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viernes, 16 de abril de 2010

CAPÍTULO 8: SAN AGUSTIN

EL PENSAMIENTO FILOSÓFICO DE SAN AGUSTÍN

1. Introducción

El cristianismo se plantea como una novedad absoluta en el curso de la historia, a tal punto que marca el inicio de la verdadera historia y comienza a contar los años nuevamente. Los pensadores cristianos de los primeros cinco siglos tematizaron la continuidad y las diferen­cias entre las filosofías paganas (griegas y romanas) y el mensaje del Evangelio. En esta discusión se replantearon temas antiguos y se enfrentaron problemas radicalmente nuevos. La primera gran síntesis filosófica del encuentro de las filosofías antiguas y el mensaje cristiano se plasma en el pensamiento de san Agustín, cuya influencia sobre el pensamiento cristiano medieval es indudablemente más vasta y más profunda, que la de los otros «Padres». Sin negar la existencia de síntesis anteriores, ninguna de ellas ha sido tan significativa como ésta, de ahí que podamos considerar a san Agustín como el primer filóso­fo de Occidente.

San Agustín ejerció su reflexión en y sobre un mundo que culminaba: el llamado mundo de la «Antigüedad Clásica», y un Mundo Nuevo que se halla en sus inicios y que dará como resultado lo que hoy todavía denominamos Occidente. Por cierto que el tránsito entre estos dos mundos, constituye un proceso en el cual no puede establecerse un hiato definitivo entre la culminación de uno y el inicio del otro, pues, como sabemos, todo proceso histórico se nos manifiesta pleno de matices, de aspectos encontrados, de concepciones contrapuestas y de profundos cambios institucionales y políticos.

A la luz del mensaje cristiano se imponía una nueva sistematización filosófica, tanto de los problemas ya elaborados, como de los nuevos. Con respecto a la tradición greco-latina (el pensamiento antiguo había alcanzado una madurez filosófica que no podía ser ignorada), su asimilación y absorción dentro de la nueva experien­cia, para construir un nuevo sistema de pensamiento. Con respecto a la tradición judeo-cristiana, el tratamiento, de un modo sistemático, de proble­mas tales como la libertad, la historia, el individuo en tanto perso­na, y el hombre como ser universal o la universalidad del género humano, entre otros.

Este intenso y profundo trabajo de asimilación y transposi­ción del pensamiento antiguo y de descubrimiento del sentido de la revelación recibió el nombre de filosofía cristiana, dentro de la cual se suelen distinguir la Patrística y la Escolástica.

1) La Patrística es la filosofía de los «Padres de la Igle­sia», cuyo pensamiento se desarrolló durante los primeros siglos del cristianismo hasta el siglo V, que es el siglo en el que vive san Agustín.

2) La Escolástica es la filosofía de las «Escuelas Cristianas» o de los Doctores de la Iglesia, y se desarrolló desde el siglo VI hasta el siglo XIV.

La Patrística, a través de los grandes concilios, fijó la dogmática, es decir, el significado de la Revelación; la Escolástica, la sistematizó y construyó el organismo de la ciencia sobre Dios (teología).

Por último, y antes de dar paso a su filosofía propiamente dicha, señalemos otro aspecto importante: el carácter militante y polémico de los escritos de san Agustín. Éste es uno de los pensadores en quien más claramente se ve aquello de “vive lo que piensa y piensa lo que vive”. Utilizando una terminología contemporánea, diríamos que es un pensador comprometido. San Agustín es consciente de la especial situación que está viviendo el mundo de su época, y su consmovisión se enfrenta a aquellas otras que de alguna manera se han vuelto incapaces de explicar el mundo en el que viven, y menos aún, de ordenarlo.

2. Vida y obra

San Agustín nació en Tagaste (Numidia, en la actual Argelia oriental, al norte de Africa) el 13 de noviembre del año 354 d. C. Su madre era cristiana (santa Mónica) e influyó mucho en su formación espiritual y en su conversión al cristianismo. Estudió letras y retórica en Madaura y Cartago, y en el año 373 leyó un diálogo de Cicerón, el Hortensius, que le despertó una nueva vocación: la de amar la sabiduría y querer desentrañar la verdad de todo lo que conocía. Esto lo llevó al contacto con los maniqueos[1], quie­nes le prometen la adquisición de esta sabiduría a través de una explicación racional del mundo y la respuesta a un problema que lo preocupó desde siempre: el mal.

En el 383, recibido de profesor de retórica, se dirigió a Roma y luego a Milán, donde recibió la influencia de un famoso orador cristiano: san Ambrosio. La adhesión de san Agustín al neoplato­nismo (y luego al escepticismo de la Academia), marcó el segundo período de su vida, e hizo que abandonase el maniqueísmo, posibilitándole la refutación de ese dualismo, y llevándolo a la concepción de que el mal es no-ser. El escepticismo de la Academia, con el que también simpatizó, le planteó el problema de cómo encontrar la verdad y si existe ésta. En el 386, a los 33 años, se produjo su conversión al cristianismo; decidió dejar la enseñanza y volver al Africa. Ordenado sacerdote, fue elegido obispo de Hipona en el año 395 y murió en esa ciudad, mientras era sitiada por los vándalos de Genserico, el 28 de agosto del año 430. Sus principales obras son: Contra los Academicos, Acerca de la vida buena, Acerca del orden (386 d.C.), Sobre la inmortalidad del alma (387) datan de la época en que era catecúmeno. Entre el año de su bautismo (387) y su ordenación sacerdo­tal (391) escribió Acerca de la génesis contra los Manichaeos, Acerca del libre albedrío, Acerca de la religión verdadera. Después de su ordenación, debemos destacar Acerca de la doctrina cristiana, Confesiones, Acerca de la Trinidad, y La ciudad de Dios.

El planteamiento del problema

3. El problema de la verdad

El primer impulso del pensamiento agustiniano es la búsqueda de la verdad y el deseo de ser feliz. Privilegia la búsqueda del sentido o de la finalidad a la búsqueda de los fundamentos o principios. Desde la lectura del Hortensius de Cicerón –según su testimonio-, su vida no será ya otra cosa que una búsqueda apasionada e incondicional de la ver­dad. “La verdad –dice- si después de buscada diligentemente allí donde parecía seguro su hallazgo, no se la encuentra, se la debe seguir buscando a riesgo de todo peligro”[2]. Y también: “Si la sabiduría y la verdad no se buscan con todas las fuerzas del alma es imposible encontrarlas. Pero si se buscan como es debido, es imposible que se sustraigan y se escondan de sus amadores”[3].

¿Cuál es esta verdad que busca san Agustín? Las verdades de la Sabiduría, a las que resume en dos problemáticas fundamentales: Dios y el hombre, y que no son reductibles a las verdades de la Ciencia. Las verdades de la ciencia son insatisfactorias e insuficien­tes para san Agustín, porque hay una verdad más profunda que es la de la Sabiduría: el sentido de la salvación. Ahora bien, la primera cuestión que se presenta es la del método; es decir, el camino para alcanzar la verdad acerca de Dios y del hombre, para conocer y poseer el bien supremo.

En primer lugar, padeció el influjo del maniqueísmo, que propugnaba como método un racionalismo autónomo: creer sólo lo que se entiende. Pero el resultado fue el fracaso. La razón autónoma no lo llevó a la verdad, sino a los umbrales mismos del escepti­cismo. “Vínome a las mientes el pensamiento, que los filósofos que llaman académicos habían sido más avisados que lo otros al sostener que de todo se debía dudar, llegando a la conclusión de que el hombre no es capaz de ninguna verdad”[4]. Los escépticos afirman que no hay verdad o que, si la hay, no es accesible al entendimiento humano.

San Agustín parte de tres certezas, que están más allá de toda duda razonable: existimos, conocemos que existimos, amamos la existencia y el conocimiento. “Y en estas verdades –agrega- no hay temor alguno a los argumentos de los académicos, que preguntan: ¿Y si te engañas? Si me engaño, existo; pues quien no existe no puede tampoco engañarse; y por esto, si me engaño existo”[5]. La refutación del escepticismo de los académicos anticipa la superación del proceso de la duda que realizará Descartes en el siglo XVII y que servirá de base para la constitución de la ciencia moderna.

Finalmente, san Agustín descubrió su propio método en el cual fe y razón no se excluyen sino que se enlazan: “Si no puedes entender –dice-, cree, a fin de que entiendas”[6]. “San Agustín, aquí como en otras ocasiones, no hace más que sistematizar su experiencia personal, elevar la anécdota a categoría. Llega a lo universal, no por abstracción de lo múltiple, sino profundizando en lo individual”[7].

En sus trabajos sobre el evangelio de san Juan, afirma: “No pretendas entender para creer, sino cree para entender”. Consencio había entendido la consigna agustiniana como una indicación para abandonar la razón y perseverar en la autoridad de la tradición. San Agustín le responde en una carta que debe corregir su manera de pensar, “no para rechazar ahora la fe, sino para esforzarte por ver con la luz de la razón lo que ya mantienes firmemente con la fe. Lejos de ti pensar que Dios odia en nosotros esa facultad por la que nos creó superiores al resto de los animales. Él nos libre de concebir la fe como un sustituto de la razón, para ahorrarnos la reflexión racional, siendo así que ni aun creer podríamos si no fuéramos racionales. Es la razón precisamente la que establece que, en algunas cosas que pertenecen a la doctrina salvadora la fe ha de preceder a la razón, a fin de purificar el corazón del hombre y hacerle capaz de captar y soportar la luz de la gran Razón”[8]. Sin embargo, san Agustín no propugna una fe ciega, de la cual la razón estuviese ausente, sino que reconoce cierto ejercicio de la razón anterior a la fe. Basándose en Isaías: 7, 9; donde lee: "Nisi credide­ritis, non intelligetis" [si no creéis, no comprenderéis], san Agustín agrega: "intellige ut credas, crede ut intelligas", [com­prende para creer, cree para comprender][9], donde se admite una etapa racional, que antecede y prepara el acto de fe. En esta etapa la razón será la encargada de demostrar que es legítimo el asentimiento a las verdades de fe, aunque éstas no sean demostrables. Luego afirma que la razón por sí sola, no alcanza la verdad plena y cierta acerca de Dios y del hombre, y es en este sentido que dice: “somos impotentes para hallar por la razón sola la verdad”[10]. Para conocer la verdad de la sabiduría es necesario primero creer esa verdad, creer en la autoridad de Dios que le enseña: “Creer sin razones cuando aún no estamos en condiciones de aprehenderlas y preparar el espíritu por medio de la fe para recibir la semilla de la verdad, lo tengo no sólo por saludable, sino por necesario”[11]. Y, ¿por qué es nece­sario creer, antes de entender? San Agustín responde que la fe opera una transformación en el hombre; no entiende el acto de fe solamente como una sumisión a fórmulas dogmáticas o como ciega obediencia a la palabra y a la autoridad de Dios. Por el contra­rio, el acto de fe es concebido como una entrega confiada de toda persona a un Dios que es amor y que se revela al hombre para invitarle a entrar en su amistad. “La fe así concebida es ante todo una conversión. Por tanto, no solamente ilumina la razón, sino que sobre todo crea en el hombre una actitud de buena voluntad, de amor sincero de la verdad. El que cree entenderá más, porque tiene purificado el «ojo interior». Y es que no se puede hacer filosofía como se hace física o matemáticas. La filosofía no es una ciencia, es casi religión. El problema central de la metafísica, el del Ser absoluto, no se puede tratar objetivamente, desinteresadamente, a distancia; no es un problema, dirá Marcel, no es un objeto, algo que está frente a mí (ob-iectum), fuera de mí; es un misterio, algo que me concierne, que me comprende, me envuelve”[12].

En este punto, la concepción cristiana de san Agustín es diametralmente opuesta a la perspectiva de los filósofos griegos del tiempo de Sócrates y Platón. Para estos últimos, el conocimiento verdadero es la condición de la vida buena, de la acción moral, del correcto obrar. Quienes obran mal lo hacen por ignorancia, por no saber. La pregunta: ¿cómo es posible que los atenienses hayan condenado al más justo de los hombres (Sócrates)? -para Platón- se responde: por ignorancia, por desconocimiento, por error. Platón fundamenta su tesis de que los filósofos deben gobernar en que sólo ellos conocen el bien de la polis. El conocimiento es condición de posibilidad de la moral. Para san Agustín, en cambio, el conocimiento está condicionado por la moral, por la vida buena, ya que sólo el que se ha convertido a la fe puede alcanzar la sabiduría.

Pero el conocimiento que la fe nos da de la verdad es imperfecto, y no satisface nuestro afán de saber, de entender. El espíritu quiere entender, no creer; quiere conocer a Dios y no solamente creer en El. La fe no es el fin; el fin es la evidencia. Para alcanzar la verdad de la sabiduría es necesario que la filosofía se desarrolle después y dentro de la fe. Hemos dicho antes que la razón no basta para llevarnos a la ver­dad; agreguemos ahora que la fe tampoco: “Ni se puede decir que se ha hallado lo que se cree sin entenderlo, ni se capacita nadie para hallar a Dios de otra manera que creyendo primero lo que ha de conocer después”[13]. La fe no es un sustituto de la razón, sino un auxilio providencial para conocer más y para entender mejor. Es decir, fe y comprensión se requieren mutuamente. La fe es una condición de la comprensión y la comprensión es un requisito para el crecimiento de la fe: la fe en busca de inteligencia -dirá después san Ansel­mo[14]. Ambas, fe y razón, llevan al hombre al conocimiento de la verdad. “Si bien nadie puede creer en Dios sin entender algo, sin embargo la misma fe con que cree le sana, para que entienda más. Porque hay cosas que si no las entendemos no las creemos; y hay cosas que no las entendemos si no las creemos. (...) Por tanto, nuestro entendimiento aprovecha para entender lo que hemos de creer y la fe aprovecha para creer lo que hemos de entender; y en la inteligencia ulterior de lo creído avanza el espíritu con el entendimiento”[15].

4. La prueba de la existencia de Dios

La prueba agustiniana se desarrolla a través de un doble movimiento hacia arriba (ascensión) y hacia adentro (interiorización), procediendo de lo inferior a lo superior y de lo exterior a la interior[16]. Recorreremos un camino que va del mundo al alma humana y del alma a Dios. El punto de partida es el establecimiento de los tres grados de ser (existir, vivir, conocer), cuyo conocimiento es evidente y está más allá de todo engaño. Hablamos de grados porque estos modos de ser se nos presentan ordenados jerárquicamente: el superior (conocer) supone e integra a los inferiores (vivir y existir), de la misma manera que el medio (vivir) supone e integra al inferior (existir). Dentro del conocimiento también se pueden distinguir tres grados: los sentidos externos (que nos aportan los datos de los sentidos), el sentido interno (que recibe los datos de los sentidos y los compara entre sí) y la razón (que proporciona los principios lógicos). También en el conocimiento hay un orden jerárquico: la razón es el grado superior en la medida en que controla y regula a los demás, ya que “nadie duda que el que juzga es mejor que aquel del cual juzga”[17]. Análogamente, el sentido interno es superior a los sentidos externos. En la razón hallamos la verdad, que no puede ser sino común y la misma para todos, no depende de los sentidos externos, de los individuos o de las perspectivas personales. La verdad que hallamos en la razón es siempre la misma, es decir, es inmutable, no cambia. “En consecuencia –razona san Agustín-, no podrás negar que existe la verdad inmutable, que contiene en sí todo lo que es inmutablemente verdadero, a la cual no puedes llamar tuya ni mía ni de nadie, sino que misteriosamente, como una luz secreta y pública a la vez, está presente y a la disposición, en común, de todos los que son capaces de ver las verdades inmutables. Ahora bien, lo que pertenece en común a todos los seres racionales e inteligentes, nadie dirá que es propiedad de ninguno de ellos”[18]. El conocimiento es el grado superior de ser y la razón es el grado superior de conocimiento. La verdad está en la razón pero no pertenece a la razón, trasciende a la razón, porque “a nuestra misma razón la juzgamos según ella [la verdad] y a la verdad en cambio no la podemos en modo alguno juzgar. Decimos, por ejemplo: entiende menos de lo que debe o entiende todo lo que debía. (...) Así pues, si no es inferior ni igual, no queda sino que sea superior”[19]. Por lo tanto, concluye san Agustín, la verdad es superior a la razón.

¿Cómo se explica el conocimiento? ¿Cómo es posible que mi alma tenga conocimientos verdaderos? Si bien todos los conocimien­tos se derivan de las sensaciones, ninguna sensación es necesaria, y sólo lo necesario es verdadero. Tampoco yo puedo ser la fuente de tales conocimientos necesarios, porque también soy contingente y cambiante. La verdad se impone a mi razón, pero la trasciende, está por encima de ella[20]. La presencia de Dios es atestiguada por todos los juicios verdaderos de nuestro pensamiento, pero es al mismo tiempo tras­cendente a todos ellos, así como Dios está presente en todas los seres por Él creados, pero no puede ser reducido a ninguno de ellos (ni a todos ellos). La naturaleza de Dios escapa al pensa­miento, pero el pensamiento tiene su fundamento último en Dios.

Ciertamente que basta probar que existe algo superior a la razón, para probar que Dios existe. Sin embargo, si pudiéramos demostrar que las propiedades de ese algo lo determinan no sólo como superior a la razón sino como ser supremo, como ser eterno e inmutable, entonces ¿podríamos dudar en llamarlo Dios?[21] Ya hemos mostrado que la verdad posee dos propiedades (inmutabilidad y eternidad) que son, por definición, privativas del ser supremo. Las verdades eternas e inmutables de nuestra razón no pueden explicarse desde el punto de vista de la razón, lo cual nos obliga a afirmar la existencia de una Verdad inmutable y eterna, que es Dios. Por lo tanto, la Verdad en la que se sostienen las verdades que son contenidos de nuestra razón y sin la cual no se explicarían, es Dios. “No hay, pues, ya lugar a dudas: esa realidad inmutable, superior a la razón, es Dios, Sabiduría, Vida y Ser supremos”[22]. En otros términos: la existencia de las verdades del conocimiento racional sólo pueden explicarse si participan de la existencia del Ser Supremo, de la Verdad Absoluta. “Donde encontré la verdad -dice san Agustín- allí encontré a mi Dios, que es la misma Verdad”[23]. Sólo Dios es la razón suficiente de las verdades del conocimiento humano. “Tú estás dentro de mí, más dentro que mi misma intimidad y más por encima de mí que lo más elevado de mí”[24].

La vía agustiniana para probar la existencia de Dios pasa necesariamente por el interior del hombre: encuentra a Dios en lo más interior, en lo superior. Las verdades no pueden provenir del exterior; ya están en el interior, aunque el alma no las haya creado sino que las ha encontrado o hallado[25]. Las verdades no pueden provenir de lo inferior, sino de lo superior. De esta manera, san Agustín retoma y reinterpreta el pensamiento de Platón. La realidad puramente inteligible, que trasciende mi razón, que es necesaria, inmutable y eterna, es lo que llamamos Dios. Dios es (siguiendo la metáfora platónica de la alegoría del sol) “el sol inteligible, a cuya luz la razón ve la verdad; el Maestro interior, que responde desde dentro a la razón que le interroga”[26].

Dios no puede ser abarcado por el pensamiento, es incognoscible, es inefable. En estas afirmaciones de san Agustín está presente la tradición hebrea, que concibe a Dios como «Altísimo», como innombrable, y Agustín mismo nos recuerda la tradición veterotestamentaria del Exodo: 3, 14. Allí Moisés pregunta a Dios qué les responderá a los israelitas cuando le pregunten por su nombre, y Dios le respondió: “Ego sum qui sum” [Yo soy el que soy]. “Es el ser mismo [ipsum esse], la realidad plena y total [essentia], hasta el punto de que, estrictamente hablando, esa denominación de essentia sólo le conviene a Él”[27]. De esta manera, san Agustín logra una síntesis de la tradición hebrea presente en la Biblia y de la tradición griega platónica, a tal punto que los significados diversos se ven fundidos: trascen­dencia e inmutabilidad.

Detengámonos ahora un poco más en la teoría del conocimiento elaborada por san Agustín.

5. El conocimiento: teoría de la Iluminación

La verdad no consiste solamente en la correpondencia de la realidad con los visión del conocimiento, ya que hace falta un tercer elemento: la luz que posibilita la visión. La tesis básica de la teoría agustiniana del conociento afirma que Dios ilumina el entendimiento del hombre en el conocimiento de la verdad. Esto significa que buscando el fundamento de la verdad, lo hallamos solamente en Dios. La adquisición de la sabiduría, debe explicarse por la iluminación de la verdad divina, o sea, por una influencia creadora más rica, que hace participar a nuestra alma no sólo de las perfecciones temporales, sino también de la misma verdad. La razón humana no es por sí misma luz, por lo que necesi­ta ser alumbrada por la Primera Verdad, para poder llegar a la sabiduría. La verdad no es producto mío, sino que está en todos, y esa presencia de la verdad, implica la presencia de Dios. Esa presencia de Dios se manifiesta en el hombre a la manera de una luz que ilumina. ¿Y qué es esa luz?, es la participación en la inteligibilidad que Dios mismo tiene de la verdad; significa conocer a la manera en que Dios conoce la verdad, pero proporcio­nada a nuestra manera de conocer. Para Platón el conocimiento es reminiscencia, recuerdo de lo que ya conocimos; para san Agustín, el conocimiento es reconocimiento de lo presente en el interior del hombre. Buscamos a Dios; si lo conociéramos no lo buscaríamos, pero si no lo conociéramos, no lo buscaríamos.

En esta teoría hay que distinguir dos aspectos: a) el hecho, y b) el modo de la iluminación. San Agustín niega que nuestra inteligencia, en el orden natural, pueda ver a Dios directamente (excepto en raras ocasiones de la vida mística), mientras que la iluminación es un beneficio común, recibido por todo espíritu, tan pronto como alcanza la verdad. “La iluminación, la palabra interior no son otra cosa que la presencia de Dios y la imagen de Dios en el alma y el consiguiente preconocimiento del ser y sus atributos, unidad, verdad, bien”[28], que permiten fundamentar los conceptos. En términos de Heidegger, podría decirse que el conocimiento de cualquier cosa que es, de cualquier ente, supone una precomprensión del significado del ser.

Nuestra vida y nuestro ser vienen a cada instante de Dios, y en este sentido, podemos decir con san Pablo, que “vivimos y existimos en Dios”. Hay dependencia ontológica total del entendimiento humano con relación a Dios, de quien él tiene el ser, la actividad y la vida. “No quieras irte, vuélcate sobre tí mismo; en el hombre interior habita la verdad. Y si encuentras tu naturaleza mutable, trasciéndete también a ti mismo; acuérdate en el momento de tras­cenderte, que tú trasciendes a un alma racional. Por lo tanto, tiende hacia allá, desde donde la misma luz de la razón queda encendida”[29].

6. La creación: tiempo y eternidad

Este tema constituye un punto esencial de ruptura con la cosmovisión de la llamada Antigüedad Clásica. San Agustín parte de realizar una exégesis bíblica del primer libro del Génesis, en donde textualmente se señala: “En el principio Dios creó el cielo y la tierra”. «Principio» -dice san Agustín- no se refiere de ninguna manera a un comienzo temporal, es decir, algo dado ini­cialmente en el tiempo, pues un comienzo implica necesariamente un antes y un después de ese comienzo y esto es implanteable porque antes de la creación no hay tiempo. Dios ha creado simultáneamente el tiempo y el mundo, por lo que puede decirse que el mundo fue creado con el tiempo y no en el tiempo. Tiempo y mundo son coex­tensivos. En este sentido es correc­to decir que el mundo ha exis­tido siempre, porque no ha habido un tiempo en que el mundo no existie­ra. Pero es falso decir que el mundo es eterno, porque la eternidad no es la extensión total del tiempo, no es la duración continua (no debe concebirse linealmente, sobre el modelo del tiempo).

En realidad, la eternidad consiste en la negación del tiem­po; es, en efecto, a-temporalidad. Ella señala la trascendencia de Dios -el único eterno- respecto del devenir. Eternidad es un eterno presente, permanencia plena sin movilidad ni transcurrir, constancia e inmutabilidad del Ser puro.

Pero lo fundamental en este concepto de creación no es el problema del comienzo, sino el modo especial de relación que hay, a la vez de separación y de dependencia, entre el Creador y lo creado. El Génesis dice: “Dios creó”, y crear significa: Dios hace algo y no engendra algo; hace algo otro de sí, porque de ser engendrado sería de su misma substancia y la creación no tiene la misma substancialidad que Dios. “Existías Tú y otra cosa, la nada, de donde hiciste el cielo y la tierra”[30]. Es decir, esta crea­ción es una producción desde la nada. Técnicamente se la llama: creación ex nihilo. Para san Agustín, no sólo las formas constitu­tivas de los entes provienen de Dios (en el sentido de que en Dios existe el conocimiento de las cosas y también las ideas de esas cosas, ideas que son modelos o ejemplos conforme a los cuales crea las cosas), sino también su materia. Se advierte aquí una diferen­cia con lo afirmado en el Timeo de Platón: allí el demiurgo aporta las determinaciones formales (copiando a las Ideas), pero la materia con que opera es independiente de su tarea creadora, existe previamente a su actividad.

San Agustín concibe la creación como un acto de instauración ontológica absoluta, un producir el ser a partir de la nada, por lo cual no necesita suponer un substrato o materia preexistente sobre el que se proyectarán las determinaciones formales. Para los griegos, en cambio, hubiera resultado absurdo tal generación del ser desde la nada (piénsese en Parménides). Toda plasmación onto­lógica, toda gestación de nuevos seres, requiere, en el caso de Platón, un algo, un sustrato previo y no creado sobre el cual proyectar la forma, precisamente porque Platón acepta el principio parmenídeo de la imposible emergencia del ser a partir de la nada.

Pero la idea cristiana del Dios Creador (no un mero artesano-operario como el demiurgo platónico) es la del Pleno Ser que dispensa absolutamente el ser sin condicionamientos ni dependen­cias. Esta postulación de la identidad entre Dios y el Ser[31], es lo que autoriza a prescindir de un sustrato previo para el acto creador. Su omnipotencia es manifestación de la plenitud ontológi­ca por la que es capaz de crear el ser desde la nada.

Respecto de la creación, quedan dos puntos por señalar:

1) De lo creado no hay autonomía, es decir, que la creación haya sido hecha no significa que por sí sola pueda desarrollarse y mantenerse, entre otras cosas, porque lo creado necesita de Dios para su conservación. Si de alguna manera Dios dejase de pensar en el mundo un instante, éste se aniquilaría.

2) No hay necesidad alguna de esta creación. Dios ha creado el mundo, como omnipotente que es, por un acto de bondad, de su infinita bondad. No ha sido constreñido a crear el mundo; si lo hace es porque es soberanamente bueno, para hacer participar de su ser a las creaturas. La creación entonces, es un don de Dios.

7. Las razones seminales

Si el acto creador es total y absoluto, no sólo la forma sino también la materia de las creaturas provienen de Dios. Dice Gil­son: “[Dios] contiene eternamente en sí los modelos arquetípicos de todos los seres posibles, sus formas inteligibles, sus leyes, sus pesos, medidas y números. Estos modelos eternos son Ideas, consustanciales a Dios. [Dios] ha hecho existir la totalidad de lo que fue entonces, de lo que es actualmente y de lo que será adelante. Todos los seres futuros han sido pues producidos desde el origen, junto con su materia, pero en forma de gérmenes -razo­nes seminales- que debían o deben aún desarrollarse en el decurso de los tiempos, según el orden y las leyes que Dios mismo ha previsto. Dios lo ha creado todo de una sola vez y, si bien toda­vía conserva, ya no crea más”.

Las cosas fueron pues creadas por Dios, de suerte que sus efectos estaban ya implicados en sus razones seminales. La doctri­na agustiniana de las razones seminales es invocada para explicar la fijeza de las especies. Los elementos de los cuales están hechas las razones seminales poseen su naturaleza y su eficacia propia: por eso, un grano de trigo engendra trigo y no habas, o un hombre engendra a un hombre y no un animal de otra especie. Las razones seminales constituyen un principio de estabilidad.

8. El mal, el pecado, la caída, la libertad

La idea de libertad está estrechamente relacionada con la idea del mal, con la idea del pecado y con la caída. Dice san Agustín que el mal sólo es efecto de nuestra voluntad libre. Y no porque nuestra voluntad sea mala esencialmente (no puede serlo, porque nuestra voluntad ha sido creada por Dios y Dios no puede crear nada malo). O sea, que nuestra voluntad es buena por natura­leza pero el origen del mal estaría dado cuando hacemos un mal uso de nuestra voluntad. No es entonces nuestro libre albedrío el que es malo, sino el mal uso del libre albedrío. Aquí reside entonces el origen del mal. Aclaramos que el mal del que se está hablando es el mal moral, porque el mal en sentido estricto es el mal moral. Aquello que consideramos un mal físico o mal natural, lo que nosotros vemos como mal (pensemos en las enfermedades, los cataclismos, las penurias, etc.), justamente lo vemos como mal por la finitud de nuestro espíritu, es decir, dada nuestra capacidad finita no podemos acceder al plan divino, no podemos comprender el proceso de la creación en su totalidad y no entendemos que éstos no son sino medios de los cuales Dios se sirve para lograr fines buenos.

Por otro lado -señala san Agustín-, nuestro libre albedrío tiene una doble limitación:

1) una limitación ontológica que depende directamente del hecho de que el hombre es un ser creado, un ser finito, que si bien participa del Ser, no es el Supremo Ser.

2) una limitación moral que proviene del pecado original, a partir del cual nuestra naturaleza ha quedado debilitada y por consiguiente nuestra voluntad, como parte de esa naturaleza, también ha quedado debilitada en ese necesario tender hacia el bien.

De modo que san Agustín niega que el mal tenga realidad ontológica, que sea principio constitutivo de la realidad, que exista algo que sea sustantivamente malo. La naturaleza del hombre no es mala; el hombre conserva su capacidad de tender al bien, pero en tanto esta capacidad está debilitada, limitada, no puede por sí solo alcanzarlo. Necesita, precisamente, del auxilio de la Gracia.

El mal como pecado, se atribuye a la libertad humana: el hombre es libre y por lo tanto responsable. Al ser nuestra volun­tad libre, puede someterse al influjo de las pasiones en lugar de someterse al mandato del espíritu, de la parte superior. Pero aunque por naturaleza esta voluntad debe tender a Dios, por ser libre, puede rebelarse, y aquí está el pecado, aquí está el mal. El hombre es responsable de esta elección. Al ser libres, acepta­mos la responsabilidad y la imputabilidad de nuestros actos.

9. El hombre

Entre los elementos que san Agustín tomó del neoplatonismo hay que destacar “la definición del hombre -dialécticamente justi­ficada por Platón, en el Alcibíades, y reasumida después por Plotino- [la que] ha ejercido una influencia decisiva” en su pensamiento: el hombre es un alma que se sirve de un cuerpo. Cuando habla como simple cristiano, Agustín tiene buen cuidado de recor­dar que el hombre es la unidad de alma y cuerpo; cuando filosofa, vuelve a caer en la definición de Platón”[32]. El hombre es un ser compuesto de alma y cuerpo. El alma es un principio puramente espiritual y simple unida al cuerpo por una tendencia natural que la impulsa a darle vida, a cuidarlo y ordenarlo. El alma inmortal e inmaterial anima el cuerpo mortal y material. Para san Agustín, el hombre es la unidad del alma con el cuerpo, no el alma encadenada al cuerpo, como decía Platón. Aquí, como en otros temas, san Agustín efectúa una síntesis de la tradición griega con la tradición semita judedo-cristiana.

Como los filósofos griegos del período helenista, san Agustín piensa que la conducta del hombre persigue como fin la felicidad, pero a diferencia de aquellos sostiene que la felicidad sólo puede hallarse en Dios. Puesto que el hombre es falible, finito y no puede satisfacerse a sí mismo, sólo podrá alcanzar satisfacción en la posesión de un Bien que sea algo más que él mismo, en la posesión de un objeto inmutable. “El anhelo de Dios es, pues, el deseo de beatitud, el logro de Dios es la beatitud misma”[33]. Para san Agustín el hombre tiene una vocación sobrenatural, es un ser para Dios.

10. Las dos ciudades: el hombre en la historia, la política y la ética

La afirmación de la unidad del género humano está taxativamente hecha por san Agustín en el capítulo I del libro XIV de La Ciudad de Dios, donde nos dice que todo el género humano procede de un primer hombre. Esto significa, en primer lugar, la posibilidad de asegurar la concordia (noción fundamental en el pensamiento de san Agustín), que tiene que darse necesariamente porque entre todos los hombres, por provenir de uno solo, hay un grado de parentesco, un grado de consanguinidad. Lo novedoso, es que aquí no se plantea la unidad, limitándola a un marco histórico-cultural concreto (como La República de Platón), sino en tanto la unidad del género humano en su totalidad.

En el cap. XXIII del libro XII de La Ciudad de Dios, san Agustín reitera esta concepción y además agrega que el hombre ha sido hecho para vivir en sociedad. Es decir, que esta unidad supone necesariamente una armonía de las partes constitutivas de la misma.

El desarrollo de lo que acabamos de mencionar se expresa en lo que san Agustín va a llamar «la ciudad de Dios», por un lado; y por el otro, «la ciudad terrena». Con este tema entramos en lo que podríamos denominar el hombre en la historia. En el libro XIV, cap. I, dice: “...siendo tantos y tan grandes los pueblos disemi­nados por todo el orbe de la tierra [...] no forman más que dos géneros de sociedad humana que podemos llamar, conforme a nues­tras escrituras, dos ciudades”.

Es decir, que la gran multiplicidad de culturas, de pueblos, de regiones geográficas e históricamente determinadas, de algún modo, se universalizan por la pertenencia de todos y cada uno de los hombres, a estas dos formas de sociedad: la de aquellos que han elegido vivir según las pasiones, o la de aquellos que viven según el espíritu[34]. Ahora bien, cuando nos dice “vivir según las pasiones” (o la carne), ¿quiere decir vivir tratando de satis­facer nada más que los apetitos sensoriales, los placeres del cuerpo?; y “vivir según el espíritu”, ¿significará poner el bien del hombre en su ánimo, en su espiritualidad? San Agustín dice que ni una ni otra interpretación es correcta. En primer lugar, porque en el espíritu también hay pecado: la soberbia, la injusticia, son pecados del espíritu. Vivir según la carne, es vivir según el pecado, y el pecado, en tanto tal, no procede de la carne, sino del espíritu. El pecado procede de la libertad, es causado por la voluntad libre que elige mal. Vivir según la carne, quiere decir entonces, vivir transgrediendo el orden querido por Dios para nosotros y para el mundo. Del mismo modo, vivir según el espíritu, no es solamente cultivar el espíritu, sino hacerlo conforme a la voluntad de Dios y con el auxilio de la Gracia.

La naturaleza del hombre gira alrededor de dos ejes, persigue dos amores: Dios y sí mismo. El hombre es un ser creado por Dios y orientado hacia su Creador, aun después del pecado original. El hombre es un ser para Dios. Dios es el fin del hombre porque es su principio, su Creador. Pero el pecado originó una tendencia contraria a la primera por la cual tiende a centrarse en sí mismo, rechazando a Dios. Una tendencia hacia el Dios, que es el Bien y el Ser Supremo a la que se contrapone una tendencia hacia sí mismo, que es el pecado y la nada. No se trata de una lucha entre el alma y el cuerpo, entre lo espiritual y lo material, sino de una tensión entre dos voluntades, una controversia interior. Como consecuencia del pecado, el hombre no puede llegar a ser hombre por sí, por sus solas fuerzas. Necesita el auxilio de la gracia de Cristo. El hombre no se satisface a sí mismo y sólo puede alcanzar el reposo en Dios.

11. La historia como peregrinación

San Agustín se refiere a la historia como peregrinación, es decir, como la marcha donde debemos estar, y esto es, hacernos uno con Dios, lo cual es posible por la Redención y la ayuda de la Gracia, y redimirnos del pecado, de ese pecado original, que todos traemos al mundo por el hecho de ser seres humanos. Desde el comienzo hasta el fin de los tiempos, los hombres peregrinan, claro que en este peregrinar, no todos lo hacen para alcanzar el supremo bien.

Las dos ciudades, en el proceso histórico que llamaríamos hoy concreto (en las instituciones, en los pueblos, en las naciones) están mezcladas. Pero están, como dice san Agustín, espiritualmen­te separadas, porque lo que distingue al ciudadano de una ciudad del ciudadano de otra, es justamente su libre albedrío. Si su voluntad se dirige hacia el bien, vive en la ciudad de Dios; si por el contrario elige el pecado, vive en la ciudad terrena o ciudad del demonio: “Dos amores han hecho dos ciudades, el amor de sí, hasta el desprecio de Dios, ha hecho la ciudad terrena; el amor de Dios, hasta el desprecio de sí, ha hecho la ciudad celes­te”[35].

Se ve entonces que lo que define a las dos ciudades es la voluntad libre y que esta voluntad, a su vez, se halla basada en el amor. El amor es aquello que nos hace ir hacia lo que desea­mos: uno, el amor egoísta, reduce el bien común a su propio bene­ficio; el otro, el amor altruista, es el que mira la utilidad común en vista de esta sociedad celestial.

Es necesario señalar que el haber elegido vivir en la ciudad de Dios, no implica de ninguna manera renunciar a vivir en el mundo, sino que, si bien se participa de la vida temporal en todas sus formas, lo que importa en definitiva, es el uso que de estas formas temporales se haga, que sea o no conforme a los fines de Dios. La diferencia estriba entonces, en que unos ven estos bienes temporales como fines en sí, y en tanto tales, los aman. En cam­bio, aquel que ama a Dios, “no por eso se retira del siglo”. No lo considera un fin en sí, sino que busca trascenderlo hacia un fin superior.

Se pertenece o no a estas ciudades en cuanto se aman las mismas cosas y se está orientado hacia un mismo fin. Las dos ciudades no son de ninguna manera una entidad concreta, geográfica e históricamente determinadas; por el contrario, son supratempora­les, tienen un sentido ideal, no hay una ubicación objetiva ni una determinación precisa en el tiempo. En la historia, el ser concreto de cada una de estas dos ciudades está dada por sus ciudada­nos, por la voluntad del hombre, por su disposición interior en el curso de su vida, de pertenecer a una o a otra.


[1] El maniqueísmo es una doctrina aparecida en Persia en el siglo III por obra de Manes, y difundida ampliamente en el mundo greco-romano incluso en los siglos sucesivos. Entre otras cosas, admite los dos principios del Bien y del Mal, originarios, irreductibles en su antítesis, y en cuya lucha reside el significado de la historia universal. Este dualismo también se repite en el hombre, pues en él hay dos almas, una corpórea (principio del mal) y otra luminosa (principio del bien).

[2] San Agustín: De utilitate credendi, 7, 18.

[3] San Agustín: De moribus Ecclesiae catholicae et manichaeorum, I, 17, 31.

[4] San Agustín: Confesiones, V, 10, 19.

[5] San Agustín: La ciudad de Dios, XI, 26.

[6] San Agustín: Sermón 118.

[7] Pegueroles, J.: El pensamiento filosófico de san Agustín, Barcelona, Editorial Labor, 1972, p. 15.

[8] San Agustín: Epistula, 120, 2-3.

[9] San Agustín: Sermón 43.

[10] San Agustín: Confesiones, VI, 5, 8.

[11] San Agustín: De utilitate credendi, 14, 31.

[12] Pegueroles, J.: 1972, pp. 18-9.

[13] San Agustín: De Libero arbitrio [Sobre el libre albedrío], II, 2, 6.

[14] Cf. Gilson, E.: La filosofía en la edad media, Madrid, Editorial Gredos, 1965, p.120.

[15] San Agustín: Enarratio in psalmum (38), 18, 3.

[16] Cf. Gilson, E.: 1965, p. 122.

[17] San Agustín: De libero arbitrio, II, 5, 12.

[18] San Agustín: De libero arbitrio, II, 12, 33.

[19] San Agustín: De libero arbitrio, II, 12, 34.

[20] Cf. Gilson, E.: 1965, p. 122.

[21] Cf. san Agustín: De libero arbitrio, II, 6, 14.

[22] San Agustín: De vera religione, 31, 57.

[23] San Agustín: Confesiones, X, 24.

[24] San Agustín: Confesiones, III, 6.

[25] Que son halladas o encontradas se dice en latín inventor, término que también tiene el significado de inventar. Algunos filósofos postmodernos, como Deleuze, han afirmado que los filósfos inventan conceptos, retomando el significado inverso al de san Agustín.

[26] Gilson, E.: 1965, p. 122.

[27] Ibídem.

[28] Pegueroles, J.: 1972, p. 55.

[29] San Agustín: De vera religione [Sobre la religión verdadera], IV, 39, 72.

[30] San Agustín: Confesiones, XII, 7.

[31] “Ego sum qui sum” [“Yo soy el que soy/el que hace ser”] (Exodo 3, 14-5).

[32] Gilson, E.: 1965, pp. 120-1.

[33] San Agustín: De moribus ecclesiae catholicae et manichaeorum, 1, 11, 18.

[34] Se desarrolla aquí, la concepción de los dos «órdenes» de lo real, presente en la tradición semita véterotestamentaria.

[35] San Agustín: La ciudad de Dios, Libro XIV, cap. XXVIII.

1 comentario:

  1. enhorabuena por este maravilloso texto y por la claridad con la que explicas el pensamiento de San Agustin.

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