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viernes, 16 de abril de 2010

CAPÍTULO 9: LA CRISTIANDAD MEDIEVAL

Esta obra está protegida por derechos de autor ISBN 987-9248-58-9


LA CRISTIANDAD MEDIEVAL

1. Advertencia preliminar

Resulta necesario efectuar algunas aclaraciones iniciales. La primera se dirige a la extensión de lo que llamamos «edad media». Suele entenderse que ella abarca desde el siglo IV al XV d. C.. Estos siglos pueden ser más o menos de acuerdo a los diferentes crite­rios que se empleen; pero aun así, el medioevo resulta un período de una extensión muy dilatada como para suponer en él un único proceso que lo unifique.

Un segundo punto a tener en cuenta es la misma designación «edad media»; resulta obvio que ésta sólo pudo ser efectuada en un momento posterior. En efecto, la periodización histórica en «edad antigua», «edad media», y «edad moderna» surge durante la modernidad y es conveniente detenerse a considerar qué signi­fica «media» en esta periodización.

Sin duda aquí se está conceptuando valorativamente a una edad, se la piensa como aquella que está en el medio de las otras dos, sin identidad propia, como una zona de sombra entre dos focos de luz; a modo de paréntesis, uniendo a los otros dos momentos que, se supone, son más importan­tes. Esta periodización histórica resta valor y significatividad al papel desarrollado por la «edad media» en la constitución de Occidente, al tiempo que realza la importancia de la antigüedad y de la modernidad como momentos eminentes de la historia. Se advierte entonces que esta manera de dividir la historia conlleva una fuerte carga valorativa: el medioevo es aquí simplemente aquello que está en el medio entre dos épocas.

Quizá quien más ha contribuido a formar esta visión ha sido una importan­te corriente de pensamiento moderna: el iluminismo. Este movi­miento intelectual moderno posee una ciega confianza en la razón y en su poder para orde­nar el mundo humano. Mientras las «luces» de la razón humana no organicen a los hombres armónicamente, la historia es irracional. Tal posición lleva necesariamente a juzgar el pasado histórico, en la medida en que el mundo aún no es racional (esta es la meta de los iluministas), como una instancia a ser revertida. Dentro de este contexto general, el iluminismo se plantea una lucha contra la edad media ya que ve en ella una época “oscura”, “tenebrosa”, “auto­ritaria”, etc., en suma, irracional.

La importancia de esta concepción se encuentra, fundamental­mente, en que ella impregna gran parte de la «opinión general» que nuestro mundo suele tener del medioevo. Esta carga valorativa en la interpretación de la «edad media» y todos los prejuicios que en ella se encuentran son algo que debe ser revisado si se desea tener una comprensión histórica más ajustada. Deberemos, pues, hacer el esfuerzo de acercarnos a la concepción del mundo que se desarrolla durante estos siglos sin haber tomado partido previamente, oponiéndonos a su «oscurantismo», identificándonos con (o rechazando) el cristianismo o impugnando (o defendiendo) su irracionalidad.

Por último, la idea central que habrá de guiar la exposición del medioevo es la que lo considera como un período de síntesis en el cual se amalgaman diferentes líneas históricas, culturales y étnicas. Como resultado de esta síntesis Occi­dente arriba a una nueva configuración más deter­minada y precisa, estableciendo las condiciones para iniciar una gradual marcha hacia la universali­zación de su modo de vida, a partir de nuevas unidades institucio­nales (las naciones), que se irán formando durante este período y que habrán de eclosionar hacia el siglo XV.

En esta síntesis intervienen fundamentalmente las dos tradiciones que hemos desarrollado: la greco-latina y la judeo-cristia­na. Además, en este período hacen su irrupción en la histo­ria occidental los pueblos bárbaros, que son el tercer elemento de importancia dentro de este proceso. Pueden mencionarse también las influencias de Oriente, sobre todo a partir de la irrupción del Islam en Europa.

Se buscará comprender este período siguiendo el desarrollo de dos tendencias opuestas: por un lado, el desmoronamiento de la conciencia universal del imperio, con sus efectos particularizantes, hacia múltiples organizaciones comuni­tarias locales (los feudos); por otro lado, el crecimiento de una nueva estructura institucional (la Iglesia) que congrega a la multiplicidad en una unidad, con una con­ciencia universal desplegada como una cultura en torno a la fe en Cristo Jesús (la Cristiandad).

2. La decadencia del Imperio romano

En los últimos tiempos del mundo antiguo, el Imperio se había constituido en una estructura objetiva dentro de la cual las distintas tradiciones aporta­das por los diferentes pueblos que lo integraban encontraban un ámbito adecuado de contención y desarro­llo. Roma había dado una legislación (el derecho roma­no), una lengua (el latín), un sistema político centralizado (Imperio), redes camine­ras, sistemas monetarios, correos, etc.. Estos elementos formaban parte de aquella estructura objetiva (externa a los individuos que la integraban) la que, al mismo tiempo, se expresaba en un tipo de conciencia universal. Pero todo este sistema de centralización que había construi­do Roma entró en crisis para luego desa­pare­cer.

Entre las distintas razones que llevaron a la extinción del Impe­rio, hay que destacar el desgaste que implica montar, hacer funcionar y mantener unida una organización de esta magnitud, la burocrati­zación, la extensión de las fronteras y las infiltraciones de los bárbaros, la progresiva rigidez de la estructura social, etc.. Este proceso de crisis se acentuó en el siglo II con la «anarquía militar», la que tuvo efectos en todos los planos de la vida imperial, influyendo en el régimen social, en la estructura económica, en la organización política y en la actividad espiritual. Es en este momento cuando la unidad política y cultu­ral del mundo romano comenzó a resquebrajarse, desmoronándose paulatina­mente la estructura del Imperio, su conciencia universal objetiva. La cuestión militar se tornó altamente crítica: los distintos ejércitos del Imperio comenzaron a llevar adelante políticas independientes impulsando a sus respectivos jefes hacia la lucha por la hegemonía política y, por consiguiente, promovieron frecuentes conflictos internos. Este desmoronamiento de la estructura produjo efectos particularizantes y diversificantes.

Los funcionarios, cada vez más, se convirtieron en burócratas recaudado­res de impuestos, la producción decreció, la propiedad se concentró en grandes terratenientes, el soborno y la corrupción se generalizaron. En el plano espiritual hubo un resquebrajamiento de los ideales de la romanidad y la religión del Estado se mostró incapaz de revivificar las antiguas energías cediendo terreno a las religiones salvacionistas que llegaban de Oriente. De ellas, fue el cristianismo la que terminó por prevalecer.

A la muerte de Teodosio, el Imperio se dividió en Imperio Romano de Oriente[1] e Imperio Romano de Occidente. A partir de allí, sucesivas oleadas de tribus germáni­cas, favorecidas por la debilidad del Estado, empezaron a penetrar las fronteras del Imperio Romano de Occidente en busca de nuevos territorios sobre los que asentarse. En el 476 d. C., cuando fue depuesto Rómulo Augusto, ya nadie tuvo fuerza suficiente como para ser su sucesor y el Imperio quedó definitivamente disgregado.

El paisaje material que ofreció el comienzo del mundo cristiano medieval estuvo configurado por la presencia de múltiples reinos autónomos, hostiles entre sí, que inten­taban sobrevivir e imponer su hegemonía. Esto fue acompañado por la formación de sistemas económicos tam­bién autónomos, el despoblamiento de las ciudades, la casi desapa­rición del comercio y la moneda, la pérdida de funcionalidad y el deterioro de las redes camineras, el hundimiento del sistema legal único, etc.. Así, la estructura universal del Imperio deja de tener la fuerza ordenadora y universalizadora de otrora, dando lugar a la aparición de elementos particula­rizantes y diversificantes.

3. Las invasiones de los pueblos bárbaros

A partir de los finales del siglo III, irrumpieron en la escena política los pueblos bárbaros, principalmente los germanos. En un principio las invasio­nes se hicieron de un modo pacífico: algunas tribus que estaban asentadas en zonas de frontera se trasladaron hacia el interior del Imperio. Pero a medida que el poder de Roma se debili­taba, la injerencia de los bárbaros se hizo más notoria hasta que terminaron por invadir, saquear y dominar la misma capital. Las invasiones no fueron una operación coordinada, sino distintas tribus que buscaban apoderarse de zonas más propicias y que, al mismo tiempo, lucharon entre sí por tener preeminencia en los territorios que fueron conquistando.

Los bárbaros eran una multiplicidad de grupos heterogé­neos (vándalos, godos, avaros, hunos, etc.), generalmente organizados bajo un régimen «monárquico-democrático» (asam­bleas de guerreros), con leyes y tradiciones religiosas propias. Su principal actividad económica fue la ganadería pero, a partir de las migraciones, pasó a ser el saqueo.

El momento en el que los historiadores suelen fijar el comienzo de la cristiandad medieval es la caída del Imperio Romano de Occidente y, por lo tanto, un tiempo en el cual las tribus bárbaras ya se habían apoderado de la tota­lidad del territorio y se habían asentado en él. Es por eso que el comienzo del mundo cristiano mostró como panorama político a una multiplicidad de reinos independientes que intentaban autoafirmarse.

A partir de la conquista, los bárbaros pusieron en ejecución una política de contemporización y tolerancia con los conquis­tados, cuyo inspirador fue Teodorico, lo que favoreció el proceso de integración. Así, distribuyeron la tierra con las mismas normas que antes habían usado los romanos para repartirse los territorios que conquistaban. Un tercio pasó a manos de los conquistadores y el resto quedó, con alguna relatividad, en manos de los anteriores poseedores. Esto trajo aparejado un singular proceso social: la minoría guerrera bárbara se transformó rápidamente en una aristocracia rural; pero además, poseedora del poder y la riqueza, coexistió, sin grandes conflictos, con la antigua minoría romana. Si se tiene en cuenta que los bárbaros admiraban a los romanos, que a sus ojos representaban tanto la tradición cultural como la expe­riencia organizativa política, no resulta extraño que a partir de esta situación comenzara a darse un proceso de fusión, fortalecido, además, por la integración mediante matrimonios[2]. La coexistencia de ambas minorías permitió que los romanos, cuando no ingresaban a la Iglesia, se incorporasen a los puestos administrativos y judiciales que generaron los nuevos reinos. Desde estos lugares lograron influir de manera notoria sobre las castas germanas alcanzando un progresivo ascendiente sobre ellas, transformando el nomadismo y la «democracia» igualitaria germana y haciendo que adoptasen nuevas ideas en el plano político y social.

Por otra parte, la Iglesia cristiana tuvo frente a los bárba­ros, luego de una cierta desconfianza inicial, una actitud abier­ta, suponiendo que los nuevos pueblos podían traer elementos positivos a la vieja tradición. De este modo, la Iglesia aceptó la nueva realidad política, que por otra parte no podía modifi­car, y en un principio se conformó con que la multiplicidad de los nuevos reinos estuviesen integrados idealmente a la unidad religiosa mediante, sobre todo, la obediencia espiritual al papado. Además, merced a la conjunción de un gran esfuerzo misional y la admira­ción bárbara por la tradición cultural romana, fue posible que gradualmente los nuevos pueblos fueran evangelizados. Este proceso habría de permitir que con el correr de los siglos las distintas tradiciones llegasen a cristalizarse en una única tradición y una única cultura.

4. El desarrollo de la Iglesia

Los primeros cristianos se organizaron en pequeñas comunida­des que tenían una estructura descentralizada. Cada comunidad elegía a su obispo, y si bien siempre existió una primacía del obispo de Roma, ésta era relativa. Los obispos se reunían en concilios para dar respuesta a los distintos problemas comunes que se fueron presentando. Los concilios fueron así el ámbito de decisión colectiva. De este modo comenzó a desarrollarse la con­ciencia institucional de la Iglesia, como una estructura que contenía en sí a las múltiples comunidades locales de cristianos.

Las comunidades cristianas se nuclearon a partir de la fe y no a partir de los lazos de sangre o de la institución política. Ello planteó una con­tradicción con las otras formas insti­tu­ciona­les donde lo fundamen­tal son los lazos políticos y el Estado. Esta contradicción fue permanente durante estos los siglos y fue resol­viéndose de formas diversas. Cuan­do el cris­tia­nismo llegó a ser mayoritario dentro del Imperio, fue necesario plan­tearse un nuevo tipo de organización institucio­nal, que resul­tase acorde con las nuevas condiciones. Sin embargo, el proceso de centralización y unificación fue lento y tuvo que pasar mucho tiempo antes de que la Iglesia cen­tralizase definiti­vamente su organiza­ción.

En el tiempo de la caída del Imperio Romano, la situación de la Iglesia era la si­guiente: 1) Desapareció la estructura política universal del Imperio (la mayor parte de cuyos miembros se había convertido al cristianismo). 2) Aparecieron nuevos grupos humanos (los bárba­ros) que además de detentar el poder político tenían culturas, creen­cias e instituciones diversas del cristianismo (paga­nas). 3) Por último, la Iglesia comienza a concebirse como una institución espiritual universal, expresión de una religión también universal. Para integrar todos estos elementos, la Iglesia se organizó dentro del ámbito del Imperio (y más allá también), teniendo como objetivos la evangeliza­ción de los bárbaros y la consolidación propia como organización ecuménica[3].

La conversión de los bárbaros fue el resultado de un doble movimiento. Por un lado, la Iglesia puso en acción una enorme energía evangelizadora a través de una multitud de misioneros que se distribuyeron entre los distintos reinos germanos. Por otro lado, los mismos bárbaros, dada la seducción que ejercía sobre ellos la tradición de los conquistados[4], se sintieron atraídos hacia la religión cristiana. Es así que se convirtieron, primero a corrientes heréticas como el arrianismo, para luego adherir a la doctrina central de la Iglesia.

4.1. Los monasterios

En la organización de esta tarea evangelizadora, los monaste­rios ocuparon un lugar destacado. Desde tiempo atrás venía dándose en forma espontánea un singular proceso: en un mundo de guerras, inseguridad y decadencia, algunos hombres tienden a aislarse de la sociedad para buscar un modo de vida más sereno, pacífico y en relación con Dios. Éstos son los anacoretas y eremitas. A partir de esta disposición natural se constituyó la organización de los monas­terios.

Fue san Benito de Nurcia el que, alrededor del 500, organizó por primera vez en Occidente, comunidades de hombres de oración, aislados del mundo turbu­lento y conflictivo. Los monasterios resultaron así células en las que se reunieron veinte, treinta, hasta cien hombres retirados del mundo, que vivían en comunidad. Pero además san Benito dio a la organización un nuevo carácter que se expresó claramente en la consigna: ora et labora (reza y trabaja), a partir de la cual el monje benedictino dividió su vida entre la oración y el trabajo. Este hecho tiene una importancia singular, porque para el mundo antiguo el trabajo no era un valor, algo que enaltecía y ennoble­cía; los valores eran la valentía de los guerreros o la sabiduría o la santidad, pero no el trabajo, que era propio del esclavo, del siervo o del campesi­no. La consigna de san Benito puso en movi­miento algo inédito y esencial para la tradición de Occidente: por primera vez se con­ceptúa al trabajo positivamente, como valor. Este es un hecho revolucio­nario en tanto, desde entonces, se crean las condiciones para considerar al trabajo como algo que eleva y dignifica al hombre, transformando, a su vez, la imagen que el hombre tiene de sí mismo.

De este modo, los monasterios benedictinos se constituyeron en organiza­ciones de oración y producción. Allí se trabajó para el autoabastecimiento (además de los productos que se consumían, se producían los instrumentos para producirlos) y los excedentes se destinaban a la caridad. Así resulta que gran parte del desarrollo económico de este período del mundo cristiano medieval estuvo sosteni­do por la producción de los monasterios.

Si bien cuando se habla de trabajo se hace fundamental­mente referencia al trabajo manual, debe destacarse también la labor intelec­tual de estas organiza­ciones: allí se desarrollaron tareas de copiado y comentario de libros, al mismo tiempo que se impartió instrucción a los miembros de la comunidad. En los primeros siglos del medioevo, con la desapari­ción de las instituciones culturales romanas (por ejemplo, las escuelas), la tradición cultural había comenzado a perderse. Fueron los monjes los que, dedicándose a copiar, comentar y ense­ñar, convirtieron a los monaste­rios en uno de los únicos centros culturales de ese período. Más tarde, cuando surgieron las univer­sida­des, lo hicieron casi siempre ligadas de alguna forma a los antiguos monas­terios. En los monasterios, entonces, se encontró, por un lado, la energía evangelizadora; por otro, la dignidad del trabajo produc­tivo; y, finalmente, la cultura.

4.2. El papado

La Iglesia se convir­tió progresivamente en la única institución centralizada, con estructura adminis­trativa y gobierno, etc. que incluía a los monasterios. Este fenómeno sólo podía darse dentro de la Iglesia, ya que las monarquías no podían levantar las estructu­ras administrativas porque la falta de moneda se los impedía. La Igle­sia, en cambio, pudo llevar a cabo esta tarea porque la parti­cipación de sus miembros era voluntaria y no a cambio de una retribución económica.

Paulatinamente se fue edificando una poderosa organización que abarcó tanto a los monasterios como a los misioneros y obis­pos. Fue alrededor del 600 cuando el papa Gregorio Magno, que era benedictino, puso en marcha este lento y progresivo proceso de centralización económica y administrativa de la Iglesia. Así, el perdido poder central de Roma comenzó a reorganizarse lentamente por medio de otra institución: el papado.

De este modo, durante la primera mitad de la edad media y a medida que se acentuaba el regionalismo feudal, con sus tendencias a la particularidad y a la multiplicidad, la autoridad de los papas romanos crecía y se afirmaba. En una Europa que guardaba el recuerdo del Imperio y que, sin embar­go, no era capaz de re­construirlo, el papado se constituyó en un vehículo espiritual que satisfizo la concepción universalista existente a la vez que no imponía una relación de dependencia política. La Iglesia llegó a ser la institución universalizadora más impor­tante de este período. Destruida la unidad del Imperio, ella subsis­tió en los espíritus como esperanza y anhelo de revitalización y se dio en el plano del espíritu (lo cual no quiere decir que no tuviese objetividad) a través de la Iglesia. En ésta se repos­tularon múltiples rasgos de la estructura imperial desaparecida y fue también ella la que defendió una concepción unitaria de Occi­dente y creó una concepción del papado semejante a la de los antiguos emperadores. Además, conservó la cultura antigua, la tradición ecuménica del Imperio y la lengua latina de la cual emergerían luego los nuevos idiomas nacionales.

5. El Islam

Después de la caída del Imperio Romano de Occidente las tendencias a la particularidad se acentuaron en el plano político, aun cuando en el reino del espíritu se produjo al mismo tiempo una tendencia a la universa­lización efectivizada por la cristianización y la regencia de la Iglesia. A partir del 600 irrumpió en la escena política otro elemento particula­rizante: el Islam. Surge en Arabia, una región del Impe­rio romano, como una nueva religión monoteísta que se atribuye la prosecución de la línea judeo-cristiana. El Islam se concibió a sí mismo como la continuación de la revela­ción iniciada con los profetas tales como Moisés y Jesús, y que registra­ron los textos sagrados del Antiguo y Nuevo Testamento. Fue el profeta Mahoma (el glorificado) quien puso en movimien­to esta religión que pregona la última revelación del Dios Único (Alá), creador y juez que determina el destino de los seres humanos y la proximidad del juicio final. En realidad, este Dios no adoptó la figura de un Dios Padre, sino que se pare­cía más a un Señor oriental misericordioso que distribuye castigos y recompensas.

Pero el Islam no era sólo una religión, sino también la Ley que regía a toda la comunidad musulmana. De esta manera, se planteó de un modo diferente la rela­ción entre Comunidad (religiosa) y Estado. A diferencia de la relación contra­dictoria generada en un comienzo entre el cristianismo y el Imperio, en el Islam existió desde el inicio una profunda unidad entre lo religioso y lo polí­tico. Más aún, en la medida en que Islam requería que los hombres entreguen completamente su voluntad a Dios por medio de su envia­do, llegó a constituirse el concepto de «guerra santa», de acuerdo con el cual un conjunto de pueblos toman las armas para esparcir por la tierra lo que ellos consideran la Verdad. De este modo, el Islam fue la religión que más rápidamente se expandió por el mundo. Este aspecto, al margen de lo que pueda tener de singular, pesó de un modo significativo en la historia medieval europea. En menos de cincuenta años los musulmanes con­quistaron el norte de Africa, ocuparon casi toda la penín­sula ibérica y se detuvieron (merced a la acción de Carlomagno) en el sur de Fran­cia, al mismo tiempo que arrinco­naron al Imperio Romano de Oriente y sitiaron su capital, Bizan­cio.

Pero tal vez lo más importante sea el dominio que el pueblo musulmán ejerció sobre el mar duran­te largos siglos. El mar Mediterráneo era el ámbito en el que se desarrollaba el comercio entre las ciudades occidentales y las orientales y, a través de estas últimas, con el lejano Oriente. Las ciudades costeras romanas tenían suma importancia porque concentraban el tráfico comercial y desde allí se distribuían los productos hacia el interior. El control del Mediterráneo por parte de los musulmanes trajo como consecuencia la casi total desapari­ción del comercio europeo, ya que las redes camineras habían quedado prácticamente fuera de uso a partir de la fragmentación que produ­jeron los reinos bárbaros sobre la estructura del Imperio. Así, sin el recurso del tráfico por el mar Mediterráneo, todo el comercio ingresó en un profundo letargo.

Y la imposibilidad de practicar el comercio en un nivel significativo dio lugar, a su vez, a importantes consecuencias: sólo tuvo sentido producir aquello que la propia comunidad habría de consumir y, por lo tanto, no tenía ningún objeto la especiali­zación productiva. De ese modo, se pasó a una econo­mía de autoa­bastecimiento y subsistencia. Tampoco hubo razones para que se mantuviese esa forma abstracta de pago que es la moneda, y hubo que pagar con bienes, volviéndose a un sistema de trueque. Por último, sin la moneda resultó imposible sostener estructuras administrativas o ejércitos profesionales. Todo eso hizo que las ciudades tendiesen a desaparecer convirtiéndose en pequeñas villas y que el centro de la actividad humana se desplazase hacia el ámbito rural.

Estas razones permiten afirmar que la difusión del Islam enmarcará de un modo riguroso a la Europa medieval, poniéndole límites materiales concretos que contribuyeron al desarrollo de un modo de vida local y cerrado. Es en este sentido que el Islam fue un elemento particularizante y diversificante dentro de este período.

6. El Sacro Imperio Romano

Desde la perspectiva de estas contradictorias tendencias hacia la univer­salidad y la particularidad, la reconstrucción del Imperio (algo nunca dejado totalmente de lado por los europeos) marcó otro de los avances en favor de las primeras. En verdad, las monarquías jamás abandonaron la idea de hegemonizar la realidad política de la Europa occidental, aunque las condiciones históri­cas hicieron que estos intentos sólo quedasen en el plano de las aspiraciones y los reyes debieron conformarse con mantener el primado en sus propios territo­rios.

Hacia el 800, junto con el acrecentamiento del poder del papado, se dieron condiciones como para que el viejo Imperio fuese reproyectado, aunque su vida fue efímera. Los aspectos más impor­tantes al respecto son: el conflicto dentro del pueblo franco, las agresiones lombardas al papado y, fundamentalmen­te, las invasiones musulmanas. En estos tres conflictos hubo de jugar un papel desta­cado la alianza que se forjó entre el papado y la dinastía caro­lingia.

Dentro del pueblo franco gobernaba una familia: la merovin­gia. Alrededor del 700 comenzó a crecer el poder de la estirpe carolingia. El Papa los apoyó en su empeño por adueñarse del poder reconociendo a Pipino el Breve como legítimo rey de todos los francos. Fortalecidos por el apoyo de Roma y ante el sitio que los lombardos levantaron al papado, los carolíngeos intervinieron en favor de éste último, derrotando a los lombardos y donando los territorios conquistados para la formación del Estado Pontifi­cio. Pero esta alianza tuvo mayor relieve en lo que se refiere al enfrenta­miento con el poder musulmán. La conquista de la península ibérica y el avance posterior de los árabes hacia el centro de Europa puso de manifiesto el peligro que encerraba el Islam para la cultura occidental. Esa idea de la reestrutu­ración del Impe­rio surgió así, como la posibilidad de construir una defensa eficiente contra el avance musulmán.

El nuevo rey franco, Carlomagno, recibió el apoyo de la Iglesia para que defendiera al papado y fuera el campeón del cristianismo contra los amenazantes invasores árabes. De este modo, y merced a una formidable energía personal, Carlomagno pudo reconstruir con ligeras variantes el antiguo Imperio Romano (sin España, pero con Germania) en el que se reunían los antiguos reinos romano-germánicos. Este nuevo imperio no se llamó del mismo modo que el romano sino que llevó el significativo aditamento de «sacro», lo cual está marcando la presencia activa de la Iglesia en él. El emperador estuvo supeditado volunta­riamente al Papa en cuanto a la dirección general del mismo, para que la nueva organi­zación trabajase con el fin de hacer posible el desarrollo de los valores cristianos.

El Sacro Imperio Romano no tuvo una capital fija sino que ella dependió del lugar en el que se hallase el emperador y su corte. Carlomagno fue, así, un rey sin palacio, que vivió en campa­mentos recorriendo las posesiones de sus señores feudales. La estructura administrativa fue, por lo tanto, rudimentaria y en ella tuvieron predominio los clérigos. No obstante su fragilidad, el Imperio hubo de llevar con cierto éxito su enfrentamiento con los musulmanes fijando la «marca hispánica», más allá de la cual no se produjeron nuevas conquistas por parte de los invasores musulmanes.

Por otra parte, la concepción de «guerra santa» del Islam, puso de manifiesto una cierta insuficiencia práctica en el enfoque cristiano. En efecto, Occidente había planteado hasta ese momento como legítima únicamente la evangelización pacífica, con el riesgo y sacrificio del evangelizador. La presencia árabe mostró la necesidad de un nuevo enfoque sobre la cuestión, dando así inicio a la idea del «caballero cristiano», que luego influyó podero­sa­mente en la formación del espíritu de las Cruzadas.

No obstante los esfuerzos y los éxitos relativos, todo cons­piraba contra esta nueva unidad: el desarrollo económico basado en la autonomía de las pequeñas áreas, el sistema de reclutamiento local de los ejércitos, las demoras e interrupciones en las comu­nicaciones dentro del Imperio, etc.. Además, debe tenerse en cuenta la escasa estructura administrativa del Imperio y la tradi­ción franca de dividir los reinos entres los hijos del monarca. Por todo ello, la vida del Sacro Imperio Romano fue efímera, y casi puede decirse que desapa­reció con la muerte de su fundador, habiendo sido su principal logro la defensa de la Europa Occiden­tal de la fuerza invasora que, de ese modo, quedó circuns­cripta a España y el Mediterráneo, donde permanecería todavía por siete siglos.

7. El feudalismo

El sistema feudal tuvo plena vigencia en la Europa medieval, desde el siglo IX al XIII; sin embargo, se había gestado desde las conquistas bárbaras y se continuó en algunas regiones después de lo indicado. Podemos ver en este régimen de vida y producción otro de los elementos que muestran tendencias particularizantes y diversificantes. Es un sistema de pequeñas unidades cerradas y autosuficien­tes, con una estructura interna jerárquica. Para bosquejarlo, deberemos retomar cuestiones ya planteadas.

Cuando las tribus germánicas conquistaron el Imperio, se dividieron las tierras: el rey distribuyó con sus guerreros las diferentes zonas dominadas. Sin embargo, en ese momento del desa­rrollo, el poder de las monarquías y la fidelidad de sus guerreros determinó la supremacía del rey sobre lo conquista­do. Con la caída del Imperio carolíngeo, esta situación se modi­ficó dando lugar al sistema feudal en el sentido estricto. En efecto, la pérdida de poder de los reyes carolíngeos, permitió que en las distintas regiones empezaran a sentirse cada vez con mayor fuerza las tendencias disgregadoras.

A esto hay que agregarle la aparición de nuevos invasores sobre la Europa occidental. Fueron los normandos, los eslavos y los mongoles las nuevas tribus que llegaron a Europa teniendo como principal actividad el saqueo y la depreda­ción. Este nuevo modo de invasión estructuró un nuevo tipo de respuesta: a los ataques aislados le correspondió un sistema de defensa regional. De ello se derivó una creciente autonomía de aquellos que pudieron defen­der efectivamente sus territorios y las poblaciones que se ponían bajo su protección: fueron los señores los que llevaron adelante esa tarea. De este modo, los territorios recibidos del rey para que fueran protegi­dos y gobernados, progresivamente tomaron mayor autonomía hasta convertirse en la práctica casi en propiedad de los señores. Así se formaron poco a poco los feudos.

El feudo era una unidad básica de organización comunitaria, caracterizado por su autosuficiencia económica y su casi total independencia política. Estos territorios habían sido concedidos a un noble por el rey (o por otro noble de mayor jerarquía y poder) para que el señor se beneficiara con sus productos y, al mismo tiempo, lo gobernara y defendiera. El señor feudal estaba unido al rey por un doble vínculo: el beneficio y el vasallaje. Este vínculo se establecía mediante un contrato público, no escrito, en una ceremonia en la que las partes se comprometían ante testigos. El pacto allí establecido comprometía tanto a las partes como a los testigos. Por el «beneficio» el señor se comprometía a mantener la lealtad jurada a su rey, obligándose a combatir a su lado y a tener como enemigos o aliados a los enemigos o aliados de su rey.

Además de toda la red de relaciones establecida entre el rey y los señores, existían en el feudalismo sectores no privilegia­dos: los campesinos libres y los siervos. Sus condiciones eran similares y la única diferencia estaba dada en que los primeros podían cambiar de señor, pues mantenían la libertad de movimiento, mientras que los siervos estaban atados a la gleba. Esta estructura jerárquica de división de la tierra, inicial­mente fue de carácter estrictamente personal (a la muerte del vasallo la tierra volvía al rey), pero con el afianzamiento de los señores esta condición se revirtió hasta que finalmente los vasa­llos, mediante alianzas entre sí, detentaron más poder que el rey. Así, la monarquía se fue volviendo, cada vez más, un poder formal y las iniciativas de la corona estuvieron supeditadas a la acepta­ción por parte de los señores vasallos.

El feudalismo puso de manifiesto tendencias particularizan­tes. El rey no tenía un ejército propio como para imponerse frente a una alianza de los vasallos, no hubo administración central ni dinero para pagarla, la propiedad inmueble, que en aquel momento era el mayor elemento indicador de riqueza se dividió cada vez más (constitución de unidades locales cada vez menores) y el poder real fue cada vez más débil.

8. El Sacro Imperio Romano-Germánico

A mediados del 900 surgió otro intento de reconstrucción del Imperio, que llegó a tener mayor permanencia y envergadura: el Sacro Imperio Romano-Germáni­co. Nuevamente los conflictos entre los reyes y el papado y el auxilio de los francos fue lo que favoreció la edificación del nuevo imperio. El nombre lleva ahora el aditamento «germánico». Con ello se está colocando al lado de una identidad universal (Sacro y Romano) un elemento particularizan­te (Germano) que registra de ese modo el protagonismo que los pueblos germanos han ido desarrollando a lo largo del período medieval. Fue Otón I, el grande, quien estructu­ró esta nueva organización universalista desde la particularidad germánica a partir del 962 d. C. y que se continuó hasta el 1.001, pasando por las manos de Otón II y Otón III.

En lo que se refiere a la relación entre monarcas y papado, la nueva institución mostró una novedad respecto a las anteriores: la sujeción del poder de la Iglesia al poder temporal. El Imperio se convirtió en un organismo político-religioso dentro del cual la dignidad imperial ocupó el lugar princi­pal. Además de la corona imperial, Otón I recibió la soberanía sobre los Estados Pontifi­cios, potestad para nombrar obispos y, si bien reconoció la legi­timidad del papa, se reservó el derecho de nombrarlo. Además los emperado­res impidieron que tanto los cargos como los feudos tuvie­ran carácter heredita­rio y extendieron las posesiones del Imperio más allá de lo que recibieron.

9. El acrecentamiento del poder papal

La centralización de la Iglesia no resolvió la totalidad de sus proble­mas; de hecho el papado debió ceder ante las diversas presiones de los monarcas y, en particular, se encontró en clara dependencia durante el reinado de los Otón. Pero durante el siglo XI comenzó a producirse en la Iglesia una profunda renovación que la consolidará y le permitirá llegar a su momento de mayor poder, en el mundo medieval. Durante este período, hombres destacados llevaron a cabo una profunda renovación espiritual y política dentro de la Iglesia, entre los que sobresale el papa Gregorio VII.

Por una parte, el papado desarrolló una eficiente política de alianzas que le permitieron aminorar la influencia que los nobles y monarcas ejercían sobre la institución, por otra parte, se llevaron a cabo profundas reformas que permitieron revivificar el espíritu de la Iglesia. La «tregua de Dios» fue una de estas reformas: por ella los nobles se comprometían a respetar ciertos principios durante las acciones armadas tales como la protección de los agricultores, mujeres, viajeros y eclesiásticos, la prohibición guerrear desde la noche del miércoles hasta la mañana del lunes y durante los días festivos; el incumplimiento de las prohibiciones fijadas por la «tregua de Dios» implicaba la excomunión. Su aplicación mostró el ascendien­te del papa sobre la nobleza al mismo tiempo que favoreció la pacificación de los reinos. Otra reforma fue la supresión de la «simonía», con lo que se evitó la corrupción que surgía de la venta de investiduras; desde ese momento ya no se permitió a los laicos conceder cargos a los eclesiásticos en los feudos. Se reglamentó el celibato sacerdotal, medida que, además de los fundamen­tos teológicos que la justificaban, revestía gran importancia desde el punto de vista institucional porque suprimía toda posible cuestión dinástica dentro de la Iglesia. El Colegio Cardenalicio pasó a ser la única autoridad que habría de nominar y elegir en lo sucesivo al papa, excluyéndose de este modo la influen­cia que podían ejercer los nobles y el empera­dor. Se usó la excomunión para controlar a los reyes y emperado­res; de ese modo, cuando un noble era excomulgado, dejaba de tener el reconocimiento y el apoyo de sus seguidores y quedaba aislado. Esto mostró el poder que concentraba la Iglesia, que no era tanto un poder militar o político, sino fundamentalmente espiritual.

10. Las cruzadas

El acrecentamiento del poder del papado posibilitó que Grego­rio VII, luego de un pedido de ayuda por parte de Bizancio y ante la caída de Jerusalem en manos de los turcos, convoque a la Cris­tiandad a la reconquista del Santo Sepulcro. Los sucesivos intentos, que a partir de la convocatoria se llevaron a cabo recibieron el nombre de «Cruzadas». En ellas se armonizó la idea de «peregrinación a Tierra Santa» y la idea de «guerra santa a los infieles». Esta lucha de los soldados de Cristo contra los infieles y en favor de la fe congre­gó a pobres y ricos, nobles y plebeyos. Las cruzadas dieron lugar a la plena mostración del «espíritu caballeres­co». El objetivo del caballero no era la hazaña por la hazaña misma, la con­quista y la gloria; el nuevo objetivo trascen­dió al individuo, fue la recon­quista de la Tierra Santa, la defen­sa de la fe, la destrucción de los infieles.

En las tres primeras Cruzadas prevaleció el sentimiento religioso, aun cuando se mezclaron ciertas ambiciones y afán de aventuras en el ánimo de algunos cruzados. Pero a partir de la cuarta Cruzada los intereses económicos empe­zaron a tener injerencia al advertirse las venta­josas posibilida­des que brindaba la navegación por los mares y las bases de opera­ciones en el Oriente para el desarrollo del comercio. Así los mercaderes se embarcaron con los guerreros y, en muchos casos, lograron imponer sus propios objetivos comerciales por sobre los que habían dado origen a la campaña.

Las operaciones no consiguieron reconquistar definitivamente el Santo Sepulcro, pero tuvieron importantes consecuencias econó­micas, sociales y culturales. La recuperación del mar Mediterráneo posibilitó reiniciar el comercio con Oriente; de ese modo renació la producción artesanal con fines de intercambio, crecieron los mercaderes, la moneda se hizo corriente y se reacti­varon y expan­dieron las ciudades. Con el renacimiento de la actividad comercial, comenzó a desgajarse de la estructura feudal una nueva clase social: la burguesía[5]. En sus comienzos la importancia política de este nuevo sector social parecía escasa, pero luego, con su desarrollo, se produje­ron profundas trans­formaciones en todos los planos de la vida europea.

11. La conciencia cristiana medieval

Se han desarrollado algunos problemas relativos a las tenden­cias objetivas del extenso período medieval. Ahora, la atención se focalizará en las categorías con las que el hombre medieval se pensó a sí mismo y a su mundo.

En primer lugar: la relación del hombre con el ser y con la naturaleza. El universo es concebido como «creación» de Dios, de una voluntad libre, trascendente, bondadosa y provi­dente. Dios crea el universo sin necesidad, sin estar compelido a ello, para participar a los seres creados de su bondad. Pero, si bien Dios es trascendente al universo y no puede ser reducido a lo creado, ni lo creado es Dios mismo, el Creador no es ajeno a lo creado: interviene en la historia, en la que desarrolla un plan de salvación. El hombre tiene un lugar asignado en ese plan, en ese orden de lo creado. La misión del hombre consiste en cumplir su rol en la salvación.

Todo ser creado es temporal y finito, no tiene su ser en sí mismo en tanto es creación de Dios. Las creaturas son existentes, tienen su ser fuera de sí, en Dios. Los seres existentes no son necesarios, pudieron no haber sido y pueden dejar de ser. Por el contrario, el Creador es un ser que es plenamente en sí mismo; es, en sentido estricto, esencia. Hay un abismo irreductible entre esencia y existencia. La esencia es causa y explica la existencia, pero no a la inversa. Sólo la esencia es absolutamente necesaria.

Para los griegos, la realización plena de la relación del hombre con el kosmos es la theoría, la contemplación de las leyes inmanentes que gobiernan la totalidad de lo que es. Para el hombre moderno consistirá en la transforma­ción/producción de la naturale­za objetiva por medio de la razón. Para el hombre medieval, esa relación es percibida como responsabilidad[6], como respuesta al llamado de Dios a cumplir una misión en función del plan de la creación/sal­vación.

Análogamente, para los griegos el mundo era concebido como kosmos, como una totalidad ordenada por leyes inmanentes, armóni­cas y bellas, de la cual el hombre participa en tanto determinado por el destino y en tanto construye un micro-kosmos. Para el hombre moderno, el mundo será concebido como objetividad sometida a leyes racionales, que el sujeto puede conocer y dominar por medio de su razón. Para el hombre medieval, el mundo es creatura de una voluntad divina tras­cendente, externa a lo creado y al hombre mismo, pero que no permanece ajena a lo creado sino que se revela, haciendo manifiesta su voluntad en un orden o plan. El mundo tiene un sentido, que se muestra al hombre por medio de signos para que responda libremente a él.

La salvación es, a un mismo tiempo, social e individual. Si bien sólo con el cristianismo se construye y conceptualiza la interioridad del corazón humano, el llamado a la salvación es siempre efectuado en una comunidad y conlleva una dimensión social, la relación con los otros (e incluso con los más otros de los otros: con los pobres, los excluidos, los oprimidos).

Coexisten en el universo dos planos u órdenes: el orden de Dios y el orden de lo creado. No hay un único plano, como en el kosmos griego, donde todo lo que es (inclusive los dioses) está sometido a la Moira, al destino. En el mundo medieval hay dos planos coexistentes pero separados: el cielo y la tierra, el plano de la esencia y el de la existencia. Sin embargo, la separación no es extrañamiento. El cielo actúa sobre la tierra: Dios se revela, se manifiesta por signos, despliega un plan. La separa­ción consiste en que lo creado recibe su sentido a partir del creador, a partir de Dios como esencia y fundamento de todo ser creado. La vida terrena es un tránsito, una pere­grinación hacia la vida celeste. El mundo tiene un centro ordenador, que es el cielo: Dios creador y salvador. Es un mundo teocéntrico (tiene su centro en Dios), a diferencia del mundo antiguo que es kosmocéntrico (tiene su centro en todas partes o no tiene centro) y del mundo moderno que es antropocéntrico (tiene su centro en el hombre). Ambos planos se unen en la revelación de Dios, en los signos de su plan (en la Palabra revelada) y en la fe en la Palabra. La plenitud de la revelación es el punto de unión privilegiado: el Cristo. Todo lo que sucedió antes de Cristo es una preparación, una prefiguración de la Encarnación de Dios. Del mismo modo, todo lo que sucede después es una preparación para la «segunda venida» de Cristo, que coincide con el Juicio Final. Cristo es el punto de unión entre cielo y tierra, y es el centro nuclear de la historia, que tiene su comienzo en la Creación y su fin en el Juicio de Dios.

Esta concepción de la historia con su origen en la creación y el pecado, su fin en el Juicio y su centro en Cristo, desarrolló una importante categoría del pensamiento: el concepto de figura. La figura tiene un contenido simbólico. Por ella, los hechos desbordan su contenido inmediato, van más allá de sus relaciones fácticas aparentes, despliegan un sentido. Así como toda la historia pasada preanuncia la Encarnación, así también todos los hechos presentes son figuras del plan de salvación. De este modo todos los hechos se convierten en signos, preanuncios de lo que vendrá y cumplimiento de lo anunciado. Hay un sentido que desborda los acontecimientos y que indica la direc­ción de la salvación. De este modo, toda la historia pasada se convierte en pre-figuración del presente y del futuro y el cielo se hace presente en la tierra. No hay, entonces, azar en los hechos, sino un orden, un significado, un sentido.

El mundo medieval es un mundo de símbolos, es un mundo sujeto a constante interpretación, en el cual la forma del pensamiento consiste en enlazar los distintos planos de la realidad en una unidad y expre­sarlos simbólicamente. La realidad está ordenada a partir de un centro, está jerarquizada, tiene distintos nive­les: el plano de Dios, el plano de los ángeles, el de los hombres, el de la natura­leza, el de los demonios, etc. Pero los distintos planos están interrela­cionados, y se los piensa en una unidad, porque todos son signos de la voluntad de Dios, del plan de salvación.

El entrelazamiento de los distintos planos es comprendido como un sistema de correspondencias o analogías. Los distintos planos de signos se corresponden simbólica­mente. Por ejemplo: el Dios único para todos los hombres, se corresponde con el rey para todo el pueblo, que se corresponde con la cabeza para todo el cuerpo, que se corresponde con el papa para toda la Iglesia, etc.. Hay enton­ces una unidad jerarquizada de distintos planos que se correspon­den analógicamente.

Esta correlación de planos se expresa con claridad en la Divina Comedia de Dante Alighieri (1.265-1.321). La obra descri­be el viaje del mismo Dante por los diversos planos del más allá, guiado por el poeta romano Virgilio (la unión de los dos poetas simboliza la unión del paganismo antiguo y del cristianismo). Los distin­tos planos (infierno, purgatorio y cielo, se corresponden con las tres partes de la obra) están allí jerárquicamente orde­nados, pero no son extraños los unos a los otros. La totalidad está reunida en la obra: problemas éticos, religiosos, políticos, históricos, poéticos, etc.. Hay en ella una voluntad de abarcar la totalidad. Ello es posible para el hombre medieval a partir de la revelación; pero el saber nunca es completamente seguro, porque está abierto a la voluntad libre de los hombres. Es decir, que el mundo medieval es cerrado, ordenado y jerar­quiza­do. Lo que le da orden es el plan creador y salvador de Dios. Este plan es el que unifica todos los planos y es el que permite la correlación entre ellos. Pero, en la medida en que la voluntad libre del hombre interviene en ese mundo, el orden no está comple­tamente cerrado sino hasta el último instante. El viaje de Dante es posible cuando la historia ha arribado al Juicio, es decir, al final.

El mundo medieval, a diferencia del universo infinito moderno, es cerrado como el kosmos griego. Pero a diferencia del kosmos griego que es esencial­mente trágico, y donde el hombre es arrastrado por las fuerzas superiores del destino, el mundo medie­val es esencialmente dramático, porque la acción libre del hombre posee una cierta autonomía respecto de las fuerzas objetivas y además es posible discernir los signos del plan de Dios, el senti­do de la totalidad. El universo moderno aparece más indeterminado y azaroso que los anteriores: ya no es un mundo cerrado y el hombre ya no cuenta con los signos revelados por Dios para la salvación. La razón se convierte en el instrumento del conocimien­to, pero es una razón abstracta, para la cual el bien y lo bello ya no son objetivos.

12. El arte y el saber

Con san Agustín la idea de la belleza como armonía y simetría es enriquecida con el realce producido por la oposición de los contrarios: al lado del bien existe el mal y al lado de lo bello existe lo feo, produciendo un efecto que resalta a los primeros. Los contrastes realzan la armonía de los seres como las sombras de un cuadro realzan las zonas iluminadas.

El arte cristiano es simbólico antes que imitativo. Tanto la armonía de la naturaleza como la belleza del arte son vistos como un símbolo de la perfección, la belleza y la bondad de Dios. Juan Escoto Erígena desarrolló la idea “de que la belleza del arte como la natural sólo existe cuando, apartándonos del deseo sensible por el mundo visible, consideramos a este mundo como revelación de la gloria y de la obra de Dios. Todo, pues, tendría en este sentido un significado, y no habría nada en que no pudiéramos descubrir un elemento de belleza”. Las cosas sensibles y corpóreas simbolizan lo inteligible e incorpóreo. Considerando a todo lo sensible como símbolo de una realidad superior, el arte simbólico alcanzaría la verdadera belleza. También santo Tomás de Aquino sostiene que toda belleza es símbolo de Dios y proviene de Él. “Podemos afirmar que tanto para santo Tomás como para sus predecesores, el arte es simbólico, y la belleza, formal y abstracta”[7]

El mundo cristiano medieval desarrolló un arte colectivo, anónimo. Según esta concepción, el arte no tiene su fin en sí mismo, sino que su fin está entrela­zado con el resto de la cultura, que es exaltar la gloria de Dios. Una obra de arte típica de este período es la arquitectura gótica, con sus formas lanzadas hacia lo alto, hacia el cielo; y con sus vitrales, por los que entran colores (más que luz), que juegan dentro de la oscuridad. Las ventanas no están hechas para mirar hacia afuera, sino para que la luz entre haciendo jugar el color en el interior. El arte gótico es este ámbito de interiori­dad lanzado hacia el cielo. La construcción de las catedrales góticas era obra de toda la comunidad, y demandaba más tiempo que la vida de un hombre. Son obras de generaciones y, muchas veces, no han podido ser termina­das. El arte medieval expresa de ese modo la misión del hombre: desarrollar la gloria de Dios.

Es una forma artística que sintetiza todas las formas: la arquitectura, la escultura, la pintura, la música, etc.. El centro de la obra es Dios. Por eso en los cuadros medievales no hay perspectiva: el tamaño de las figuras se determina en relación al centro (que es Dios), y no respecto del artista. No es que los medievales no conociesen las leyes de perspectiva, sino que que­rían simbolizar esta jerarquía, ese orden de la realidad.

El conocimiento se basa en la revelación y consiste en la meditación sobre el contacto entre el cielo y la tierra. La sabiduría es el desarrollo de la revelación. Es un conocimiento que busca la unidad, la síntesis, reunir la totalidad que incluye el cielo y la tierra. Por eso, durante este período, las obras filosóficas fueron llamadas «Sumas», donde todo el conocimiento estaba reunido desde su base, desde la revelación.

13. La revolución franciscana

Siguiendo la hipótesis de interpretación que guía la comprensión de la historia y la cultura en esta obra, la personali­dad de san Francisco de Asís reviste un papel fundamental en la transición a la época moderna. En su experiencia vital del mundo hay una aceptación absoluta de la realidad tal como es; porque todo lo creado, y cada creatura singular es buena, ya que es obra de Dios, y debe ser amada como tal. San Francisco siguió el modelo de Cristo de una manera radical en relación con el amor hacia lo que parece más desechable y despreciable en el mundo: los pobres, los enfermos, los leprosos, la mujer, la naturaleza. Esta aceptación absoluta de la realidad, incluye la contradicción: se acepta incluso la autoridad del Papa y de la Iglesia (aun cuando niegue en la práctica el modelo de Cristo yendo tras el lujo y el poder político o despreciando a los humildes). San Francisco persi­guió la aplicación integral del Evangelio, a través de una exten­sión del amor “a todas las creaturas como momento de su suprema aspiria­ción al cielo”[8]; mientras que, en las antípodas, el papa Inocencio III (a quien san Francisco suplica la aprobación de la orden franciscana) embebido en una tradición pesimista ha escrito un libro titulado Del desprecio del mundo. La contradicción, la tensión se sostuvo mientras san Francisco vivió; pero la división se produjo con la muerte del fundador y la orden se escindió en «monásticos» y «descalzos». Los últimos querían imitar en todo al fundador y de sus filas procedieron las primeras críticas a los grandes sistemas agustiniano y tomista, que prefiguraron los elemen­tos centrales de la modernidad. Guillermo de Occam, Roger Bacon y Duns Scoto fueron franciscanos «descalzos»[9]. Los francis­canos introdujeron principios novedosos: el poder colegiado, en la inves­tigación de la naturaleza, el nominalismo, etc., que estuvieron en la base del Renaci­miento y la Reforma. Esta nueva postura acerca de lo real se desarrolló en una etapa preparatoria de la modernidad entre el año 1300 y el 14


[1] El Imperio Romano de Oriente se llamó Imperio Bizantino y tuvo su capital en Constantinopla. Se dejará de lado el proceso de este Imperio, para centrar la atención en el desa­rrollo del Imperio Romano de Occidente.

[2] Hay que notar que fue también un proceso de mestizaje análogo el que dio nacimiento al mundo griego (las sucesivas oleadas de pueblos que provenían del Asia Menor hasta las invasiones dorias) y al proceso del «helenismo».

[3] «Ecuménica» significa universal.

[4] Esta doble relación de dominio registra una experiencia análoga en la relación entre los primitivos romanos y la cultura griega: también los romanos habían dominado a los griegos quedando subyugados por su cultura.

[5] «Burguesía» viene de «burgos», que son las ciudades. La burgue­sía está ligada en su nacimiento con dos características opuestas: por un lado, el riesgo, la iniciativa individual y la inseguridad que implicaban este tipo de «empresas»; por otro lado, la búsqueda de seguridad para la vida y el intercambio en el asentamiento de nuevos ámbitos que los hiciesen posibles, tales como los burgos o ciudades y el mercado, como ámbito particular dentro de ellas.

[6] Responsabilidad es la actitud y capacidad de dar respuesta a la vocación, es decir, al llamado de Dios.

[7] Repetto, A.: Breve historia de la estética, Buenos Aires, Plus Ultra, 1973, pp. 40-2.

[8] Le Goff, J.: Francisco de Asís, en Los hombres de la historia, CEAL, p. 72.

[9] Cf. Le Goff, J.: Op. cit., p. 81: San Francisco, ¿medieval o moderno?.

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