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viernes, 16 de abril de 2010

CAPÍTULO 11: LA EPOCA MODERNA EUROPEA

Esta obra está protegida por derechos de autor ISBN 987-9248-58-9


LA ÉPOCA MODERNA EUROPEA

1. El concepto de lo «moderno»

El historiador del pensamiento Alexandre Koyré escribió: “¿Qué son los tiempos modernos y el pensamiento moderno? Antiguamente se sabía muy bien, los tiempos modernos comenzaban al fin de la edad media, concretamente en 1453; y el pensamiento moderno comenzaba con Bacon, quien al fin había opuesto al razona­miento escolástico los derechos de la experiencia y de la sana razón humana”.

“Era muy simple. Por desgracia, era completamente falso. La historia no obra por saltos bruscos; y las netas divisiones en períodos y épocas no existen más que en manuales escolares. Una vez que se empiezan a analizar las cosas un poco más de cerca, la ruptura que se creía ver al principio, desaparece; los contornos se difuminan, y una serie de gradaciones insensibles nos lleva de Francis Bacon a su homónimo del siglo XII, y los trabajos de historiadores y eruditos del siglo XX nos han hecho ver sucesiva­mente en Roger Bacon un hombre moderno, y en su célebre homónimo un rezagado; han «vuelto a colocar» a Descartes en la tradición escolástica y han hecho comenzar la filosofía «moderna» con santo Tomás. El término «moderno», ¿tiene en general algún sentido? Siempre se es moderno, en toda época, desde el momento en que uno piensa un poco más o menos como sus contemporáneos y de forma un poco distinta que sus maestros. Nos moderni [nosotros los moder­nos], decía ya Roger Bacon... ¿No es en general vano querer esta­blecer en la continuidad del devenir histórico unas divisiones cualesquiera? La discontinuidad que con ello se introduce, ¿no es artificial y falsa?”.

“Sin embargo, no hay que abusar del argumento de la continui­dad. Los cambios imperceptibles desembocan en una diversidad muy clara; de la semilla al árbol no hay saltos; y la continuidad del espectro no hace sus colores menos diversos. Es cierto que la historia de la evolución espiritual de la humanidad presenta una complejidad incompatible con las divisiones tajantes; corrientes de pensamiento se prosiguen durante siglos, se enmarañan, se entrecruzan. La cronología espiritual y la astronómica no concuer­dan. Descartes está lleno de concepciones medioevales; alguno de nuestros contemporáneos es además contemporáneo espiritual de santo Tomás”[1].

2. Relatividad de la periodización histórica

Los historiadores definen la época moderna europea como el período histórico que se extiende desde el siglo XV hasta el fin del siglo XVIII. Según este marco, el período comenzó en el año 1453, signado por la caída de Constantinopla o en el año 1492, en que se produjo la llegada de los europeos a América; y terminó en el año 1789, en que aconteció la Revolución Francesa, con la que se daría comienzo a la era contemporánea. Sin embargo, si se trata de comprender la historia como un proceso, la fijación de fechas precisas para las grandes revoluciones, para los grandes cambios en la concepción del mundo, es problemática, porque las características propias de una época, los nuevos principios y los rasgos que marcan su diferencia cualitativa respecto de la anterior y de la posterior, ya se venían gestando desde tiempo atrás; a la vez que las carac­terísticas del mundo anterior conviven mezcladas con las nuevas[2].

En los párrafos siguientes se contrapondrán, con fines didácticos, las concepciones modernas a las medievales, exagerando las dife­rencias para com­prenderlas más claramente y esquematizando proce­sos complejos en lineamientos simples[3].

3. Lo moderno como ruptura y atomización

Para comprender el mundo antiguo y el medieval, es necesario hacer un esfuerzo de acercamiento, porque estas concepciones son lejanas y extrañas a los supuestos y categorías que rigen el mundo actual. Para comprender el período moderno es necesario hacer un esfuerzo inverso, que consiste en tomar distancia respecto a lo que resulta cercano e inmediato.

El mundo medieval era un mundo cerrado y ordenado, que tenía conciencia de sus límites (espaciales o geográficos y espirituales o en la conciencia), el mundo moderno se nos aparece como una época de ruptura de esos límites. La unidad del mundo, basada en el orden del ser (kosmos) o en el sentido de la salvación (Providencia divina) se ha roto en una multiplicidad de fragmentos. Por eso dice Touraine que “la modernidad es la antitradición, la inversión de las convenciones, costumbres y creencias, la salida de los particularismos y la entrada en el universalismo, o también la salida del estado de naturaleza y la entrada en la edad de la razón”[4]. Es decir que en la modernidad se conjugan y yuxtaponen tendencias a la multiplicidad y al universalidad, a la fragmentación y a la abstracción.

La Europa cristiana medieval era un mundo que tenía límites objetivos y subjetivos: a) Objetivamente era una región rodeada por el Islam, que dominaba el mar Mediterráneo, cerraba el tránsito hacia el Oriente, hostigaba las costas e, incluso, ocupaba territorios continentales (como la mayor parte de la península ibérica y el norte de Africa). Mientras que por el occidente Europa estaba limitada por el Océano Atlántico (el mar «Desconocido», no navegado y que, según la creencia generalizada, conducía al Abismo). El mundo medieval estaba objetivamente limitado dentro del territorio circunscripto por el mar Mediterráneo. De manera análoga, el modo de pensamiento desde el que se comprendía este mundo cristiano medieval estaba limitado y se expresaba en la concepción astronómica anti­gua, construida a partir de la filosofía de Aristóteles y de la física de Ptolomeo.

b) Subjetivamente (es decir, en la conciencia) había una voluntad de síntesis. El hombre medieval trataba de sintetizar cielo y tierra. Había un orden en el que el hombre se sabía como creatura de Dios, cum­pliendo con una misión específica en el plan de salvación. El mundo medieval era concebido como un universo cerrado, objetivamente ordenado, donde había una certeza o seguridad subjetiva del lugar que le correspondía al hombre y a las creaturas.

La modernidad se manifiesta como la disolución y la destrucción de este mundo finito y cerrado de la cristiandad medieval y como la promesa de un universo y de un hombre nuevos, los que deben ser creados volviendo la espalda al pasado.

3.1. La ruptura de los límites objetivos

3.1.a. El mundo nuevo

Objetivamente, el mundo había cambiado: ya no estaba rodeado, sino que comenzaba a abrirse de diversos modos. Por un lado, hacia el Atlántico, se iniciaron los recorridos por la costa africana, primero, y luego, a partir de los viajes de Colón y Magallanes, se restableció y multiplicó el flujo mercantil. Por otro lado, el retroceso del Islam abrió la perspectiva hacia Oriente: los árabes fueron expulsados de la penín­sula ibérica, el mismo año en que Colón llegó a la «Indias Occidentales». América no fue el «Mundo Nuevo». No hay que pensar que a partir de Colón haya dos mundos (uno nuevo y otro viejo) geográficamente separa­dos. Hubo dos mundos históricamente diferenciados: el viejo mundo era el mundo medieval, circunscripto al mar Mediterráneo; el nuevo mundo era el planeta entero, por primera vez unificado en el viaje de Magallanes; era el mundo tal como lo conocemos hoy, como un globo. Se abrió así, por primera vez, la posibilidad de pensar la historia globalmente, esto es, planetariamente. América hizo posible la historia planetaria, alterando el significado del concepto de lo universal. A partir de entonces, «universal» quiere decir también «planetario». Con el conocimiento de que los territorios a los que habían llegado los navegantes españoles no eran las «Indias Orientales», sino un nuevo continente, y sobre todo, con el primer viaje alrededor del globo, comenzó la historia universal en su verdadero sentido, como historia planetaria. Hasta entonces sólo había sido la histo­ria de Europa y de los territorios vinculados a ella.

El descubrimiento tuvo consecuencias de suma importancia: por un lado, se comprobó la validez de la concepción que sostenía que la tierra era esférica (hipótesis sumamente cuestionada hasta entonces); por otro lado, se incorporó el océano Atlántico al mundo europeo, con la progresiva hegemonía de las naciones ubicadas en sus costas (España y Portu­gal primero, Holanda e Inglaterra después). Hacia el fin de la edad media, las ciudades más importantes eran las que tenían puertos sobre el mar Mediterráneo (Venecia, Génova, Florencia, etc.). A partir del descubrimiento, cobraron importancia las naciones que desarrollaron la navegación de ultramar incorporando, a través de la conquista, los nuevos territorios americanos a sus reinos. La conciencia del «Nuevo Mundo» se incorporó a las naciones euro­peas como una ampliación multidireccional del mismo mundo[5].

Hacia fines del siglo XV se abrió el comercio con Oriente y se inició la conquista de América. Las operaciones comerciales con los países lejanos requirieron importantes fondos de inversión, con alto riesgo y por ello, buscaron obtener la mayor ganancia posible. Ésta dependió de la mayor diferencia entre el precio pagado por la mercancía comprada y el precio que se pudiera obtener al venderla en otro lugar. La mayor ganancia se obtuvo, pues, al comprar una mercancía en una región que la pro­dujera con facilidad y donde abundara (lo que abarataba su precio), para venderla en otra región donde su precio fuese elevado, a causa de la dificultad o imposibilidad de su producción. La extensión del mercado a todo el planeta y la conquista de los mercados coloniales requirieron del apoyo de los Estados nacionales (al mismo tiempo que los monarcas absolutos necesitaron de los sectores bur­gueses para controlar a las familias aristocráticas terratenientes. Así lo considera H. Denis: “el comercio lejano fue el que abrió inicialmente los mercados de la producción capitalista y promovió su desarrollo [...] En este proceso comple­jo, el comercio lejano tuvo un papel inicial insus­tituible[6]. En el curso del siglo XVI se fueron introduciendo en Europa toda clase de mercancías nuevas: cacao, tabaco, tomate, maíz, papa, vainilla, café, té, etc. Con ello se incrementó el tráfico de otras: azúcar, melazas, ron, y también... negros (cuyo comercio se inauguró hacia 1510 y creció muy rápidamente).

“Para completar el cuadro del capitalismo naciente –continúa diciendo H. Denis-, hay que señalar, claro está, que se caracterizó por el desarrollo del antagonismo entre los principales Estados avanzados de Europa occidental y por la extensión de la empresa de brutal dominio de Europa sobre el resto del mundo. Si bien es cierto que los mercan­tilistas no disimularon estos hechos, no por ello parecieron sospechar las alienaciones que comportaban, en especial la alienación[7] de los pueblos colonizados, como consecuencia de la lucha llevada a cabo contra sus instituciones y su cultura propias, así como de los procedimientos de «hacer rentables» los recursos de sus territo­rios (que implican particularmente la implantación de un sistema esclavista de producción en varias regiones del mundo).”

“Los conquistadores europeos de la primera ola colonial se dedicaron en primer lugar, al pillaje sistemático de los territo­rios descubiertos. Cuando quisieron establecer una explotación más regular de los recursos de aquellos territorios, se encontraron con el problema de la escasez de mano de obra. Para resolverlo, no se les ocurrió nada mejor que la esclavitud y organizaron el importante y lucrativo tráfico de esclavos que pobló de negros una parte de América.”

“Los españoles en América, se arrogaron el derecho de reducir a esclavitud a los indígenas que resisten a la conquista, a la propagación del evangelio o al establecimiento de un comercio regular. Utilizaron asimismo distintas formas de trabajo forzado. Pero, como esto no bastaba, recurrieron a los esclavos negros importados de Africa”[8].

La apertura del mundo cristiano medieval, principalmente por la irrupción de América en la historia, desencadenó un proceso de crisis en Europa: los metales preciosos traídos por los españo­les y portugueses, devaluaron la moneda e hicieron subir los pre­cios. Este proceso arruinó a la antigua nobleza (que vivía en gran parte de rentas fijadas en dinero) y permitió a los nuevos secto­res enriquecidos por el comercio comprar las tierras a una nobleza terrateniente cada vez más endeudada. Muchas de estas tierras se transformaron en zonas de pastoreo, con la consiguiente expul­sión de los campesinos, que huyeron hacia las ciudades para ser emplea­dos miserablemente en las manufacturas o fueron extermi­nados por los gobiernos que reprimieron ferozmente el vagabundeo, la deso­cupa­ción, y la mendicidad[9]. Fue durante este período que se inven­taron las letras de cambio, la contabilidad por partida doble y se crearon los bancos que financiaron las empresas de los reyes y pagaron a los soldados.

¿Cómo se ha visto este movimiento expansivo desde Europa? Adam Smith destacaba en el último tercio del siglo XVIII las consecuencias progresivas y civilizadoras de la colonización no sólo para Europa, sino también para las colonias por la introduc­ción de tecnologías e instrumentos desarrollados en las metrópolis y desconocidos en América, por el incremento de la población y el mejoramiento de la raza indígena. Pero al mismo tiempo, Smith señalaba la injusticia y la dominación nefastas inherentes a la conquista y a la colonización. Criticaba la búsqueda demente de metales preciosos en los pueblos nativos americanos y la posesión injusta de territorios a los que no se tienen derechos. Atacaba el monopolio injusto, que se procura imponer en el comercio con las colonias. Francia y Gran Bretaña habían limitado el monopolio a «ciertas» mercancías (las que estaban en condiciones de competir con las producidas en las metrópolis), pero aun así esta restricción les permitió controlar y dominar el virtual desarro­llo económico y manufacturero autónomo de las colonias.

Al respecto, comenta J. P. Feinmann: “Es seguramente en el bloqueo de toda posibilidad de desarrollo manufacturero autónomo, donde se encuentra el centro de gravedad del proyecto de dominio de la metrópoli sobre la colonia. Así lo entendió Smith: «Al mismo tiempo que el gobierno británico fomentó en América la fabricación de hierro colado y en barras, exceptuándolos de los derechos que satisfacen estos artículos cuando proceden de otros países, estableció, sin embargo, una prohibición absoluta de erigir hornos de acero y laminadoras en todos sus establecimientos americanos. No permitió que sus colonos instituyeran estas manufacturas finas para atender a las necesidades del consumo interior, ni que se surtieran en otra parte, como no sea en la metrópoli. Prohibió la exportación de sombreros, lanas y tejidos manufacturados con esta fibra, que fueran producto de Améri­ca, de unas provincias a otras, tanto por vía terrestre como fluvial, a lomo o en carros, con cuya disposición impidió el esta­blecimiento de manufacturas de esta especie para mercados distan­tes, limitando a la vez la industria de sus colonos a los toscos productos que se usaban en la propia provincia o en algunas de las zonas colindantes»”[10].

3.1.b. Las ciudades y la burguesía

Con las sucesivas campañas de «las Cruzadas» se produjo un incentivo para el comer­cio, que requirió a su vez de un patrón de cambio más universal. Durante la edad media, la economía europea se había apoyado funda­mentalmente en la agricultura, era una economía de subsistencia, una economía feudal, de trueque, es decir, que intercambiaba bienes con bienes. El incremento del intercambio que siguió a las Cruzadas requirió de la moneda como medio y también requirió de su acumulación para poder saldar las deudas de financiamiento de los ejércitos y el flujo comercial creciente.

La acumulación de capital requirió, por su parte, mayor seguri­dad, lo cual incentivó el crecimiento de las ciudades y sus merca­dos[11]. Por eso las ciudades que crecieron más rápidamente fue­ron las ligadas al medio de transporte más barato y rápido: la navegación fluvial y marítima. Son ciudades erigidas en las márgenes de los ríos, a través de los cuales accedieron tanto al interior del continente como al mar. En un primer momento, se desarrollaron las ciudades del norte de la península itálica (como Venecia, Florencia, etc.) y luego las de los «países bajos» (como Rotterdam y La Haya). Las ciudades fueron los centros de intercambio, enclaves seguros en los que se formó una nueva clase social: la burguesía.

¿Cómo se formó la burguesía? ¿Quiénes son los burgueses? Son preguntas complejas porque este nuevo actor social responde a múltiples causas. Hay que destacar que en el origen la burguesía resultó de la iniciativa individual y no de un proceso colectivo. Estos individuos (capitanes y financieros de las empresas de intercambio comercial con medio oriente, y rudimenta­rios industriales, que comenzaron a especializar la producción -minería, textil y metalúrgica, principalmente- a partir del incre­mento comercial) provinieron, por un lado, de las corporaciones gremiales y artesanales de los feudos (que comenzaron a abrirse con las campañas de los cruza­dos). Las mismas Cruzadas, por otro lado, dejaron a muchos siervos sin señor y sin ocupación fija al regreso de las expediciones, pero con un conoci­miento de los caminos y relaciones con los asenta­mientos orienta­les.

4. Los elementos subjetivos de la ruptura moderna: la transformación de la conciencia en las nuevas concepciones del espacio, del tiempo y de la ciencia

4.1. La transformación de la concepción del tiempo

El tiempo en el mundo cristiano medieval era concebido de modo fundamentalmente cualitativo; no era algo uniforme; sus características cambiaban. Así, había días sagrados (santos) y días profanos (no santos), había días en los que se rememoraba a los muertos, días en que se festejaba a los santos, etc.. Cada día tenía características propias y distintas: era fasto o nefasto; el tiempo traía consigo buena o mala suerte. No sólo los días, sino también las horas tenían características especiales: había horas determinadas dedicadas a las oraciones, a las celebra­ciones, al trabajo y al descanso. El tiempo era cualitativo. No era una unidad de medida abstrac­ta y uniforme sino variable, de acuerdo con las posibili­dades que brindaba al hombre. Había un tiempo para cada cosa y cada momento tenía sus características propias, singulares.

Con la modernidad se inventaron nuevas «máquinas» y la primera máquina que se desarrolló fue el reloj. “El reloj -dice Lewis Mumford-, no la máquina de vapor, fue la máquina-clave de la moder­na edad industrial. En cada fase de su desarrollo el reloj fue a la vez el hecho sobresaliente y el símbolo típico de la máquina: incluso hoy ninguna máquina es tan omnipresente”[12]. El reloj fue la condición de una transformación cultural fundamental: la uniformización del tiempo, ya que lo convirtió en una unidad medible, exacta y objetiva, igual para todos. “El concepto mecánico del tiempo surgió en parte de la rutina del monasterio” -fundamentalmente en la gran «orden trabajadora» de los benedictinos[13].

De este modo, el tiempo se transformó en una cantidad, ya no era más algo cualitativo. Sin reloj, el tiempo era «subjetivo», cada uno vivía el tiempo de una manera singular y cada uno tenía una rela­ción particular con el tiempo, a partir de la cualidad del mismo. Pero a partir de la invención del reloj, el tiempo se convirtió fundamentalmente en un número, en una cantidad, en algo que se podía «ahorrar», y también «utilizar». A partir de aquí, fue posible hacer economía de tiempo, el que como cantidad se convirtió en intercambiable por cantidades equivalentes. La cuantificación del tiempo estableció una unidad de medida objetiva para la producción. Como dijo Franklin en el siglo XVIII: “Time is money” (el tiempo es dinero). “Fue este marco abstracto del tiempo dividido el que se hizo cada vez más el punto de referencia tanto para la acción y la producción como para el pensamiento”[14], invirtiendo la rela­ción entre lo orgánico y el tiempo: hasta las funciones orgánicas llegaron a regularse por el tiempo abstracto (se come no al sentir hambre, sino «a la hora de comer»).

Este proceso representó un cambio fundamental en la concien­cia del hombre y fue una condición indispensable para la sociedad industrial, pues la fábrica como unidad productiva no podría funcionar sin un tiempo uniforme que ordene los horarios de traba­jo, organice el transporte y sincronice la producción. “El efecto del reloj mecánico –escribe Mumford- es más penetrante y estricto [que el del ritmo musical]: preside todo el día desde el amanecer hasta la hora del descanso. Cuando se considera el día como un lapso abstracto de tiempo, no se va uno a la cama con las gallinas en una noche de invierno: uno inventa pabilos, chimeneas, lámpa­ras, luces a gas, lámparas eléctricas, de manera de aprovechar todas las horas que pertenecen al día. Cuando se considera al tiempo, no como una sucesión de experiencias, sino como una colec­ción de horas, minu­tos y segun­dos, aparecen los hábitos de acre­centar y ahorrar el tiempo. El tiempo cobra el carácter de una espacio cerrado: puede dividirse, puede llenarse, puede incluso dilatarse mediante el invento de instrumentos que ahorran tiempo. El tiempo abstracto se convirtió en el nuevo ámbito de la existen­cia[15].

4.2. La transformación de la concepción del espacio

Con la concepción del espacio sucedió algo análogo a la transformación que sufrió el concepto de tiempo. También el espacio medieval era cualitativo: cada lugar se identificaba con su cualidad. Los espacios se ordenaban de acuerdo con símbolos y valores: el lugar de la iglesia, el del cementerio, el de la feria, etc.. Esta representación del espacio se puede ver en los pintores de la época: cuando un pintor medieval componía su obra no mani­festaba el espacio tal como nosotros lo vemos (es decir, en pers­pectiva), sino que lo organizaba a partir del símbolo de los elemen­tos que componen ese espacio. Así, por ejemplo, el mayor tamaño simboli­zaba mayor importancia o jerarquía.

En un cuadro de un artista moderno, el tamaño de las figuras depende de las distancias que tienen desde el observador (en esto consiste la perspectiva): si la figura está más alejada es de menor tamaño, si está más cerca, es mayor. Para el medieval, la figura de mayor tamaño era la más importante (el rey, el señor, el santo), aunque estuviera al final de la composición y la figura más pequeña representaba la menor dignidad o importancia (el siervo, el campesino, etc.), aunque estuviera más cerca del observador. No se tenían en cuenta las distancias relativas al observador (leyes de la perspectiva) sino el símbolo y el valor de las figuras representadas. En las pinturas medievales se encuentra un espacio cualitativo de significados. La perspectiva convirtió la relación simbólica de los seres en una relación visual, que a su vez se convirtió en una relación cuanti­tativa de magnitudes[16].

Para la modernidad, el espacio es un sistema de coordenadas. Por ejemplo, en geometría, las coordenadas cartesianas ortogonales son un sistema por el cual es posible ubicar las cosas en el espacio; las cosas se definen por el lugar que ocupan en el espacio, pero ese lugar no está dado por el significado de las figuras que se ordenan, sino por un cierto número, una cierta distancia a otro elemento, una canti­dad, una magnitud. Es un espacio matemático, un espacio de distan­cias. “El nuevo interés por la perspectiva -observa Mumford- llevó profundidad al cuadro y distancia a la mente[17]. Llevó distancia a la mente porque supone un proceso previo de abstracción consistente en reducir el espacio simbólico cualitativo a un espacio cuantitativo de magnitudes.

Espacio y tiempo formaban para el hombre medieval, dos sistemas rela­tivamente independientes. Por ello, el concepto de «anacronismo» no tiene sentido para la comprensión del arte medieval: pinturas sobre hechos de la vida de los santos, que representan escenas ocurridas en épocas pasa­das, son ambientadas en una época y lugar contemporáneos al pin­tor. Con la modernidad, el tiempo medido por el reloj se reforzó con el espacio medido en perspectiva y con la confección de mapas más precisos por los cartógrafos. La cuantificación del tiempo y del espacio se extendió a todos los ámbitos de la vida, y los nuevos instrumentos de medición, potenciaron nuevos inventos: medición de latitudes, nuevas cartas de navegación, la invención del cañón (y la modernización de la guerra), etc. “En la medición del tiempo, en el comercio, en la lucha, los hombres contaron números, y final­mente, al extenderse la costum­bre, sólo los núme­ros contaron”[18].

4.3. La transformación de la concepción de la ciencia y del arte

La época moderna se caracterizó por un movimiento de ruptura. Básicamente, se rompió la concepción del kosmos aristotélico-ptolemaica: tanto los antiguos como los medievales concibieron el kosmos como una gran esfera cerrada, que giraba alrededor de la tierra (la que permanecía inmóvil en el centro de la esfera). Esta concepción era confirmada por los datos sensibles: se ve salir el sol por el este, elevarse hasta el centro del cielo y descender para ponerse por el oeste, mientras que la tierra se mantiene firme bajo los pies del observador. La más inmediata percepción sensible ratifica los postulados de Ptolomeo.

Aristóteles veía el cambio y la corrupción en la tierra, pero no la veía en los astros. Dividió así el kosmos en dos regiones: 1°) lo que llamó región «sublunar»[19] o terrestre, donde rige el cambio y la corrupción, por la que las cosas (o substancias) nacen, crecen y mueren; 2°) lo que llamó región «celeste», donde los seres son incorruptibles. Los astros son perfectos, esféricos, no cambian, sino que se mueven circularmente. No nacen crecen o mueren, permanecen.

Esta es una concepción geocéntrica, pues la tierra es el centro inmóvil del kosmos. Todos los cuerpos celestes giran circu­larmente[20] alrededor de ella, moviéndose en esferas transparen­tes y concéntricas. En una esfera se mueve la luna, en otra los planetas, en otra el sol, o las estrellas fijas que demarcan el límite del sistema cerrado. El kosmos es finito, tiene límites. Lo infinito es sinónimo de in-definido, y por lo tanto im-perfecto. Ptolomeo[21] retomó la teoría aristotélica (con agregados poste­riores) y le sumó nociones matemáticas. La concepción de la natu­raleza aristotélico-ptolemaica fue tenida por válida durante toda la antigüedad tardía y la edad media, a pesar de que ya se habían planteado hipótesis más cercanas a la actualmente aceptada[22].

La antigua concepción se cuestionó recién cuando Copérnico planteó la hipótesis helio­céntrica en el año 1543 (año de su muerte, en el que apareció su libro La revolución de las esferas celestes). La hipótesis de Copérnico se suscitó como respuesta a un problema: algunas órbitas celestes no seguían el curso circular, que supuestamente tendrían que seguir, de acuerdo a la teoría ptolemaica. Por eso, Copérnico su-puso[23] que la tierra (como los otros cuer­pos) estaba realizando el mismo doble movimiento de los otros planetas. El sol se convirtió así en el centro del sistema donde la tierra era un planeta más.

Pero si bien cambia el eje del sistema, subsiste la antigua jerarquización: por ser el sol el centro del sistema, debe estar en reposo, ya que la condición de estar en reposo sigue conside­rándose más perfecta que el estar en movimiento. Es importante hacer notar que Copérnico no tuvo modo de comprobar su hipótesis, porque no había un instrumento adecuado para observar si los hechos confirmaban los supuestos. Fue Galileo Galilei quien comprobó sus afirmaciones posibilitada por el perfeccionamiento del telescopio.

A partir del cuestionamiento del sistema aristotélico-ptolemaico, la tierra perdió su lugar de privilegio en el centro del sistema y con ella el hombre mismo fue degradado a ser un habitante de un planeta periférico. Sin embargo, paradójicamente, el hombre fue concebido como el único ser que podía comprender este universo, podía conocerlo, transformarlo y adueñarse de él, explotando la naturaleza en su propio beneficio. La razón se concibió como el poder con que cuenta para dicho dominio y la máquina, como el instrumento de transformación. A medida que esta conciencia se arraigó, el mundo se desacralizó, perdió su carácter sagrado, divino. El fundamento de la creación, que los medievales encontraban en la bondad de Dios, y el conocimiento de la naturaleza, que se hacía posible por la revelación de su Crea­dor, se transformaron progresivamente. La razón humana como sujeto de conocimiento tomó distancia de la naturaleza a la que se en-frentaba, convirtién­dola así en ob-jeto[24]. El fundamento de esta ob-jetividad estaba en la subjetividad del «ego cogito» (yo pienso) y el instrumento adecuado para conocerla era la razón. A partir de este momento, el mundo no tuvo ya unidad, porque esta concepción supone una separa­ción (abstracción) cada vez mayor. Cuanto más avanzó la modernidad, más se separaron el sujeto y los objetos, alejándose cada vez más de la concepciones anteriores donde ambos estaban integrados en un todo. Cuanto más avanzó la modernidad más se fragmentaron el mundo, la naturaleza y la realidad.

Con la modernidad cambió la relación del hombre con la naturaleza y, por lo mismo, el proceso de conocimiento. Para el hombre del medioevo, conocer era desarrollar la verdad revelada para manifes­tar la gloria de Dios. La naturaleza, el universo eran concebidos como «ser creado», y como tal, remitía a Dios como su «creador», como su fundamento. Por eso, la scientia medieval (como saber acerca del fundamento de todo lo real) era Teología (conocimiento de Dios).

Para el hombre moderno, la naturaleza es lo que está frente al hombre, es ob-jectum, lo que se o-pone, lo que debe ser domina­do para que sirva a los fines del hombre. Conocimiento y dominio se entrelazan. Como sostenía Bacon: “Saber es poder” y conocer es dominar. La naturaleza es lo que o-pone resistencia al dominio del conocimiento, por eso “hay que torturarla” para que responda a las preguntas de la ciencia.

Galileo Galilei (1564-1642) concluyó la obra del Renacimien­to, sosteniendo la independencia de la ciencia de la naturaleza tanto de la autoridad de Aristóteles («el» filósofo, como lo llamaban los escolásticos) como de la Biblia y de la autoridad de la Iglesia. Se abrió así el camino para la distinción de planos o ámbitos específicos: la verdad revelada a la fe y la verdad de la ciencia de la naturaleza (en tanto que esta última es obra de Dios) no pueden contradecirse, ya que proceden de la misma revela­ción divina, pero se mueven en campos diferentes. Se estableció entonces, paralelamente a la separación entre el sujeto y el objeto, una progresiva separación del mundo de la naturaleza y del mundo del espíritu.

La ruptura de la unidad conllevó una ruptura de la jerarquía medieval. Se perdió la confianza en un fin único para el conjunto de lo creado. En consecuencia, aparecieron fines particulares que fueron delimitando esferas que adquirieron una racionalidad particular desvinculada de las demás. Así, la política postuló su propio fin: la obtención y conservación del poder, desarrollando una raciona­li­dad (un método) propia. No interesaba ya para qué se obtiene el poder, puesto que eso supondría postular fines extrapolíticos a los que el poder estaría subordinado. Lo único que interesaba era el poder mismo. El ejemplo paradigmático en el aspecto teórico se encuentra en la obra de Nicolás Maquiavelo. También la economía se independizó de todo otro fin que no sea el propio: el lucro, la ganancia; desarrollan­do una racionalidad autónoma. Por último, la ciencia adquirió su propia autonomía, aunque en este caso la cuestión resulta más compleja porque, al independizarse las regiones del ser, se postu­laron duran­te mucho tiempo fines y métodos contradictorios. Sin embargo, hoy ya se puede afirmar que lo que comúnmente se llama «ciencia» tiene una finalidad propia: el dominio técnico de la naturaleza, y su racionalidad es el llamado «método científico». Un efecto colate­ral de la constitución de esta «esfera científica» fue la fragmen­tación interna de la ciencia, es decir, la especiali­zación, que reprodujo a escala cada vez menor el mismo fenómeno: la postula­ción de una finalidad propia y una racionalidad o método propios independientes de todos los demás.

¿Qué caracteriza a la ciencia moderna de la naturaleza? En primer lugar, la eliminación de las cualidades de las cosas, análoga a la disolución del tiempo y del espacio cualitativos del mundo medieval. Galileo distinguió en todas las cosas naturales cualidades objetivas o prima­rias y cualidades subjetivas o secundarias. Las primeras son geométricas, medibles, universales, para todos iguales -tales como figura, magnitud, movimiento, número-; mientras que las segundas son relativas a los sentidos y su apreciación varía de un indivi­duo a otro -tales como el gusto, el olor, el color, etc.-. La ciencia física se limitó a las cualidades primarias, mientras que las secundarias fueron relegadas al plano «subjetivo» o a las esferas no científicas de la religión o del arte. En segundo lugar, Galileo redujo todo lo complejo a lo simple, ateniéndose a lo constante o regular, de modo que pudieran predecirse y controlarse los hechos[25]. Lo «natural» de la naturaleza es ese orden. Por eso, Galileo escribía: “La filosofía está escrita en este grandísimo libro que continuamente está abierto ante los ojos (quiero decir el univer­so), pero no se puede entender sin conocer la lengua y los carac­teres en los cuales está escrito. Él está escrito en lengua mate­mática y los caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin los cuales medios es imposible entender humana­mente palabra. Sin éstos es un girar vano por un oscuro laberinto”[26]. En tercer lugar, la ciencia moderna postuló el aislamiento de una región de lo que es, la limitación del campo, la especialización del interés y la subdi­vi­sión del trabajo[27].

Por último, es imprescindible hacer una breve referencia a la relación entre el surgimiento de la ciencia moderna y el surgi­miento de la nueva clase social burguesa. Primeramente el incre­mento del comercio y el intercambio requirieron de los metales preciosos como «medida» del valor de cambio. Luego, las letras de cambio, la contabilidad por partida doble. Se fue pasando de lo tangible a lo intangible, a una mayor abstracción y cálculo. Se produjo un desplazamiento de los valores vitales a los valores dinerarios. “Con el tiempo -dice Mumford-, los hombres se encontraban más a gusto con las abstracciones que con las mercancías que representaban”.



[1] Koyré, A.: Estudios de historia del pensamiento científi­co, México, Siglo XXI, 1977, pp. 9-10. Corchetes nuestros.

[2] Por ejemplo: un pensador como Descartes (siglo XVII), considerado como el primer filósofo de la modernidad, conserva en sus obras con­ceptos de la época anterior, como las pruebas sobre la existencia de Dios, la substancialidad, la causalidad, etc.. A la inversa, una figura como la de san Francisco de Asís (fin del siglo XII y comienzos del siglo XIII) ya expresa una crítica tan profunda a la concepción medieval, que va a dar lugar a «la vía moderna».

[3] Para una periodización de la modernidad considerada desde el punto de vista de la globalización cf. Robertson, R.: Mapping the global condition, en Globalization, Social Theory and Global Culture, London, Sage, 1992 y Ford, A.: La marca de la bestia, Buenos Aires, Editorial Norma, 1999, p. 62.

[4] Touraine, A.: Crítica de la modernidad, Madrid, Ediciones Temas de Hoy, 1993, p. 262. Cursivas nuestras.

[5] Amelia Podetti describe esta conciencia del siguiente modo: “En el pensamiento que progresivamente se impone a partir del siglo XVII, América no plantea el problema de que con su aparición el mundo se ha revelado como algo distinto (lo que supone la transformación de todas las categorías para pensarlo) sino sólo el tema de en qué consiste, cómo es, ese agregado que los europeos han incorporado al mundo existente; lo que se ha descubierto es simplemente otro pedazo del mundo conocido y no un mundo descono­cido en su verdadera forma y dimensiones para los hombres preco­lombinos: los antiguos, los medievales y los americanos precolom­binos. Pareciera que, justamente, cuando el mundo se universali­za, -y por obra de Occidente- el pensamiento occidental se parti­culari­za, se reduce, manteniéndose en los viejos límites medite­rráneos, pese a su pretensión de universalidad”.

“Pareciera manifestarse aquí una forma de ese conflicto trágico que simultáneamente desgarra e impulsa a la modernidad: al mismo tiempo que concibe el universo infinito y abierto frente al mundo finito y cerrado del pensamiento antiguo y también medie­val -aunque aquí ya late todavía no pensado, pero sí creído y plasmado, por ejemplo en las catedrales, el sentimiento de lo infinito-, sigue pensando el planeta en los viejos límites y la vieja estruc­tura marcados por el Mediterráneo; la razón moderna piensa sí el universo como infinito, pero no la tierra como una totalidad” (Podetti, A.: La irrupción de América en la historia, Buenos Aires, CIC, 1981, pp. 7-8. Cursivas nuestras).

A su vez, José Pablo Feinmann aporta la siguiente reflexión: “La pregunta es: ¿qué relación existe entre el descubrimiento de América [...] y la filosofía? Podemos partir de una certeza de alguien que, en modo alguno, se propuso responder esta pregunta. Es Adam Smith, el lúcido, monumental ideólogo de la naciente burguesía industrial británica. Smith, en efecto, dedicó un exten­so capítulo de su Riqueza de las Naciones a la cuestión colonial. El capítulo se titula «Colonias» y su lectura es impres­cindible para comprender un par de verdades. Entre ellas, aquella que implica el profundo reconocimiento de Smith al papel desempe­ñado por la conquista colonial en el surgimiento y desarrollo del capitalismo. Smith, sin demasiadas vueltas, afirma lo que sigue: «El descubrimiento de América y del paso de las Indias Orientales por el Cabo de Buena Esperanza son los sucesos más grandes e importantes que se registran en la historia de la humanidad». Extraeremos de este texto sus contenidos teóricos”.

“A partir del siglo XV, el periplo expansionista y aventurero del capitalismo comercial posibilita el surgimiento de un «mundo». Los navíos españoles, ingleses, portugueses y holandeses entrela­zan las distintas regiones del planeta a través de la conquista. Aparece así la noción de «mundo» en tanto totalidad integrada y relacionada por la mediación de sus partes. Queda claro lo si­guiente: el capitalismo nace y se estructura a escala planetaria. La conquista colonial es la condición de posibilidad del surgi­miento del sistema capitalista. [...] En suma: el colonialismo es la esencia del sistema capitalista, no sólo ha sido la posibilidad de su surgimiento, sino que es también la de su permanencia y estabilidad” (Feinmann, J. P.: El mito del eterno fracaso, Buenos Aires, Editorial Legasa, 1985, pp. 73-4.)

Un siglo después de Adam Smith, otro autor europeo (Karl Marx) confirma las tesis del escocés, en un capítulo titulado «La llamada acumulación originaria». Dice allí: “Hemos visto cómo se convierte el dinero en capital, cómo sale de éste la plusvalía y cómo la plusvalía engendra nuevo capital. Sin embargo, la acumulación de capital presupone la plusvalía, la plusvalía la producción capitalista y ésta la existencia en manos de los productores de mercancías de grandes masas de capital y fuerza de trabajo. Todo este proceso parece moverse dentro de un círculo vicioso, del que sólo podemos salir dando por supuesta una acumulación «originaria» anterior a la acumulación capitalista («previous accumulation», la denomina Adam Smith); una acumulación que no es resultado, sino punto de partida del régimen capitalista de producción”.

[...] “El descubrimiento de los yacimientos de oro y plata de América, la cruzada de exterminio, esclavización y sepultamiento en las minas de la población aborigen, el comienzo de la conquista y el saqueo de las Indias Orientales, la conversión del continente africano en cazadero de esclavos negros: son todos hechos que señalan los albores de la era de producción capitalista. Estos procesos idílicos representan otros tantos factores fundamentales en el movimiento de la acumulación originaria. [...] El botín conquistado fuera de Europa mediante el saqueo descarado, la esclavización y la matanza, refluía a la metrópoli para convertir­se aquí en capital.” (Marx, K.: El capital, México, F.C.E., octava reimpresión, 1973, tomo I, cap. XXIV, pp. 607, 638, 640-1).

Tanto Adam Smith como Marx permiten ver que los europeos comprendieron y explicaron el «Nuevo Mundo» como una extensión del «Viejo Mundo», como la planetarización del capita­lismo, como la universalización de la cultura europea; y de este modo la singularidad americana permaneció ignorada para la conciencia moderna europea.

[6] Denis, H.: Historia del pensamiento económico, Barcelona, Editorial Ariel, 1970, pp. 96-7.

[7] La «alienación» es el proceso por el cual se pierden los rasgos esenciales de la naturaleza humana, de la cultura o de la forma de vida.

[8] Denis, H.: 1970, p. 106.

[9] Cf. Horkheimer, M.: Historia, metafísica y escepticismo, Madrid, Alianza Editorial, 1982, capítulo 3.

[10] Feinmann, J.P.: Filosofía y nación, Buenos Aires, Editorial Legasa, 1982, p. 118; cita a Smith de El anticolonialismo europeo: desde Las Casas a Marx, selec­ción de Marcel Merle y Roberto Mesa, Madrid, Alianza, 1972, p. 518.

[11] a) La ciudad es un ámbito de seguridad, porque son fortificadas y están mejor vigiladas. A la inversa los caminos y el tránsito terrestre o marítimo es muy peligroso. b) Las ciudades son un ámbito de libertad, ya que los siervos que logran permanecer en ellas por un año y un día son liberados de su servidumbre. c) La ciudad comienza a centrarse en el mercado, donde los mercaderes se reúnen para intercambiar sus mercancías. Es este modelo simple y cerrado del intercambio, el que la economía polí­tica tomará, siglos después, como modelo o paradigma de la sociedad entera (Cf. Silberstein, E.: Los asaltantes de caminos, Buenos Aires, Carlos Pérez Editor, 1969).

[12] Mumford, L.: Técnica y civilización, Madrid, Editorial Alianza, tercera edición, 1979, p. 31.

[13] Ibídem.

[14] Mumford, L.: 1979, p. 33.

[15] Mumford, L.: 1979, pp. 33-4. Cursivas y corchetes nuestros.

[16] Mumford, L.: 1979, p. 36.

[17] Mumford, L.: 1979, p. 37. Cursivas nuestras.

[18] Mumford, L.: 1979, p. 39.

[19] Es decir, lo que se encuentra debajo de la luna.

[20] El movimiento circular es la imagen de lo perfecto.

[21] Astrónomo griego, que vivió en el siglo II d.C..

[22] Aristarco de Samos, a principios del siglo III antes de Cristo, planteó que la tierra era esférica, que giraba alrededor del sol y sobre su eje. Eratóstenes de Cirene, director de la biblioteca de Alejandría hacia fines del mismo siglo, desarrolló un procedimien­to matemático por el que calculó las dimensiones de la tierra.

[23] «Suponer» viene de los términos latinos «sub-poner», poner por debajo, que en griego se dice «hipótesis».

[24] Ob-jeto es lo que está arrojado y yace (jectum) frente a (ob). Sujeto (sub-jectum) es lo que yace (jectum) por debajo (sub), es decir, la base, el fundamento, la razón como fundamento.

[25] La reducción de lo complejo a lo simple es una consecuencia de la geometrización de lo real, es decir, de la homogeinización del espacio/tiempo. Heidegger nos ha advertido sobre los rasgos de lo que él llama «la matematización de la ciencia de la naturaleza»: “La nueva exigencia del saber es exigencia matemática”. Pero, ¿en qué consiste y qué significa «matemática»? Las mathémata, lo matemático, es aquello de las cosas, que en verdad ya conoce­mos; es algo que, en cierto modo, llevamos en nosotros mismos. “Ta mathémata significa para los griegos aquello que el hombre conoce de antemano al examinar lo que es y al tratar con las cosas: de los cuerpos lo corpóreo, de las plantas lo vegetal, de los anima­les lo animal, del hombre lo humano. A esto ya conocido, es decir, matemático, pertenecen, además de lo citado, también los números. Cuando sobre la mesa hallamos tres manzanas, conocemos que hay tres. Pero ya conocemos el número tres, la tríada” (Heideg­ger, M.: La época de la imagen del mundo, en Sendas perdidas, Buenos Aires, Editorial Losada, Segunda edición, pp. 68-99.)

Es decir, que cuando el científico «observa» o «percibe» las cosas ya sabe qué es lo que busca y puede encontrar: «cuerpos» [definidos por sus cualidades primarias: pesos, tamaños, figuras, medidas, cantida­des] y «movimiento» [relaciones espacio-temporales homogéneas, unifor­mes]. El hombre medieval creía que lo creado tenía un orden, una razón, que él concebía como sentido (la salvación). El hombre moderno cree que el universo tiene una razón (causa eficiente), un orden «objetivo», pero que no es finalístico. Tal es el orden de la razón. Y como el hombre es concebido como un ser animado racio­nal, tiene la capacidad de comprender ese orden que hay en lo real, porque es el mismo que el de su facultad de conocer.

[26] Galilei, G.: Il Saggiatore, citado por R. García Orza, Método científico y poder político. El pensamiento del siglo XVII, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1973, p. 24.

[27] Por ejemplo, Galileo formula el «principio de inercia» del siguiente modo: “Concibo en mi mente un cuerpo arrojado sobre un plano horizontal, excluido todo obstáculo, resultará entonces, que el movimiento del cuerpo sobre este plano sería uniforme y perpe­tuo si el plano se extendiera en el infinito”. No es visible tal cuerpo, ni tampoco lo es el plano de su deslizamiento. ¿De dónde proceden entonces? Del “concibo en mi mente”, que no es de ningún modo un “imaginar”. Se trata de un pro-yecto axiomático. ¿Qué significa esto? Que la ciencia «arroja por delante» [ = pro-yec­tar] ciertos principios fundamentales [axiomas], a partir de los cuales se delimita tanto un ámbito o plano o campo [lo corpóreo, lo vegetal, lo animal, lo psíquico, etc.] como un modo de acceso o método a los objetos que hay en él por medio de una medida unifor­me, cuantitativa, numérica.

Cuando se ha delimitado el campo como «geométrico», cuando lo que es real se concibe como «medible» o «cuantificable» toda otra característica, modalidad o cualidad se convierte en «irreal», en «subjetiva», en «error». La condición de la ciencia es pues la supresión de toda cualidad, factor, o realidad que no sea reducti­ble a “triángulos, círculos, y otras figuras geométricas”. Conse­cuentemente, la observación y la experimentación no pueden sino encontrarse con “triángulos, círculos, y otras figuras geométri­cas”, y nada más.

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