor y de la inseguridad consiguientes, son percibidos como signos de la pérdida de confianza en la Promesa. Es decir, el pueblo identifica sus sufrimientos con el abandono de la confianza en Dios. Cuando comprende esto, suplica a Dios y éste suscita un mediador: Moisés, quien va a conducir al pueblo a la liberación. El pueblo “vive” la epopeya libertado­ra. “Participa” en la obra de Yavéh; “presencia” cómo los egipcios son diezmados por las plagas, cómo el pueblo pasa a través del Mar Rojo y cómo los ejércitos del faraón son exterminados. El hebreo conoce vi­viendo, presen­ciando, participando. Por la vivencia-interpretación de los hechos salvíficos conoce a Yavéh. No necesita de la especula­ción racional para remon­tarse hasta aquel ser; Dios se le hace presente con hechos en la historia[13]. A los acontecimientos salvíficos el pueblo responde con la fe[14].

a. La «pascua» como liberación y conversión: A través de los años siguien­tes a la huída de Egipto, los hebreos aprenden que la fe y la libertad no se con­quistan de un día para otro, ni definitivamente, que no son cosas que se puedan poseer, propiedades que puedan guardarse; sino que son actos, acciones, que requieren un proceso que se profundiza. Cuando se creen definiti­vamente con­quistadas, se han perdido, y el pueblo comienza a dudar del media­dor, a preferir la seguridad triste de la esclavitud, al esfuer­zo y el dolor que implican forjar su propia liberación[15].

Para Platón, la virtud es un saber que determina la voluntad. Quien obra mal, lo hace por un error de apreciación, por ignoran­cia. Para los hebreos, la salud no es un saber, sino vitalidad plena, que no determina la opción de la voluntad. Es decir, que el pueblo puede experimentar hechos salvíficos como la liberación de la opresión egipcia, sin que esos hechos determinen su voluntad. ¿Cómo explicar la voluntad de esclavitud, que manifiestan los hebreos “libera­dos”?

La salud no es una cosa que se adquiere, no es una propiedad, no es algo que se posee o se tiene; sino un proceso: es salvación, liberación, movimiento. Es un proceso de conversión, un cambio de vida, una vida nueva, un pasaje a una vitalidad distinta, es una «pascua». Pascua significa «paso», «pasaje» a una vitalidad más plena. Todo pasaje conlleva una confusión, que es producto de un cambio de perspectiva[16]. La nueva vida a la que se arriba es in-segura. Lo viejo es lo seguro, lo fijo, lo in-móvil, lo estáti­co. La pascua es el presente (no lo viejo). Todo hecho presente es ambiguo e in-seguro: “¿el Señor está entre nosotros o no?”[17]. Por eso se busca la seguridad en el pasado. Quie­nes han variado radicalmente sus vidas, encuentran esa seguridad en el pasado inmediato: en Egipto, donde había qué beber, “cuando nos sentába­mos delante de las ollas de carne y comíamos pan hasta saciarnos”[18].

Quienes por el contrario, se han convertido, buscan la segu­ridad del presente en los hechos raigales del presente, en los hechos arquetípicos: en la creación. La pascua libertadora es la prolongación de la acción creadora de Dios en la historia. En ambos hechos hay una misma voluntad divina: conducir al universo hacia su vitalidad plena [ = salvación].

Para quienes se mantienen en la óptica pre-pascual, la vida esclava no tiene salida, sino que retorna sobre sí misma, determi­na la vida futura. El converso ve en los hechos presentes el paso a un universo re-novado, nuevo, distinto. Los hechos presentes tienen proyección futura, se prolongan en hechos posteriores abriendo a nuevas interpretaciones y significados. El movimiento de la historia hacia el futuro encuentra una seguridad en el principio (arkhé), en los hechos arquetípicos, sobre los que se vuelve para afirmarse, para asegurar­se, pero no a “quedarse”.

Los griegos divinizan los poderes naturales (la Tierra es Gea, el Mar es Poseidón, el Sol es Apolo, el Rayo es Zeus) como también los humanos (Apolo es la inteligencia, Atenea es las artes, Hermes es la comunicación, Zeus es el poder soberano), inmanentes, internos al kosmos. Para los hebreos Dios es trascendente, está más allá de lo limitado y no puede nunca ser reducido a lo natural o humano. En la religiosidad cíclica “el dios principal se manifiesta siempre de la misma forma en los fenómenos físicos (naturales) o en las gestas de los reyes. El Dios de Israel conduce una historia hacia un fin determinado, que a los ojos de quienes lo viven se aclara progresivamente”[19].

La manifestación de un poder natural o espiritual se expresa en hebreo a través del nombre. Como Dios es un poder absolutamente trascendente no pude ser nombrado por el hombre. Si el nombre revela la esencia, el nombre de Dios sólo es accesible por una revelación de Dios mismo. El hombre no pude nombrar a Dios, que no admite ser limitado a un nombre, pero tiene el poder de nombrar a todos los demás seres[20], porque tiene el poder de someter la tierra[21]. Este poder lo tiene porque es semejante a Dios, y él ha sido nombrado por Dios `Adán, que significa «hombre».

El Dios de Israel ha ido absorbiendo las funciones y los nombres de los dioses locales, sin atarse a ellos. Se revelará a Moisés como Yavéh[22]. Esto es lo propio de Dios: sólo Yavéh crea, sólo Yavéh salva.

b. La Alianza: El segundo elemento de esta epopeya libertado­ra es la Alianza del Sinaí[23]. Por medio de la Alianza el pueblo se constituye y se consolida. La Alianza se establece entre Yavéh (Dios) y el pueblo conducido por Moisés. El tratado de la Alianza reproduce el modelo de pactos corriente en la época: los llamados “tratados de soberanía”, por los cuales un imperio hegemó­nico y fortalecido acordaba con una reino vasallo darle protección a cambio de defender los intereses del imperio con ayuda militar, información sobre inten­tos de sedición, pago de tributos y extra­dición de refugiados. Es un tratado entre poderes desiguales, en donde las cláusulas obligan sólo al reino vasallo.

La Alianza constituye al pueblo, instruyéndolo jurídicamente. La consti­tución de la polis griega, su nomos [ = ley], reproduce el orden natural del kosmos, la armonía de la naturaleza divina, regida por el destino inexorable. En cambio, la Torá es un conve­nio establecido entre personas vivientes y libres, entre Yavéh y el pueblo. No es un pacto entre «iguales», sino entre «semejan­tes», que se relacionan entre sí. Yavéh se ata a su promesa de protec­ción y el pueblo se ata a la fidelidad y exclusividad. Hay una doble pertenen­cia: “vosotros seréis mi pueblo y Yo seré vues­tro Dios”[24]. Es una relación entre desiguales, donde cada uno tiene necesidades distintas, pero donde cada uno es el que es desde la relación con el otro. El padre necesita del hijo para ser padre, tanto como el hijo del padre. Cada uno adquiere una identi­dad desde la relación mutua.

5. Josué: el cumplimiento de la Promesa, la sedentarización y la ruptura de la Alianza

A continuación de la epopeya libertadora del Exodo y la constitución de la Torá, la Biblia relata las guerras por la conquista de la tierra de Canaán, el establecimiento de una nueva institución (la monarquía) y la deca­dencia del reino[25]. Es muy probable que la guerra de conquista haya sido obra de grupos tribales independientes, tal vez contemporáneamente a la trave­sía del desierto. Pero los hechos han sido unificados por la tradición en una línea histórica (es probable que hechos contemporáneos sean relatados como una serie histórica sucesiva) para resaltar la intervención de Yavéh, que dirige y conduce al pueblo por medio del mando de Josué. De esta manera, al resaltar una conducción única en la figura de Josué (continuador de Moisés), se realza el monoteísmo, la figura de un Dios único.

Yavéh ha cumplido la Promesa hecha al padre Abraham: el pueblo posee una nueva tierra gracias al poder de Dios. Como después de la intervención salvífi­ca del éxodo se había realizado la Alianza del Sinaí, después de las victorias sobre los reyes amorrheos se efectúa la Alianza de Siquem. Esta Alianza marcó la unificación de las tribus en un solo pueblo por primera vez, y Yavéh se convierte en el Dios de Israel: una tierra, un pueblo, un Dios.

Comienza una progresiva centralización del culto alrededor de los santua­rios más importantes. El pueblo se establece en la tierra, se sedentariza, desarrolla una economía agrícola. Al mismo tiempo se asimilan las costumbres de los pueblos vecinos, que poco a poco influyen y modifican la forma de vida de Israel. Yavéh es un Dios histórico. Las nuevas generaciones que no han experimentado el poder de Yavéh ni en el éxodo ni en la conquista, ya no conocen a Dios. La nueva experiencia ctónica conlleva un retorno al tiempo cíclico de la naturale­za, de las estaciones. Israel retorna a los Baales, a los dioses sin historia, a los dioses de la tierra, y rompe así la Alianza.

La Biblia muestra un paralelo entre dos series de hechos:

Fidelidad ---Ø Promesa ---Ø Posesión de la tierra

In-fidelidad ---Ø Castigo ---Ø Exilio

Yavéh se retira de en medio del pueblo, que sólo exteriormen­te lo nombra. La Biblia representa este alejamiento mediante el rapto del Arca de la Alianza (símbolo de la presencia de Yavéh) por parte de los filisteos[26]. Son entonces los reinos e imperios vecinos (desde la óptica de la historia de la salvación expresada en la Biblia), quienes se convierten en los “emisarios” de Yavéh.

Otra vez, a través del dolor sufrido en la opresión, el cautiverio y la esclavitud, se despierta la voluntad de salvación, la conversión a Yavéh. El pueblo que había olvidado a Yavéh, reaccio­na y confía. La fe suscita la justi­cia; es decir, la inter­vención salvífica de Dios a través de los Jueces[27]. Estos son jefes militares, libertadores que anuncian a los Reyes. Los Jueces sólo suscitan hechos que llaman a la reflexión y a la conversión. Pero la liberación sólo se va a consolidar en una nueva etapa: la monarquía.

6. La monarquía de los «ungidos» y la reflexión sobre el «pecado original»

Los reyes son mediadores: tienen una misión que cumplir en el plan de salvación: son los mesías[28]. Como en tiempos de los patriarcas, en que el jefe del clan “in-corporaba” a su familia, sus amigos, sus ganados (es decir, que eran una extensión de su propia carne, que él defendía y organizaba), el mesías, el ungido, el rey es la cabeza de un gran cuerpo. Entre la cabeza y el cuerpo debe haber una buena comunicación, todo el pueblo se organiza y unifica en la cabeza y a su vez el rey recibe la fuerza vital, la sensibilidad del cuerpo. Pero, si esta comunicación se resquebra­ja, el pueblo se divide interna­mente y el rey se hace insensible a la injusticia, al pecado [es decir, a la ruptura de la Alianza, que simboliza el orden del Rúaj (Espíritu de Yavéh)]. El rey es el lugarteniente de Yavéh y el representante del pueblo. El pecado es el intento de construir un dominio al margen de Dios y de la Alianza con Él establecida.

David (hacia el año 1.010 a.C.) logra unificar las tribus y vencer a los filisteos. David es el modelo de rey-guerrero, el gran conductor de Israel, que establece la capital del país en Jerusalem y traslada allí el Arca de la Alianza. De esta manera, se restablece la vida urbana y también la influencia agrícola canaanea. Hay un progresivo tránsito de una vida nómada, pastoril[29], tribal, hacia una vida sedentaria, agrícola y urbana, centrali­zada en Jerusalem, con un ejército y el progresivo desarrollo del comercio. Todas estas transformaciones provocaron una revolución social, que coincide con el apogeo comercial y cultural de Israel durante el reinado de Salomón (970-931 a.C.). Se construyó el templo de Jerusalem y otras obras urbanas, como un gran aparato administrativo, que sumados a los gastos del ejército, determina­ron una gran erogación, para lo cual fue necesario elevar los tributos y aún recurrir al trabajo forzado de los súbditos[30]. Las diferencias sociales se acentuaron aún más: las urbes dilapida­ron fortunas en lujos suntuarios y los estamentos rurales se pauperi­zaron hasta el extremo. Al mismo tiempo, la vida urbana requirió de otras divinidades más acordes con la nueva forma de vida, que como esta última se importaron del extranjero. Las ciuda­des se vieron invadidas por una enorme cantidad de divinidades exóti­cas y la Alianza fue olvidada.

La ruina y la fractura del reino se interpretaron en la Biblia como una consecuencia de la apostasía del rey. En este contexto [desde la perspectiva de la Alianza, del orden del Rúaj (Espíritu) de Dios] se reflexiona sobre el pecado y sobre su origen arquetípico en los primeros padres del género humano. “Salomón es presentado entonces como el segundo Adán, que se deja engañar por Canaán-Egipto (simbolizados por la serpiente), países muy civilizados y aficio­nados a los cultos de la fertilidad (ctó­nico-agrícolas). La serpiente es, en el Oriente antiguo, el símbo­lo de la sabiduría y de la vida. Salomón es el rey-sabio, cuya riqueza y poderío se asemejan a un dios. Salomón comió del árbol de la ciencia del bien y del mal. Las mujeres extranjeras le alargan ese fruto halagador como Eva se lo ofreciera a Adán (se refiere a las mujeres que forma­ban parte del harén del rey). Salomón se convierte en dios, pero a costa de Dios”[31].

Es en este contexto (muy probablemente) que se redactaron los capítulos del libro del Génesis, que relatan el mito del pecado original (entendiendo «mito» como “símbolo revelador de una realidad”). La sabiduría salomónica (hecho histórico-real) expresa el arquetipo de la sabiduría de la serpiente (hecho simbólico-arquetípico), que induce al pecado (consecuencia de ambos hechos).

La muerte de Salomón, el rey-sabio, marcó el comienzo de la ruptura de la unidad de Israel. Las tribus del norte, que soporta­ban la opresión que posibi­litaba la riqueza y el lujo de Judá, se rebelaron constituyendo un reino independiente que mantuvo el nombre de Israel, con capital en Samaría (922 a.C.). La decadencia de las monarquías dinásticas señaló el inicio de una nueva crisis religiosa y cultural y el comienzo de un nuevo movimiento revita­lizador: los profetas.

7. El movimiento profético: del nacionalismo particularista a la salva­ción universal, del mesianismo político al mesianismo espiritual

El profeta es un mediador, que tiene la función de interpre­tar los signos de la historia, para indicar al pueblo el camino de la salvación. No es un «vidente» (como Tiresias en la tragedia de Sófocles), que «ve» [ = conoce] las consecuencias necesarias de las fuerzas determinantes del destino. El vidente contempla la verdadera realidad, que permanece oculta al resto de los mortales. El profeta, en cambio, escucha la Pala­bra y la transmite al pueblo. Llama a la conversión; solicita una respuesta al llamado. Los hechos no están determinados fatalmente, sino que dependen de la decisión y el compro­miso del pueblo. La verdad está manifiesta en los hechos, está encarnada, y es com­prensible para todos los que tienen la seguridad puesta en la Palabra, es decir, para los que se mantienen en la fe. La fe ubica a los hombres en la perspectiva, en la órbita, en el orden de la salud, de la salvación. El profeta no ve el futuro, ni una verdad fuera de la realidad de los hechos presentes, es el intérprete del tiempo presente, de los signos que muestran un favorecimiento del creci­miento vital, o al contrario, de los signos del pecado. La palabra escrita se fija, se inmoviliza, tiende a fosilizarse. El profeta actualiza la Palabra, la moviliza, interpretándola en los hechos presentes.

La figura del profeta[32] ha mantenido mayor prestigio que la de los otros mediadores, porque éstos han visto deteriorarse sus figuras en la medida en que se fueron deteriorando las institucio­nes humanas a las que se encontra­ban ligados (p.ej.: el rey ligado al gobierno del pueblo, su administración, las luchas entre parti­dos y la injusticia social; el sacerdote ligado al templo, la rigidez de los rituales, etc.). Los reyes terminan atados a las instituciones y a las ciudades: confían en su propio poder, se sedentarizan, caen en la infide­lidad. Ante ese proceso, los profetas surgen dibujando la esperanza en el gobierno de un rey ideal, un nuevo David, que sería suscitado por Dios, al que llaman «Emmanuel» (que quiere decir «Dios con nosotros»[33].

Las escuelas proféticas ponen permanentemente a los hebreos ante una perspectiva histórica, nómada, al mismo tiempo que han ido elaborando ciertos «temas», a través de los cuales se produce un deslizamiento desde concepciones más particularistas y ligadas al poder político hacia posturas más universalis­tas y espiritualistas.

Por ejemplo, Amós y Sofonías restablecen la tensión inherente a toda perspectiva histórica (tensión entre los hechos presentes y las realizaciones futuras a producirse como producto de la Promesa o de la Alianza) al elaborar el tema del «día de Yavéh»[34], el día de la ira de Dios, del juicio, de la separación de los fieles, que coincide con la plenitud de la historia (de manera análoga a como el universo adquiere su plenitud [kosmos] al cumplirse el año cósmico, proceso circular del kaos al kosmos, presente en la mitología egipcia y babilónica, y que también ha influido en las concepciones griegas). El día de Yavéh cierra la línea histórica de la salvación iniciada con la creación y el pecado.

Otro ejemplo que revitaliza la perspectiva histórica introduciendo una nueva concepción de la mediación, es la noción de resto[35] elaborada por Isaías. En los momentos de prueba, en los tiempos difíciles, algunos reyes, y con ellos la masa del pueblo, pierden seguridad, se cansan de esperar los hechos salvíficos, o se apresuran y adquieren formas de vida más «desarrolladas», más civilizadas, nuevas costumbres y nuevos dioses, rompiendo de ese modo la Alianza. En esos momentos de claudicación hay sectores del pueblo que se mantienen fieles a la Alianza. Son sectores empobrecidos, margi­nados, más sensibles a la opresión y con más ansias de salud, desechados, restos, por donde se vehiculizará el tránsito hacia una nueva vida. Los restos son los que han resistido, los que han conservado la vitalidad a través de las épocas de crisis, de enfermedad[36]: la división de los reinos, las derrotas militares, las invasiones culturales, las deportaciones y los exilios. Estas épocas de crisis son vividas como castigos por la infidelidad del pueblo a la Alianza, y como medios por los cuales es purificado, curado, provocando la conversión y la restauración a través del resto.

En segundo lugar, el deslizamiento hacia una concepción más universalis­ta, puede apreciarse en la construcción del concepto de parusía[37] que aparece en la predicación del «Deutero-Isaías»[38], entre los golá (exilia­dos), donde se forja definitivamente el monoteísmo histórico de Israel. Isaías sostiene que la parusía es inminente y que se extenderá universalmente[39]. La salvación debe extenderse a la totalidad de los pueblos, puesto que Yavéh es el único Dios, el que ha creado el universo, el que lo sostiene y el que lo salva. El movimiento histórico de la salvación se muestra como una continuidad del proceso de creación. Yavéh puede conducir a la vitalidad plena, a la salvación, porque es el origen de la vida y de todo el universo. La creación es puesta como arquetipo de la salvación.

Sólo Yavéh crea[40]. Pero la acción creadora no es sólo un instante, sino que es un movimiento. El universo sigue siendo creado continuamente y toda novedad es un signo del movimiento creador inacabado, expansivo, de dilatación orientado hacia la plenitud. La creación es temporal y contingente; es decir, que lo que es no es eterno, no ha sido siempre, sino que ha comenzado a ser y terminará (temporalidad) y lo que es no es necesario, sin que puede no-ser (contingencia). El universo no es eterno ni esencialmente inmóvil, como piensan los griegos. La creación es la manifestación arquetípica del poder, la sabidu­ría y la bondad de Dios[41].

El hombre es también creatura. El pueblo ha sido creado por la Alianza y en ambos casos el sujeto es Yavéh. Dios es el creador y el salvador. El hombre es “imagen y semejanza”, es cooperador en la obra de Dios por medio del trabajo[42].

El universo es creado por la Palabra de Yavéh. La Palabra no es la ley inmanente del kosmos, no es su armonía interna. La Palabra es externa a lo creado. No es una parte, ni siquiera la parte esencial. Es trascendente. Hay una separación radical entre lo que es (el universo, la creación) y «El-que-hace-ser» (Yavéh, el único Dios, el Creador). No hay medida, ley o parámetro de comparación en el que quepa el Creador[43]. Para la tradición griega (que Platón recoge) el kosmos tiene dos ámbitos: uno aparente, móvil, sensible, inesencial, contingente; el otro, inmóvil, eterno, divino, esencial, ser verdadero. Este segundo ámbito trasciende el tiempo, pero no el kosmos. Tras­ciende lo aparente, lo móvil, lo perecedero, cambiante, sensible y corporal, pero es inmanente al kosmos, que es lo eterno generado eternamente.

El hebreo experimenta continuamente la contingencia, la finitud, la miseria de la vida en el contexto desfavorable del desierto. La esterilidad del desierto enmarca el límite del poder de la vida[44]. La naturaleza aparece como lo opuesto, lo que hay que dominar. La victoria de la vida en el desierto es «dramática» (a diferencia de la concepción trágica de los griegos); esto es, se juega cotidianamente, depende de la elección de los medios y del conocimien­to de los signos de la naturaleza. La vida en el desierto no está asegurada, no es necesaria, no renace de la naturaleza que brota desde sí misma y produce una vida exuberante, sobreabundante. La vida en el contexto del desierto es inex­plicable, infundada. El fundamento de todo el universo, de la tierra y del cielo, no es interno, inmanente, sino trascendente, externo, más allá del cielo[45].

Dios es absolutamente trascendente y único[46], pero no permanece ajeno al universo. Al contrario, Yavéh actúa en el universo natural a través de la creación-expansión y en la historia a través del diálogo salvífico. Crea­ción-salvación son expresión de la intimidad de la relación de Dios y del universo. “Y en efecto, ¿hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está Yavéh nuestro Dios siempre que le invocamos?”[47].

Finalmente, un ejemplo del deslizamiento hacia una concepción más espiri­tualista de la salvación es elaborado por Ezequiel (un desterrado que habla a los desterra­dos), quien desarrolla el tema de «la restauración espiritual de Israel». La caída de Jerusalem había marcado el definitivo fracaso de la institución monárquica y con ella parecen perderse los frutos de la Promesa: pueblo y tierra. La dinastía real y el pueblo son deportados al extranjero. La infideli­dad del pueblo provoca la ruptura de la Alianza y ello trae como consecuencia la pérdida de los beneficios que en ella se originaban. Cuando todo está perdido, Ezequiel comienza a hablar de «la restauración», que ya no estará sujeta a los fracasos de la monarquía, de lo humano, porque será la obra del Rúaj de Dios.

Pasada la primera mitad del siglo VI a.C. (539 a.C.) Babilonia cae en poder de los persas, conducidos por Ciro. Al año siguiente se proclama el edicto de repatriación de los exiliados. Se inicia una nueva etapa: la restau­ración y la reconstrucción.

8. La época de la dependencia: la dominación persa, griega y romana

8.1 La dominación persa

El siglo de Ciro inaugura el imperio ecuménico de los persas, en el cual se observa una gran tolerancia hacia los pueblos con­quistados. Juntamente con el poderío político, los persas consolidan la siste­matización de su concepción religiosa con Zoroastro: el monoteísmo de Ahura Mazda. Contemporáneamente, Jina y Buda elaboran la reforma del hinduísmo y los griegos comienzan a plasmar el pensar filosófico en la colonias de Asia Menor.

Para Israel se inicia el período de la dependencia. Ciro facilita el retorno de los exiliados, quienes regresan a su tierra con la esperanza de reconstruir Jerusalem y el Templo. Pero Judea ya no es autónoma, sino que depende de la administración del imperio persa y los exiliados deben aceptar la oposición de los samaritanos (dueños de una mayor autonomía), que obstruyen la reconstrucción por medios diplomáticos. Sin embargo, la reconstrucción del templo se termina hacia el final del siglo VI a.C. (515 a.C.). A mediados del siglo siguiente, el dominio persa comienza a resquebrajarse a consecuencia de las derrotas sufridas frente a los griegos (Salamina y Platea en el 479 a.C.) y los judíos reinician la reconstrucción de las murallas de Jerusalem conducidos por Nehemías y Esdras (ambos exiliados provenientes de Babilonia).

Desplazamiento del particularismo racista a la salvación universal: La dependencia, la pobreza, la obstrucción de los samaritanos, la disper­sión de la comunidad se hacen conciencia: “Mira que hoy estamos esclavizados, sí, somos esclavos aquí, en el país que diste a nuestros padres, para que gozáramos de sus frutos y de sus bienes. Sus abundantes productos son para los reyes que Tú nos has impuesto a causa de nuestros pecados, y ellos disponen a su arbitrio de nuestras personas y de nuestros ganados. ¡En qué opresión hemos caídos!”[48]. Exaltando el privile­gio de haber sido objetos de la elección de Dios, de ser una raza elegida, un pueblo santo, esta conciencia cae fácil­mente en el secta­rismo[49] y en una escatología particularista: “Porque en aque­llos días, en aquel tiempo, cuando Yo cambie la suerte de Judá y de Jerusa­lem, congregaré a todas las naciones, y las haré bajar al valle de Josafat. Allí entraré en juicio con ellas a favor de Israel, mi pueblo y mi herencia, porque lo han dispersado entre las naciones y se han repartido mi tierra”[50]. Esta con­cien­cia particularista está originada en la necesidad de autodefensa, de proteccio­nismo, de fortalecer la propia identidad después de un largo período de disper­sión y confusión, y en un momento de reconstrucción: “¡Reconstruyamos las murallas de Jerusalem, y no seremos más objeto de opro­bio!”[51].

El objetivo de esta etapa histórica es la autonomía, la independencia, y los israelíes la buscan en el plano político a través de la reconstrucción de las murallas y del templo (que es a la vez un símbolo de esa autonomía), mientras que en el plano de la conciencia colectiva se plasma un sectarismo racista fundado en el particularismo de la elección divina. Estas tendencias que permitieron la conservación y supervivencia se desarrollaron paralelamente a otras opuestas, que mantuvieron la conciencia del destino universal de la salvación. Éstas se expresan en el libro de Jonás (quien rompe el particularis­mo de la salvación extendiéndola a otros pueblos simbolizados por la ciudad de Nínive) y el libro de Ruth (que desacredita el sectarismo de la raza elegida).

Desplazamiento de lo político a lo espiritual: La conciencia judía comienza a poner el acento sobre el aspecto espiri­tual. El reino que había logrado poder y autonomía bajo la conducción de David y Salomón, se encuentra ahora formando parte del imperio persa. Lo que han tenido que resignar como hecho político, se plasma como hecho espiritual: la qahal, (que en griego se tradujo por ecclesia -que significa la «asamblea» del pueblo-, de donde deriva el término iglesia), la reunión de los llamados a Jerusalem. Este concepto permitió la elaboración de la teología de los anawim[52].

Hacia mediados del siglo IV a.C. un profeta (llamado a continuar la tradición de Zacarías y al que se llama «Deutero-Zacarías») percibe la decaden­cia del imperio persa y el ascenso de Alejandro y predica la llegada del «rey de la paz», que inaugurará la nueva gloria de Jerusalem convertida en refugio del resto. Este rey es la síntesis de la teología de los anawim y él mismo será uno de ellos[53].

Redacción de la Torá: Durante la dominación de los persas y dentro de la tolerancia que posibi­litó su imperio, los hebreos construyeron las grandes síntesis de su pensamien­to histórico, plasmándolas en los «cinco rollos»[54] de la gran Torá[55]; esto es, de la voluntad de Dios expresada a través de la historia, donde se desarro­lla el camino de la salvación. El pentateuco destaca, de esa manera, la iniciativa de Dios en la salvación, que no es sino una continuación de la iniciativa divina de la creación. La bondad de Yavéh es el origen de la crea­ción del universo, mientras que el de la salvación es su fidelidad. “Creación y salvación, bondad y fidelidad, son los cuatro puntales que condensan el pensamiento bíblico”[56].

Los libros de la Sabiduría: Los siglos V-IV a.C. marcan la formación del pensamiento sapiencial hebreo. Durante estos siglos probablemente se redactan los Proverbios, Job (siglo V a.C.), Eclesiastés (Cohelet en hebreo), el Cantar de los cantares, y la mayor parte de los Salmos. No es una literatura especulativa o metafísica, sino que se trata de reflexio­nes sobre la existencia vivida, a fin de orientar la vida de una manera «sabia». La sabiduría es el arte de orientar la propia vida. Por ello la Biblia suele sintetizar la sabiduría en el «temor de Dios»; es decir, en la fidelidad a la Palabra de Yavéh, pues sólo Él es el Sabio. El libro de Job explicita precisamente esta paradoja de la sabiduría humana que no alcanza a comprender el propio sufrimiento, el dolor del justo y los padecimientos del inocente. La respuesta más sabia a la contradicción que aqueja a la conciencia individual es precisamente la renuncia a comprender los designios de Dios[57]. Pero el justo confía en Yavéh y sabe de esta manera que Dios tiene un designio oculto por el que sufre y que aún no le ha dado a conocer.

8. 2. La dominación griega

La segunda parte del siglo IV a.C. marca el ascenso de la estrella de Alejandro el Grande, bajo cuyo imperio es unificada Grecia. Los ejércitos macedonios dominan rápidamente el Asia Menor, Siria, Egipto y finalmente derrotan a los poderosos persas. Pero aquella estrella se apaga prematuramente en el 323 a.C., con la muerte del joven pupilo de Aristó­teles en Babilonia, a la que sucede el inevitable resquebrajamiento del extenso imperio (a consecuencia de las disputas entres los generales del conquistador por la «herencia») y la división. Lagos se adueña de Egipto (bajo cuya influen­cia se encuentra Palestina) y funda la dinastía de los «Lágidas», mientras que Seleuco reina en Siria originando la dinastía de los «Seléucidas». Los primeros son respetuosos de las costumbres de los pueblos, siguiendo la tradición de Alejandro. Tolomeo I (hijo de Lagos) funda hacia el 300 a.C. el Museo de Alejandría (ciudad que había sido fundada por Alejandro en el 331 a.C.) al mismo tiempo que en Grecia aparecen las escuelas epicúrea y estoica.

La Biblia se traduce al griego: Alejandría se convierte en la capital cultural de Oriente, en cuya fuerte colonia judía se inicia la traducción de los libros sagrados al griego (llamada de los Setenta o Septuaginta), para el servicio en las sinago­gas, que se concluye hacia el siglo I a.C.. Esta traduc­ción va a ser de una enorme impor­tancia, por dos razones fundamentales: 1) el griego se convierte en la lengua universal, lo que permite la comunicación de la tradición hebrea a otros pueblos con los que algunos judíos convivían desde los tiempos de la diáspora. 2) Esta traducción es la base de la reinterpreta­ción cristiana del mensaje de salvación, que al romper los límites del particu­larismo judío debe expresarse en la lengua universal: el griego.

Hacia el siglo II a.C. la influencia egipcia sobre Palestina pasa a manos de los «Seléucidas», que gobiernan Siria. El imperialismo seléucida derrota militarmente al reino de Egipto. Durante el reinado de Antíoco IV (175-164 a.C.), llamado Epifanes (que significa «manifestación divina»), se practica una política que intenta imponer las costumbres y la religión de la Grecia postale­jandrina. Destruido el templo de Jerusalem, se erige en su lugar uno dedicado a Júpiter Olímpico. Se construye un gimnasio, donde se practican las costumbres griegas, a las que adhieren muchos judíos sobre todo de las clases más pudien­tes, incluso entre los sacerdotes, seducidos por el sincretismo religioso griego, que asimila “elementos religiosos egipcios o asiáticos a un fondo religioso autóctono”: las religiones mistéricas[58]. Mientras unos adhieren a los cambios por seducción o por conveniencia, los otros son obligados a acatar el decreto de Antíoco IV, en el que se ordena a todos los pueblos del reino a practicar únicamente los cultos oficiales, proscribiendo toda otra práctica religiosa. Los destacamentos militares deben hacer cumplir el decreto, repri­miendo con la muerte a los infractores. Así se conmovió el cuerpo agoni­zante del pueblo judío, que reaccionó de dos maneras: primeramente, se resistió la medida, continuando la práctica de las costumbres propias, lo que desencade­nó la persecución religiosa y la creciente matanza de rebeldes, que culmina con la masacre relatada en el libro primero de Macabeos[59]. Seguidamente, los judíos toman conciencia de que no basta resistir pasivamente, si quieren sobrevivir como comunidad, al estar amenazada su esencia propia. Se llama entonces a la «guerra santa», a la resistencia armada contra el imperio que amenaza extender homogéneamente sus formas aplastando todo particularismo autónomo. El sacerdote Matatías convoca al pueblo a sostener la Ley de la Alianza, iniciando la guerra de liberación.

Judas (uno de los hijos de Matatías, llamado Macabeo), toma la dirección estratégica de las guerrillas y luego la conducción total de la guerra, a la muerte de su padre en el 166 a.C.[60]. Tras dos años de luchas. logra recon­quistar Jerusalem, purifica el templo y lo dedica solemnemente dando origen a las fiestas de las luces, nuevamente encendidas en el templo[61]. A partir de este momento, la guerra tiene el objetivo de liberar a los pueblos más distan­tes de la capital. Durante este tiempo, los líderes judíos tienen noti­cias de la expansión de los romanos por todo el Mediterráneo, de que sus intereses se contradicen con los del Imperio Seléucida y que son respetuosos de las alianzas que establecen con los pueblos que se unen a ellos, buscando su apoyo. Judas envía emisarios a Roma con el fin de establecer una alianza militar. Ésta se realiza, ya que a los romanos les conviene apoyar todo movi­miento que se levante contra el poderoso imperio seléucida[62].

La muerte de Judas en la batalla de Berzet en el año 160 a.C. deja a los judíos sin su gran caudillo militar, lo que es aprovechado por el partido «hele­nizante» para desencadenar una persecución contra los nacionalistas. Jonatán (hermano menor de Judas), se pone al frente de la resistencia, que se organiza en el desierto. Esta segunda etapa de la epopeya macabea se caracteri­za por las alianzas diplomáticas y políticas, más que por las definiciones militares. La habilidad política para establecer alianzas, permite mantener y acrecentar las victorias militares.

El primer tratado de paz lo realizó con Báquides, general del rey Deme­trio, a quien Jonatán infligió algunas derrotas parciales, que lo persuadieron de que la conquista del territorio judío no iba a poder realizarse con la facilidad que le habían prometido los judíos helenizantes. Jonatán fue nombrado Sumo Sacerdote, con poder para reclutar tropas y construir armamentos de guerra. La relativa autonomía conseguida en estos tiempos críticos se debió a varias circunstancias: 1) Las continuas disputas e intrigas entre los preten­dientes al trono seléucida, que mantienen al reino y su ejército central divididos; 2) Jonatán, Simón y los demás jefes judíos mantienen el ejército continuamente movilizado, reprimiendo las incursiones imperiales; 3) al mismo tiempo sostienen una amplia capacidad de negociación, enviando delegaciones diplomáticas a los romanos, espartanos y a los distintos postulantes al trono seléucida.

La guerra de liberación librada por los intransigentes macabeos permitió la supervivencia del pueblo hebreo, salvando su identidad particular. Es la guerra mantenida en el terreno de la acción, de la lucha entre voluntades. Pero al mismo tiempo se libra una guerra en el campo del pensamiento: dos libros signan esta época: el Eclesiástico o Sabiduría de Sirac, que revaloriza las antiguas tradiciones de Israel, sintetizando el pasado arquetípico, mientras que en sus escritos, el profeta Daniel abre la esperanza de la salvación futura.

La redacción original del Eclesiástico en hebreo es probablemente ante­rior a la época de los Macabeos y la preparó. El autor se esfuerza por fortale­cer las raíces nacionales para enfrentar la invasión cultural helénica. La sabiduría es la gloria de Dios, que se manifiesta en la creación y en la historia de salvación y transmitida por la Ley. Toda la filosofía griega carece de este único fundamento del saber: el temor de Dios.

También el profeta Daniel llama al pueblo a mantenerse firme en la Ley, mostrando que las persecuciones pasan, mientras que la salvación es segura. Más aún, los signos de la persecución en ese tiempo anuncian una nueva era: la llegada del reino de Dios y de sus santos. No solamente esperan la llegada del reino escatológico, sino que esperan la resurrección de los muertos[63].

arquetipo/arquetípico, ctónicas/uránicas, fe,




[1] La noción de causa supone la imposibilidad de la novedad, porque el efecto está contenido en la causa. Por eso las causas «explican» los efectos y por eso dice Aristóteles, que el sabio griego se asombraría si la realidad no fuese como es; es decir, de acuerdo a sus causas.

[2] De «Arkhé» = principio, comienzo ejemplar.

[3] Croatto, S.: Historia de la salvación, Buenos Aires, Ediciones Paulinas, 1970, p. 127.

[4] Ibídem.

[5] Ello condiciona la «pobreza» de su cultura, ya que sólo lo transportable es utiliza­ble y sólo se transporta lo necesario. Lo lujoso, lo contingente, lo inútil debe ser desecha­do. Cf. Dussel, E.: El humanismo semita, Buenos Aires, Eudeba, 1969, p. 5.

[6] Cf. por ejemplo: Exodo 12, 35-6.

[7] La etimología del nombre Abraham sería “Aba” = padre, “ham” = pueblo.

[8] De donde: “responsable”, “responsabilidad”.

[9] No se trata de una representación en el sentido de “democracia representativa” o “la cámara de representantes”. No es que se representen los “intereses” de las partes. Tampoco se trata de una “intermediación” de tipo comercial, donde el “intermedia­rio” se queda con una parte como salario por su gestión. La fun­ción del mediador es facilitar la comunicación entre Dios y el pueblo. (Re) ligar a Dios con el pueblo.

[10] Quadosh o santo significa «separado», «elegido», «aislado». Dios elige al pueblo y el pueblo elige a Dios.

[11] La Biblia repite la fórmula «el Dios de nuestros padres», «el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob».

[12] El término griego éxodo significa “el camino desde”, y hace referencia a la salida del pueblo de Egipto y su huida por el desierto.

[13] Cf. Croatto, S.: 1970, p. 78.

[14] La fidelidad o fe es la contrapartida de la promesa. “La palabra fe (...) deriva de `emuna (verdad, fundamento, seguro), por lo que debería en verdad traducirse por «inteligencia de la historia», y aun «firme fidelidad en la Palabra». Fe, ni es una opinión, ni una creencia (significados de la palabra griega pistis) -en cuanto actitud psicológica-, sino una firme comprensión de la originalidad y verdad de la relación intersubjetiva (interpersonal) consti­tuida por Yavéh y su pueblo, en cuanto futura para Israel” (Dussel, E.: 1969, p. 50, nota 11). Esta seguridad se expresa en la fórmula «Dios proveerá» (Génesis 22, 8).

Por otro lado, la seguridad proviene de la eficacia de la Palabra, que para el hebreo es una prolongación de la persona (por eso la Palabra revela a Dios y descubre su personalidad amorosa, que gratuitamente -sin estar constre­ñido por necesidad alguna, sin causa-, crea y salva. La efectividad de la Palabra se expresa en la indistinción que el hebreo hace entre la «palabra» y la «cosa» que esa palabra nombra. «Palabra», en hebreo, se dice dabar, abarcando las dos acepciones (la cosa y el nombre de la cosa). La Palabra ejerce poder, es efectiva; por eso, la ben-dición o la mal-dición (decir el bien o el mal), tiene tanta importancia para los hebreos.

La Palabra se efectiviza en hechos y los hechos tienen significado (Cf. Croatto, S.: 1970, p. 81). La Palabra no es la conciencia del Destino necesario e impersonal, ni tampoco el mero proyecto de Abraham (el nombre de su hijo es Isaac, que significa «Dios se ríe» [de los proyectos humanos]); sino la expre­sión del Absoluto, personal y libre.

[15] Cf. Exodo, 15, 24; 16, 3; 17, 2.

[16] Hay una semejanza, en esta concepción de la pascua con la concepción de la verdad en la “alegoría de la caverna” de Platón, en tanto ambas requieren una rehabilitación; es decir, una cambio de hábitos, de forma de vida. Desde esta experiencia de la pascua, los teólogos cristianos encontrarán en Platón un antecedente en la tradición de los griegos.

[17] Exodo, 17, 7.

[18] Exodo, 16, 3.

[19] Croatto, S.: 1970, p. 58. Por «fin determinado» hay que entender una finalidad señalada, precisa.

[20] Cf. Génesis 2, 19.

[21] Cf. Génesis, 1, 28.

[22] Yavéh significa «El que es»; o mejor aún, «El que hace existir, el creador del universo y del pueblo.

[23] “Alianza” significa “tratado de unión”, tal como cuando se habla de los “aliados” en la Segunda Guerra Mundial.

[24] Deuteronomio, 8, 5.

[25] Cf. libros de los Reyes, Josué y 1° de Samuel.

[26] 1° de Samuel 1, 4-5; Salmos 78, 60.

[27] Los «jueces» no tienen una función de “administración de la justi­cia”, sino que son mediadores que cumplen diversas misiones “justicieras”.

[28] «Mesías» quiere decir “ungido con aceite”, “consagrado”. El aceite derramado sobre el elegido simboliza al Rúaj [Espíritu] de Dios, que entra en sus personas, dándoles una función especial en orden a la salvación, hasta el punto de ser considerados «hijos de Dios» [Cf. 2° Samuel 7, 14.].

[29] Hay que recordar que el mismo David era un pastor.

[30] 1° Reyes, 5, 27 ss.

[31] Croatto, S.: 1970, p. 173.

[32] Los siglos siguientes a la muerte del rey Salomón marcan el deterioro de Israel en lo político, la profunda crisis cultural y religiosa (a causa de la profundización del sincretismo religioso con los pueblos sedentarios vecinos), las guerras intestinas entre los reinos escindidos y enfrentados (Israel, al norte y Judá, al sur), las derrotas militares sucesivas signadas por la caída y destrucción de las capitales de ambos reinos (Samaría en el 722 a.C., Jerusalem en el 587 a.C.).

Son estos tiempos difíciles el marco de la actuación de los profetas: Elías y Eliseo durante la crisis del siglo IX a.C.; Amós y Oseas durante la decadencia espiritual del siglo VIII a.C. junto a Isaías y Miqueas en Jerusa­lem; Jeremías, Nahum, Sofonías y Habacuc durante la crisis posterior a la reforma religiosa emprendida por el rey Josías en el siglo VII a.C.; Ezequiel durante la época inmediatamente posterior al destierro en Babilonia (siglo VI a.C.) juntamente con el «Deutero-Isaías». Ageo y Zacarías y el «Tercer-Isaías» durante la reconstrucción de Jerusalem, cuando los persas dominan el mundo conducidos por Ciro.

[33] Isaías 7, 14.

[34] Amós 5, 18; 9, 5; Sofonías 1, 14-18; 2, 1-3.

[35] Isaías 4, 3; 11, 11-16; 37, 31-32.

[36] Cf. Oseas 11, 7.

[37] Parusía es la manifestación plena de Yavéh en el escatos (el final de los tiempos históricos).

[38] Cf. Isaías 40-55.

[39] Isaías 40, 5; 42, 1-4; 45, 20-22; 49, 6; 51, 4-5.

[40] «Crear» se dice en hebreo «bará» y significa «hacer existir», «hacer ser algo radicalmente nuevo» (Cf. Jeremías 31, 22).

[41] Cf. Génesis 1; Salmos 104.

[42] Génesis 2, 4-6; 15.

[43] Cf. Éxodo 33, 20; Isaías 43, 8-13; 46, 5.

[44] Cf. Deuteronomio 10, 14.

[45] “Porque Yavéh, el Altísimo, es terrible, Gran Rey sobre la tierra” (Salmos, 47, 3.). “A Yavéh tu Dios, pertenecen los cielos y los cielos de los cielos [la parte superior de los cielos], la tierra y cuanto hay en ella” (Deuteronomio 10, 14). “El Dios Altísimo, creador de cielos y tierra” (Génesis 15, 19).

[46] Deuteronomio 4, 39; Isaías 45, 21-22; Salmos 18, 32.

[47] Deuteronomio 4, 7.

[48] Nehemías 9, 36-37.

[49] Cf. Nehemías 13, 23.

[50] Joel, 4, 1-2.

[51] Nehemías, 2, 17.

[52] Anawim significa «pobres», en un sentido amplio, los que no tienen seguridades exteriores, ni fuerza ni poder. Son también los exiliados, que retornan a su tierra sin nada, salvo la esperanza en la restauración del poder de Yavéh. Son los que han permanecido fieles a la promesa y están abiertos a la manifestación de Dios, ya que carecen de poder político, ni tienen riquezas, ni protección en las leyes. En la Biblia son simbolizados por las figuras del extranjero, el huérfano y la viuda. El huérfano que carece de la protección paterna; la viuda, que carece de la fuerza del varón; el extranjero, que carece de las leyes de su propia comunidad, de la protección de las costumbres y normas.

[53] Zacarías 9, 9.

[54] En griego: penta-teuco.

[55] Torá suele traducirse por «ley», pero esta traducción es parcial y sólo destaca lo fijo. Torá también puede traducirse por «instrucción», es decir, como mensaje transmitido por Dios a los hombres.

[56] Croatto, S.: 1970, p. 290.

[57] Job, 38 y siguientes.

[58] Cf. Croatto, S.: 1970, p. 306.

[59] Cf. 1° Macabeos 2, 29-38.

[60] 1° Macabeos 2, 70.

[61] Cf. Croatto, S.: 1970, p. 307.

[62] Esta apoyo al intransigente partido nacionalista judío le va a traer muchos dolores de cabeza algún tiempo después.

[63] Cf. Daniel 12, 1-4; 2° Macabeos 12, 38 ss.; 7, 28.

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