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viernes, 16 de abril de 2010

CAPÍTULO 14: LA BURGUESIA PURITANA Y EL ILUMINISMO

Esta obra está protegida por derechos de autor ISBN 987-9248-58-9


LA BURGUESÍA PURITANA Y EL ILUMINISMO

1. Introducción

En este capítulo se proponen algunas categorías para comprender los siglos XVII y XVIII, en los que comenzó a manifestarse un nuevo protagonista, con identidad propia, con valores y pautas culturales distintivos, a partir del cual se desarrolló una perspectiva distinta de la moral y de la sociedad: el burgués. Junto a este nuevo protagonista se expandió la empresa, una institución inédita que desempeñó un papel central en el curso histórico ulterior.

Paralelamente, la conciencia del siglo XVIII, con su nueva concepción de la naturaleza y de la ciencia, se plasmó en un movimiento cultural que determinó la discusión y la acción históricas europeas hasta el presente. Las consecuencias del Iluminismo y de la revolución industrial provocaron, desde el fin del siglo XVIII y hasta las últimas décadas del siglo XIX la reacción y la resistencia de otro movimiento cultural de vastas consecuencias como fue el Romanticismo[1].

2. La burguesía puritana

2.a. La ética protestante: el dogma de la predestinación y la valoración del trabajo

La expansión del capitalismo moderno estuvo impulsada por fuerzas nuevas, por el desarrollo de un nuevo espíritu encarnado en cualidades éticas particulares y fundadas en principios reli­giosos. Este espíritu original puede representarse fácilmente apelando a un ejemplo histórico en el que puede apreciarse cómo las creencias religiosas contribuyeron decisivamente a separar una lógica económica del resto de la vida social y política.. Al proponer este ejemplo no se pretende que sea un modelo único ni remita a una experiencia uniforme o exenta de variaciones.

Los principios que guiaron la vida del burgués típico derivaron de la religión (principalmente del calvinismo, aunque también del pietismo, el metodismo y las sectas bautistas). Así, el dogma calvinista de la predestinación tuvo efectos histórico-culturales de vasto alcance, al reemplazar el ascetismo de los monjes medievales dirigido al “más allá” por un ascetismo en el mundo. Según Calvino, la única certeza que los hombres pueden tener respecto de su salvación o condenación es que una parte se salvará y otra parte se condenará, y en ambos casos por la sola decisión de Dios, cuyos designios son inescrutables. Como la salvación o la condena dependen exclusivamente de la decisión divina las «obras», los méritos o la culpa del hombre no alteran en lo más mínimo los eternos decretos de este Dios absolu­tamente trascendente, en el sentido de que está más allá del mundo y de los avatares de las creaturas. Siguiendo esta concepción toda mediación institucional o comunitaria en la relación con Dios quedó radicalmente eliminada, como puede observarse en la afirmación siguiente: “La más profunda comunidad [con Dios] se encuentra no en las institu­ciones o corporaciones o iglesias, sino en los secretos del cora­zón solitario”[2]. La religiosidad se convierte, de este modo, en indivi­dual, se hace subjetiva, llega a ser propia de una conciencia y no de una cultu­ra, como era para el cristianismo previo[3]. El individuo quedó com­pletamente aislado en la interioridad individual, en un «radical abandono», sin mediación posible (ni por sus obras, ni por la comunidad, ni por el culto, ni aun por Cristo, que –para estos autores- “murió sólo por los elegidos”[4]), lo que creó una tensión y una angustia muy grandes, ya que no hay certezas comunitarias que permitan a los individuos estar seguros acerca de su salvación o condenación. Como observa Max Weber: “todo creyente tenía que plantear­se necesa­riamente estas cuestiones: ¿pertenezco yo al grupo de los elegidos? ¿Y cómo estaré seguro de que lo soy?”[5].

A partir de la interpretación de la doctrina de Calvino, se deter­minaron dos criterios que permitirían tener cierta seguridad acerca de la propia salvación: 1) la confianza en sí mismo y la ausencia de toda duda respecto a la propia salvación es un signo de la acción de la gracia, 2) la necesidad de recurrir al trabajo profesional incesan­te, como único modo de ahuyentar la duda[6]. Trabajar en la profesión propia es poner la vida entera al servi­cio de Dios, contribuyendo a sus designios y para su gloria. De este modo, el trabajo individual, llegó a ser un «instrumento» del poder de Dios, y el tiempo llegó a ser valorado en tanto era trabajado al servicio divino. Así, el tiempo perdido[7] era considerado un tiempo robado a la obra de Dios.

Al poder comprobar si soy o no elegido por medio de la vida profesional, por el trabajo, éste se convierte en un fin en sí mismo, prescripto por Dios. No son las obras buenas las que justi­fican y posibilitan la redención. No son un medio adecuado para alcanzar la gracia de la salvación. Pero son un signo que mani­fiesta la gracia, la elección de Dios. El éxito en el trabajo es un signo inequívoco de que he sido elegido por Dios, de su bendición. “En este sentido, [las buenas obras] son consideradas ocasional­mente como «indispensables para la buenaventuranza» o como condi­ción de la possesio salutis [tenencia de la gracia]; lo que prác­ticamente significa que Dios ayuda al que se ayuda a sí mismo y que, por tanto, el calvinista crea por sí mismo su propia salva­ción (o, mejor, la seguridad de la misma)”, consistente en un sistemático control de sí mismo[8]. No se exige la realiza­ción de tales o cuales obras buenas o meritorias, sino una “santi­dad en el obrar elevada a sistema”, una conducta moral planificada y metódica, guiada por una constante reflexión y racionalización.

El trabajo se transformó así en el medio ascético por exce­len­cia. El burgués típico no era el que sacrificaba todo al dinero sino el que sacrificaba todo a su vocación, a su trabajo. La vida adquirió un fin único: la gloria de Dios. Pero, ¿cómo se puede saber cuándo una profesión es útil o grata a Dios y sirve a su gloria? Los puritanos siguieron los siguientes criterios:

1°) Para que la profesión fuera grata a Dios debía desarrollarse de acuerdo a principios éti­cos, a normas de conducta determinadas por la Ley de Dios (cuyos princi­pios retoman la ley de Moisés del Viejo Testamento, es decir, “los diez mandamientos”), generando una moral extremadamente rígida.

2°) Se sabía que una profesión era grata a Dios “por la importancia que tenían para la «colectividad» los bienes que se producen por ella”. La colectivi­dad calvinista se controlaba a sí misma efectuando una crítica de las acciones de los individuos. El pecado era un pecado social, criticado por la colectividad. En la burguesía calvinista se generó un elevado índice de racionalidad, porque todo se medía, todo se controlaba, todo se planificaba. Al mismo tiempo, había un muy bajo índice de sensualidad. El arte calvinista, por ejemplo, es prácti­camente inexistente. El único arte posible era el de los cánticos religiosos y ni siquiera podía haber imáge­nes en los templos. Había una lucha tremenda contra todo lo que fuera sensual o erótico, goce o consumo, ocio, deporte o recreación. Era el ascetismo más absolu­to, a través del trabajo.

3°) Por último, se sabía que una profesión era grata a Dios por el provecho económico que producía al individuo. “En efecto –escribe Max Weber-, cuando Dios (al que el puritano considera actuante en los más nimios detalles de la vida) muestra a uno de los suyos la posibilidad de un lucro, lo hace con algún fin; por lo tanto, al cristiano creyente no le queda otro camino que escuchar el llamamiento y aprovecharse de él. «Si Dios os muestra un camino que os va a proporcionar más riqueza que siguiendo un camino distinto (sin perjuicio de vuestra alma ni de la de los otros) y lo rechazáis para seguir el que os enriquecerá menos, ponéis obstáculos a uno de los fines de vuestra vocación y os negáis a ser administradores de Dios y a aceptar sus dones para utilizarlos en su servicio cuando Él os lo exigiese. Podéis trabajar para ser ricos, no para poner luego vuestra rique­za al servicio de vuestra sensualidad y vuestros pecados, sino para honrar con ella a Dios». La riqueza es reprobable sólo en cuanto incita a la pereza corrompida y al goce sensual de la vida, y el deseo de enriquecerse sólo es malo cuando tiene por fin asegurarse una vida despreocupada y cómoda y el goce de todos los placeres; pero, como ejercicio del deber profesional, no sólo es éticamente lícito sino que constituye un precepto obligatorio. Esto es lo que parece expresar la parábola de aquel criado que se condenó porque no supo sacar provecho de la libra que le habían prestado”[9].

2.b. Los valores fundamentales de la burguesía

La importancia del protestantismo radica en haber contribuido a desarrollar una moral que condujo al individualismo burgués[10]. Max Weber caracteriza los rasgos distintivos del empresario capitalista típico del siguiente modo: “aborrece la ostentación, el lujo inútil y el goce conciente de su poder; le repugna aceptar los signos externos del respeto social de que disfruta, porque le son incómodos. Su comportamiento presenta más bien rasgos ascéticos. [...] «Nada» de su riqueza lo tiene para su persona; sólo posee el sentimiento irracional de «cumplir buena­mente en su profesión»”[11]. Para un cristiano medieval era inconcebible, e incluso despreciable, que alguien pase su vida trabajando, guiado por la sola idea de bajar un día a la tumba cargado de dinero.

El burgués puritano desarrolló una escala de valores contra­puesta a la de la nobleza cortesana. Sus valores fundamentales eran el ahorro, el orden y la utilidad, por oposición al despilfarro y al lujo de las cortes. Son todos valores que permiten la acumula­ción, la concentración de la energía y el control de la realidad a partir de la producción. Son valores económicos en el sentido amplio de la palabra.

Para ilustrar esta valoración, se puede tomar como ejemplo a Benjamín Franklin, quien, además de ser el inventor del pararra­yos, fue un importante burgués puritano y una figura paradigmática en la independencia de los Estados Unidos (un país fundado a partir de colonias puritanas expulsadas de Gran Bretaña). Franklin escribió un diario donde cuenta cómo se formó a sí mismo moralmen­te y donde desarrolla una serie de máximas de sentido común. Este libro fue utilizado en los colegios norteamericanos como modelo de formación moral.

Dice allí que se formó de acuerdo con un método, que consis­tía en atender durante una semana completa el ejercicio de un valor fundamental. Estos valores eran la templanza, la mesura, el orden, la castidad, la resolución, la frugalidad, la laboriosidad, la moderación, la limpieza, el silencio, etc., sumando un total de trece. Dedicándose una semana a cada valor, podía ejercitarlos todos al cabo de trece semanas y cuatro veces al año, realizar el curso completo.

Dice el diario de Franklin: “Piensa que el tiempo es dinero. El que puede ganar diariamente diez chelines con su trabajo y dedica a pasear la mitad del día, o a holgazanear en su cuarto, aun cuando sólo dedique seis peniques para sus diversio­nes, no ha de contar esto sólo, sino que en realidad ha gastado, o más bien derrochado, cinco chelines más”.

“Piensa que el crédito es dinero. Si alguien deja seguir en mis manos el dinero que le adeudo, me deja además su interés y todo cuanto puedo ganar con él durante ese tiempo. Se puede reunir así una suma considerable si un hombre tiene buen crédito y además sabe hacer buen uso de él.”

“Piensa que el dinero es fértil y reproductivo. El dinero puede producir dinero, la descendencia pude producir todavía más y así sucesivamente. Cinco chelines bien invertidos se convierten en seis, estos seis en siete, los cuales, a su vez, pueden convertir­se en tres peniques y así sucesivamente, hasta que el todo hace cien libras esterlinas. Cuanto más dinero hay, tanto más produce al ser invertido, de modo que el provecho aumenta rápidamente sin cesar. Quien mata a una cerda, aniquila toda su descendencia, hasta el número mil. Quien malgasta una pieza de cinco chelines, asesina todo cuanto hubiera podido producirse con ella: columnas enteras de libras esterlinas.”

“Piensa que, según el refrán, un buen pagador es dueño de la bolsa de cualquiera. El que es conocido por pagar puntualmente en el tiempo prometido, puede recibir prestado en cualquier momento todo el dinero que sus amigos no necesitan.”

“A veces, esto es de gran utilidad. Aparte de la diligencia y la moderación, nada contribuye tanto a hacer progresar en la vida a un joven como la puntualidad y la justicia en todos sus nego­cios. Por eso, no retengas nunca el dinero recibido una hora más de lo que prometiste, para que el enojo de tu amigo no te cierre su bolsa para siempre.”

“Las más insignificantes acciones que pueden influir sobre el crédito de un hombre, deben ser tenidas en cuenta por él. El golpear de un martillo sobre el yunque, oído por tu acreedor a las cinco de la mañana o a las ocho de la tarde, le deja contento para seis meses; pero si te ve en la mesa de billar u oye tu voz en la taberna, a la hora que tú debías estar trabajando, a la mañana siguiente te recordará tu deuda y exigirá su dinero antes de que tú puedas disponer de él.”

“Además, has de mostrar siempre que te acuerdas de tus deu­das, has de procurar aparecer siempre como un hombre cuidadoso y honrado, con lo que tu crédito irá en aumento.”

“Guárdate de considerar como tuyo todo cuanto posees y de vivir de acuerdo con esa idea. Muchas gentes que tienen crédito suelen caer en esta ilusión. Para preservarte de ese peligro, lleva cuenta de tus gastos e ingresos. Si te tomas la molestia de parar tu atención en estos detalles descubrirás cómo gastos in­creí­blemente pequeños se convierten en gruesas sumas, y verás lo que hubieras podido ahorrar y lo que todavía puedes ahorrar en el futuro.”

“Por seis libras puedes tener el uso de cien, supuesto que sea un hombre de reconocida prudencia y honradez. Quien malgasta inútilmente a diario un solo céntimo, derrocha seis libras al cabo del año, que constituyen el precio del uso de cien. El que disipa diariamente una parte de su tiempo por valor de un céntimo (aun cuando esto sólo suponga un par de minutos), pierde cinco cheli­nes, y tanto valdría que los hubiese arrojado al mar. Quien pierde cinco chelines, no sólo pierde esa suma, sino todo cuanto hubiese podido ganar con ella, aplicándola a la industria, lo que repre­sen­ta una cantidad considerable en la vida de un joven que llega a edad avanzada”[12].

El más importante de estos valores es la utilidad (no sólo para Franklin, sino para toda esta cultura burguesa); y se desa­rrolla en relación con el comercio y con el desarrollo industrial. El burgués es un hombre de acción que busca la utilidad. Es el fundador, o cofundador, de una de las instituciones modernas más importantes: la empresa. A partir de esta época (mediados del siglo XVIII, contemporáneamente a Kant) se va a mostrar su prota­gonismo creciente hasta el siglo XX.

En resumen, “desencanto, secularización, racionalización, autoridad racional legal, ética de la responsabilidad” son los conceptos básicos que Weber construye para comprender la época moderna burguesa, “respecto a la cual hay que añadir que es conquistadora, que establece el dominio de las élites racionalizadoras y modernizadoras sobre el resto del mundo, mediante la organización del comercio y de las fábricas, así como mediante la colonización” [13].

2.c. Moralidad y economía política

Se han caracterizado los valores fundamentales de la burguesía puritana hacia fines del siglo XVIII. Estos valores son básicamen­te «morales»: normas de conducta prácticas, «racionales», orienta­doras de la vida individual, familiar y comunitaria. Lo peculiar del capitalismo, como se hace explícito en la teoría política de Hobbes, es haber inventado un espacio para la acción independiente de los agentes del desarrollo económico, es decir, la separación del mercado de la comunidad política. Se verá a continuación cómo las filosofías morales y sus problemáticas acerca de la naturaleza del hombre desembocaron directamente en los principios generales de la nueva ciencia de la economía política[14], siguiendo el desarrollo del pensa­miento de su fundador.

En marzo del año 1776 (el mismo año que Kant publicaba su “Crítica de la razón pura”) el escocés Adam Smith editó su “Inves­tigación sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones”, elevando a la economía política a la categoría de ciencia, al mismo tiempo que daba cuenta del proceso histórico por el cual la burguesía británica transitaba hacia la revolución indus­trial. Pero, la obra anterior de Smith llevaba por título: “Teoría de los sentimientos morales” (1759), y allí, siguiendo las tesis de su maestro David Hume, desarrollaba su concepción acerca de la «naturaleza del hombre». Como todos los pensadores «morales» y «políticos» de su época, Smith abstrajo las caracte­rísticas propias de la burguesía moderna y las universalizó e identificó con la «naturaleza humana» sin más.

Para Hume coexisten en la naturaleza humana móviles egoístas y desinteresados y no pueden reducirse los segundos a los primeros ni viceversa. Smith parte de la misma premisa y afirma que las acciones de los hombres están guiadas no solamente por el interés individual (egoísmo), sino también por el juicio que los demás emiten sobre nuestras acciones, el cual nos afecta por «simpatía», es decir, por un sentimiento por el cual compartimos lo que sienten nuestros prójimos.

La sociedad se convierte, desde este punto de vista, en un intercambio de servicios entre los individuos. Como dice Smith: “el hombre reclama en la mayor parte de las circunstancias la ayuda de sus semejantes y en vano puede esperarla sólo por benevolencia [o buena voluntad, como pensaban los moralistas de su época]. La conseguirá con mayor seguridad interesando en su favor el egoísmo de los otros y haciéndoles ver que es ventajoso para ellos hacer lo que se les pide. Quien propone a otro un trato le está haciendo una de esas proposiciones. Dame lo que necesito y tendrás lo que deseas, es el sentido de cualquier clase de oferta, y así obtenemos de los demás la mayor parte de los servicios que necesitamos. No es la benevo­lencia del carnicero, del cervecero o del panadero la que nos procura el alimento, sino la consideración de su propio inte­rés. No invocamos sus sentimientos humanitarios sino su egoísmo: ni les hablamos de nuestras necesidades sino de sus ventajas”[15]. Nótese que no se refiere al interés simplemente, sino a la consideración, es decir, a la conciencia del deseo suscitado por el otro. Pero al mismo tiempo, afirma que “la diferenciación de rangos y el orden de la sociedad se fundan en esta disposición que existe en nosotros a «simpatizar» con los intereses de los ricos y de los poderosos. La condescendencia para los que son superiores a noso­tros nace, más a menudo, de nuestra admiración por los privi­legios de su situación que de la secreta esperanza de la utilidad que su benevolencia podría reportarnos”[16]. En estos tex­tos percibimos que Smith tenía una clara conciencia de la contradicción entre el orden econó­mico (que se sigue de los móviles egoístas) y la justi­cia social (que se busca como modelo de las relaciones entre los hombres). Smith, a diferencia de los fisió­cratas, no niega el problema, sino que sostiene la tesis de que la libertad en la búsqueda de la riqueza es condición del progreso y fuente de la desigualdad social. Pero, las injusticias que resultan del sistema no son de tal magnitud (desde su pers­pec­tiva), que se conviertan en inaceptables. A pesar de las desi­gualdades, los individuos perciben aproximadamente las mismas satisfacciones independientemente del sector social al que perte­nezcan.

“El estómago del rico –dice Smith- no está en proporción con sus deseos y no contiene más que el del vulgar campesino. El rico se ve forzado a dar lo que él no consume al hombre que prepara de la forma más delicada el escaso manjar que le es necesario [...] Sólo los ricos eligen, de entre la masa común, lo más delicioso y lo más raro. Apenas consumen más que el pobre; a pesar de su avidez y su egoís­mo [...] comparten con el último peón el producto del trabajo que ellos mandan hacer. Una mano invisible parece forzarles a partici­par en la misma distribución de las cosas necesarias para la vida, que hubiera tenido lugar si la tierra hubiera sido dada en igual proporción a cada uno de sus habitantes; y, de esta manera, sin tener la intención de hacerlo, sin ni siquiera saberlo, el rico sirve al interés social y la multiplicación de la especie humana. La Providencia, distribuyendo, por así decirlo, la tierra entre un número reducido de hombres ricos, no ha abandonado a los que parecía haber olvidado de asignarles su porción, ya que éstos tienen su parte de todo lo que ella produce...”[17]. Smith percibe que en una sociedad industrial, donde se ha desarrollado el mercado, se genera una suerte de distribución natural de los productos ya que nadie produce todo lo que necesita y nadie necesita todo lo que produce. Así, cada uno se ve obligado a «distribuir» naturalmente su producción entre los demás.

J. P. Feinmann advierte que las tesis de Semith fundamentan “en el terreno filosófico-moral, los principios del librecambio: la sociedad concebida como un «orden natural» e inmutable dentro del cual cada individuo, al promover y satisfacer sus necesidades egoístas, contribuye, involuntariamente, a consti­tuir un orden universal y justo. [En consecuencia,] toda ley que se oponga a este espontáneo fluir de la libertad individual atenta contra la natu­raleza de las cosas”[18]. En tanto que las satisfacciones morales son más importantes que las materiales, la filosofía social de Smith resulta poco satisfactoria y concluye en la resignación frente a la injusticia y la desigualdad sociales[19].

3. El Iluminismo

La corriente de pensamiento más importante en el siglo XVIII es la Ilustración o Iluminismo. Fue ella la que aportó las bases doctri­narias de la Revolución Francesa y la que configuró el núcleo de la decisión cultural moderna. Después del «barroco», que se caracterizó por ser un período de indeci­sión, de inseguridad y de duda, se des­plegó una corriente de pensamiento que partía de una convicción, de una «evidencia», de una absoluta seguridad en el poder de la razón, cuya «luz» veía extenderse sobre toda la realidad. El Iluminismo es la universalización del pensamiento cartesiano, como afirmación del poder infinito de la voluntad bajo la guía segura de la razón.

3.a. El medio de conocimiento: Para el Iluminismo, el hombre es poderoso porque posee la razón. Ésta lo distingue de todos los demás seres del universo. La razón es lo que permite conocer la natura­leza y dominarla, porque la estructura de lo real es homogénea a la de la razón. El método, es decir, el camino y el medio adecuados para acceder a la verdad, a lo que las cosas son en sí mismas lo proporciona la razón. La razón es un instrumento ordenador de la naturaleza tanto como de la sociedad.

3.b. La relación con la naturaleza: La naturaleza es, para el Iluminismo, lo-que-yace-frente-a (ob-jectum) la conciencia racional, lo que se o-pone (lo puesto frente al sujeto). Pero, como para este movimiento la naturaleza tiene una estructura racional (es decir, que está gobernada por leyes racionales, por causas inmanentes al mundo o intramundanas) es cognoscible, es dominable y es transformable en un sistema cada vez más racional. Todo lo que es objeto se determina a partir de su utilidad[20], es decir, porque está en función de la satisfacción de ciertas necesida­des humanas. La naturaleza se convierte así, para los iluministas, en una herramienta, en un instrumento; y la razón que utiliza la naturaleza se convierte en «instrumental». Hay que controlar la fuerzas naturales y trans­formarlas en medios y recursos para los fines humanos. La racionalidad de los medios sustituye a la racionalidad orientada hacia los fines. El término naturaleza no designa solamente el ser de las cosas, el ámbito de la existencia física material por oposición a lo cultural o espiritual sino también y más fundamentalmente a todas las verdades que son ciertas y evidentes por sí mismas, sin ninguna revelación trascendente, y cuyo fundamento es puramente inmanente.

3.c. La relación con la historia: Para los iluministas, las sociedades y las cultu­ras son concebidas como un campo de batalla entre lo racional y lo irra­cional, con el triunfo progresivo de la razón. Así, los historiadores de este período dividen la historia en tres épocas[21]: la más reciente es la moderna, que se inicia con el «renacimiento» de la ciencia y la razón y que inaugura la edad «madura» de la humanidad, en la que los hombres llegan a ser autónomos de cualquier autoridad exterior (como lo eran el destino, los dioses o las creencias y supersticiones de la gente). La antigüedad greco-latina, que fue el período de la juventud de la humanidad, cuando el despertar de la razón puso las bases del conocimiento y de la libertad. Y, el período intermedio, el medioevo [la edad del medio], cuando las luces de la razón fueron oscurecidas por la irraciona­lidad de la fe y la superstición.

El Iluminismo se representa a la historia como una marcha hacia adelante (progreso), como un constante desarrollo de la capacidad racional, que permite conocer el mundo y dominarlo de acuerdo a principios racionales exclusiva­mente. “La filosofía de la historia de la Ilustración se basa en la idea de que la historia revela el despliegue de una Razón inmuta­ble y de que la evolución se dirige a una meta discernible de antemano. El carácter ahistórico del siglo XVIII no se expresa pues en que no tuviera ningún interés por el pasado y en que desconociera la naturaleza de la cultura humana, sino en que desconoció la naturaleza del desarrollo histórico y lo concibió como una continuidad rectilínea”[22]. La conciencia ilustrada piensa a la historia como un continuo progreso y, consecuentemente, es pro­fun­damente optimista respecto de la victoria final de la razón.

3.d. La relación con lo Absoluto: La Ilustración sometió a las creencias religiosas y morales tradicionales a una crítica corrosiva. Al no reconocer otra autoridad (otro «tribunal», dice Kant) que la razón, toda doctrina que no pudiera dar cuenta de sí racionalmente fue condenada por su falta de fundamento. Es por eso que Descartes se vio obligado a fundamentar la prueba de la existencia de Dios en el «cogito», en la certeza racional. Es por esto que los revoluciona­rios franceses instituyeron el culto de la diosa razón enfrentando al «autoritarismo» católico. Para los ilustrados, lo Absoluto es el Ser Supremo y éste no es otro que la Razón abstracta y vacía, que no puede ser venerada de acuerdo a ningún contenido particular o contingente.

3.e. El método: La Ilustración siguió el modelo ofrecido por el método de la filosofía natural[23], que había logrado explicar el conjunto de la naturaleza a partir de tres leyes simples expre­sa­das matemáticamente. Metodológicamente, la física de Newton contiene dos presupuestos:

1°) Para conocer la realidad, hay que dividirla en todas sus partes, analizarla.

2°) A partir de la multiplicidad que resulta del análisis y de la confrontación con la experiencia, hay que encontrar un principio unificador. Tal principio se alcanza experimentalmen­te. Como el modelo de esta ciencia es la matemática, el sistema no tiene (ni puede tener) contradicciones; de manera que a cada efecto sólo le puede corresponder una única causa. Existen res­puestas únicas. Las ciencias observan, clasifican, deducen para descubrir el orden natural de las cosas.

3.f. El principio de uniformidad: Estos dos supuestos metodo­lógicos del modelo científico de la Ilustración están en relación con un principio más profundo, conocido como principio de uniformidad o de regularidad. Según este último, la razón humana es uniforme, de lo que se sigue que todos los hombres poseen una misma capacidad o facultad racional. En consecuencia, en las mismas condiciones llegarán necesariamente a las mismas conclusiones. Cuando el hombre piensa o actúa racionalmente, lo hace más allá de todas las diferencias particulares; es decir, unívocamente. En este sentido, la Ilustración conduce al triunfo de lo Uno y a la disolución de las diferencias o de lo múltiple. La imposición del principio único o racionalización implica la disolución de los lazos tradicionales, de las costumbres y creencias heredadas de la tradición, ya que ellos implican siempre una multiplicidad y variedad de órdenes y de culturas diferentes. La facultad racional es específica de los hombres y a la vez común a todos. Y esta razón humana uniforme puede conocer la naturaleza, porque ésta posee la misma estructura uniforme que aquélla. La uniformización es obra de la misma razón mediada por la ciencia, la técnica y la educación (Ilustración) que deben eliminar, progresivamente, todas las diferencias y todos los privilegios.

Para los iluministas, los principios de la razón humana tienen validez universal, es decir incluyen la totalidad de los casos posibles, pero excluyen la singularidad (que queda, en consecuencia, fuera de la ciencia). La razón puede conocer las leyes que gobiernan la naturaleza, pues estas leyes son relaciones necesarias entre los objetos, análogas a las relaciones necesarias que se establecen entre los conceptos. Finalmente, estas leyes y principios son objetivos, demostrables para todos los hombres que utilicen el mismo método. Estos principios, que se han visto tan largamente confirmados por la experiencia y la experimentación en la ciencia natural, fueron prontamente extendidos a la comprensión de la sociedad y la historia.

En relación a este principio de uniformidad en las ciencias, escribe Max Horkheimer: “La convicción de que existe cierta uniformidad en el curso de la naturaleza es una característica propia de la ciencia moder­na. Observaciones como la de que un cuerpo en caída libre posee una velocidad determinada, que la combinación de dos substancias produce una nueva cuyas propiedades son distintas a las de los elementos que la componen, o que la absorción de un fármaco elimi­na ciertas manifestaciones infecciosas, no tienen ningún valor para la sociedad a no ser que esos sucesos se sigan repitiendo del mismo modo en el futuro, es decir, a no ser que la fórmula de la caída libre de los cuerpos siga siendo la misma, la combinación de esas dos substancias siga dando el mismo resultado y el medicamen­to en cuestión siga eliminando la infección en casos posteriores. Podemos concebir esa similitud entre los sucesos futuros y los pasados de una manera tan vaga como queramos, podemos resaltar cuanto queramos las diferencias individuales propias de cada caso particular y subrayar la posibilidad de influjos perturbadores tanto como la variabilidad de las condiciones: el valor de las leyes de la naturaleza, que es lo que en cualquier caso importa a la ciencia moderna fundada en el Renacimiento [y cimentada con la Ilustración], depende de la repetición futura de los casos para los cuales deben ser válidas las leyes, es decir, depende de la posibilidad de aplicación de esas leyes. La posibilidad de unas leyes de la naturaleza, y, por consiguiente, la del dominio de ésta, aparecen en la nueva ciencia en dependencia lógica de la presuposición de que el acontecer natural está sujeto a una regularidad. [...] Pero dicha convicción no es científicamente demostrable, sino sólo un proyecto hipotético”[24].

3.g. El criterio de verdad: El que este supuesto último de la uniformidad no sea demostrable, hace que la ciencia, como institu­ción, como comunidad de científicos, sea la que suministre al conjunto de las sociedad los criterios de verdad. Todo hombre es racional y puede ser científico, ya que existen leyes que corres­ponden a esa racionalidad que pueden ser conocidas siguiendo el mismo método.

No son las leyes que para los griegos aparecen en una forma mítico-religiosa en el destino, ni son las leyes que para los cristianos ordena la Providencia de acuerdo con el plan de salva­ción y cuya verdad es custodiada y avalada por la institución de la Iglesia. Son otro tipo de leyes, a las cuales todos pueden tener acceso, siempre y cuando sean guiados por la institución de la ciencia.

3.h. La relación con la sociedad: Estos principios que la ciencia natural ha desarrollado y aplicado con éxito fueron rápi­damente extendidos al ámbito de la sociedad y a la naturaleza humana. Así se desarrolló la convicción de que también el ámbito de la sociedad podría comprenderse científicamente de acuerdo con el mismo método. El movimiento ilustrado buscaba destruir no sólo el despotismo sino también las instituciones que tergiversaban y opacaban la fuente del poder social, persiguiendo el objetivo de hacer a la sociedad tan transparente como el pensamiento científico. De esta manera, la Ilustración pudo convertirse en un movimiento revolucionario, en cuanto criticó el orden del pasado a partir de principios racionales. “Así, entonces –dice J.P.Feinmann-, es posible rescatar la pasión revolucionaria del Iluminismo: estaban hartos de los reyes, de las monarquías, del absolutismo, de todos esos rumbosos parásitos que decían gobernar en nombre de Dios. Dijeron: libertad, igualdad, fraternidad. Y las desmesuras napoleónicas esparcieron por toda Europa estas convicciones. Las convicciones contenidas en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Convicciones que proponían la igualdad entre los hombres, que, por consiguiente, impugnaban las desigualdades sociales, que reconocían como «derecho natural» de todo ciudadano «la resistencia a la opresión»...”[25]. El Iluminismo era un movimiento crítico del presente, que postulaba un futuro más racional (optimismo), a partir de la acción de la ciencia.

El Iluminismo se irradió a la sociedad desde “arriba”, desde el lugar del poder. Es clarificador observar en la historia cómo los monarcas absolutos, que personificaban al Estado[26] y eran característicos de la estructura política del «barroco», comienzan a ser rodeados por los filósofos de la Ilustración, dando lugar al período conocido como «despotismo ilustrado». Los pensadores y filósofos cumplieron la función de aconsejar y aseso­rar a los reyes, y al mismo tiempo, difundían las ideas nuevas hacia el conjunto de la sociedad. El modelo de estos filósofos se encuentra en los “enciclo­pedistas" franceses: D'Alambert, Diderot y, sobre todo, Voltaire, que intentaron reunir la totalidad del conocimiento humano en una única obra, en un único sistema. El «enciclopedismo», por un lado, comenzó a criticar el viejo orden absolutista del «barroco» y, por otro lado, inició su participación (desde la cúspide de la pirámide política, desde el monarca) y la transformación de la sociedad. El orden social ya no se justificaba en el orden del kosmos ni en el plan de salvación de Dios sino en su propio fundamento inmanente, en una libre decisión de los hombres fundada en la razón. En consecuencia, el Iluminismo sustituyó al kosmos y a Dios como criterio de los valores morales, es decir, como principios de lo bueno y lo malo.

Pero, imperceptiblemente, una nueva forma de poder comenzó a operar: es un poder oculto (a diferencia del modelo del siglo XVII, que era visible y requería de un espacio público), que actuaba mediante vigilancia universal, y cuyas instituciones claves no eran clara­mente visibles. Se trataba de una nueva forma de poder, que extendió la necesidad de controlar, y para el cual las nuevas formas de conocimiento (examen, medición, clasificación, etc.) tendían a convertir a los individuos “en el objetivo de políticas de normalización”[27]. La instrumentalización y el control sobre la naturaleza engendró formas acordes de dominio (instrumentalización y control) sobre los hombres. El acento pasó de la soberanía y la ley, al control y a la norma­lización, tendientes a producir ciertos resultados: devolver a los individuos a la normalidad. Esta nueva forma de poder ya no supone sujetos que den órdenes y sujetos que obedezcan, sino que produce sus propios sujetos, con formas de conducta y deseos propios, «normales». El dominio que la razón efectúa sobre la naturaleza externa e interna del hombre, se produce por medio del adiestra­miento en la interiorización de ciertas disciplinas[28].

3.i. La concepción del sujeto: Desde la perspectiva del Iluminismo, “lo que es válido para la sociedad, lo es para el individuo. Su educación debe ser una disciplina que lo libere de la visión estrecha, irracional, que le imponen su familia y sus propias pasiones, y obra del conocimiento racional y de la participación en una sociedad que organiza la acción de la razón”[29]. La escuela y los maestros son los mediadores entre los educandos y los valores universales de la verdad, el bien y la belleza. La Ilustración busca crear un hombre nuevo y una sociedad nueva edificados sobre la naturaleza y la razón. Ésta es la base de la autonomía del hombre frente a las fuerzas de la costumbre, de la moral, del poder o de las pasiones. El sujeto se define por su voluntad de acción libre y por el deseo de ser reconocido como sujeto libre, que es a lo que Kant llama dignidad. El hombre se convierte en sujeto cuando ya no se concibe como una parte del kosmos, de la creación o de la naturaleza sino que reconoce a la naturaleza en él y se reconoce como un ser capaz de transformar la naturaleza exterior como la naturaleza social. La libertad es el principio fundamental de la moralidad y de la acción para un sujeto que se ha convertido en fundamento de los valores y de lo bueno. El sujeto es el impulso a luchar contra toda fuerza que limite o coarte la libertad de la voluntad. Ha sido principalmente la Revolución Francesa y su expansión por el continente europeo la que ha contribuido a la formación de la idea de actor histórico o de sujeto histórico[30].

3.j. La concepción del arte: Las teorías del arte del siglo XVIII desarrollan los supuestos bosquejados en el neoclasisismo francés durante la última parte del siglo anterior. Fueron las concepciones de los alemanes las que lograron las soluciones más satisfactorias a los problemas de la época, superando los bosquejos franceses e ingleses. El primer autor en estudiar sistemática y autónomamente los fenómenos estéticos fue Baumgarten, quien sostuvo que en la mente hay dos esferas de naturaleza diferente: por un lado, la razón que proporciona el conocimiento claro y distinto de la ciencia; por el otro, la sensibilidad que suministra un conocimiento vago y confuso (llamado estética). Según este autor, la belleza[31] es la perfección del conocimiento estético y es análoga a la verdad en el conocimiento racional.

La teoría estética del siglo XVIII llegó a su consumación con la Crítica del juicio de Kant, que se propuso alcanzar una síntesis de la sensibilidad y la razón por medio del «juicio del gusto». Este autor sostuvo que “el juicio del gusto, por ser una actividad del espíritu reflexiva, no determinante, se rige por un principio a priori que no es otro que el de finalidad. Es decir que atribuimos al mundo exterior un fin que armonizaría con lo que de él pensamos, o dicho en otros términos, que la variedad o disociación que nos revelan los sentidos en el mundo exterior serían, merced al principio a priori de finalidad, partes de un todo o unidad como lo exige nuestra razón. Ahora bien, cuando percibimos esta conformidad o armonía entre lo natural y nuestro entendimiento sentimos un agrado o placer que denominamos estético, pues él proviene de la simple presentación o forma percibida de una cosa”[32]. Según esta perspectiva, los juicios estéticos se caracterizan por ser desinteresados (independientes de la utilidad pragmática, bondad moral o perfección de la obra), universales (comunes a todos los hombres), y por perseguir una finalidad sin propósito moral o práctico (la finalidad de lo bello es producir una armonía entre la razón y la naturaleza tal como es, entre quien percibe y lo percibido). De la teoría kantiana de la belleza pueden extraerse, siguiendo a Repetto, las siguientes conclusiones: (1) “La belleza reside principalmente en la forma respondiendo al concepto antiguo de la unidad en la variedad. [...] (2) Kant establece firmemente los límites de lo bello en su relación con un interés práctico o utilitario. [...] (3) La belleza no es imitativa sino simbólica, es decir, expresiva de un significado suprasensible. [...] La belleza así descrita es una belleza subjetiva, es decir, que existe solamente en quien percibe y para quien percibe”[33].

3.k. Observación: Hay que tener en cuenta, que los pensadores de la Ilustración no se identificaron sin más con la burguesía[34], aun cuando ambos procesos fueron contemporáneos. Los filósofos de la Ilustración no participaron del proceso de producción de mercancías, no estaban ligados a la empresa, sino que se dedicaron a concebir la verdad racional y a promover el desarrollo de la ciencia. Se deberá estar atentos a la evolución paralela de estas dos instituciones modernas (la empresa y la ciencia) y de estas dos corrientes (la burguesía y el Iluminismo), ya que son fundamentales para comprender los procesos posteriores. Así como para la burguesía, la verdad reside en el mercado (es verdadero lo que obedece a la ley del valor), para el Iluminismo, la verdad reside en la racionalidad del método científico. El burgués también era racional, pero su racionalidad era básicamente económica, su lógica es la de la economía política, regida por la ley de la oferta y la demanda, y por la considera­ción de la naturaleza de las cosas como útiles.



[1] Las características del Romanticismo serán analizadas en el capítulo 18. Para que la comparación y el contraste entre ambos sea fácilmente perceptible, se exagerarán las características de cada uno de ellos y se ordenarán en clasificaciones análogas.

[2] Dowden: Puritan and Anglican, p. 234; citado por Weber, M.: La ética protestante y el espíritu del capita­lismo, Barcelona, Editorial Península, 5a. edición, 1979, p. 123.

[3] El catolicismo resolvió este problema con la institución del sacramento de la «penitencia», que mediante la confesión «objetivaba» la fe comunitariamente. No hay que olvidar que la penitencia fue originalmente comunitaria, y luego se fue centrali­zando en la mediación del sacerdote.

[4] Weber, M.: 1979, p. 124, nota 19.

[5] Weber, M.: 1979, p. 135.

[6] Cf. Weber, M.: 1979, p. 138.

[7] Es decir, el tiempo no trabajado, el ocio, el descanso más allá del estrictamente necesario, etc.

[8] Weber, M.: 1979, pp. 144-5.

El autocontrol y el domi­nio de sí mismos se transforman en modelos para los puritanos: “Los «Ironsides» de Cromwell eran muy superiores a los «caballeros», no por un ardor de derviches, sino, al contrario, por su frío dominio de sí mismos, que les capacitaba para obedecer ciegamente las órdenes de mando, mientras que aque­llos, con su ataque caballeresco e impetuoso, disolvían en átomos su propia tropa” (citado por Weber, M.: 1979, p. 152-3, nota 82. Negritas nuestras).

[9] Weber, M.: 1979, pp. 224-6.

[10] Cf. Touraine, A.: 1993, p. 44.

[11] Weber, M.: 1979, p. 71.

[12] Citado por Weber, M.: 1979, pp. 42 ss.

[13] Cf. Touraine, A.: 1993, p. 49.

[14] “La combinación de la Revolución Francesa y de las transformaciones de la economía nacidas en Gran Bretaña lleva al mundo europeo, y pronto a una gran parte del planeta, hacia una modernidad que desborda el mundo de las ideas, crea una sociedad y unos actores sociales definidos por lo que hacen antes que por su naturaleza. La filosofía política deja paso a la economía política” (Touraine, A.: 1993, p. 100. Cursivas nuestras).

[15] Smith, A.: Investigación sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones, México-Buenos Aires, F.C.E., 1958, p. 17; citado por Feinmann, J. P.: 1982, p. 115. Cursivas y corchetes nuestros.

[16] Smith, A.: Théorie des sentiments moraux, traducción france­sa, París, 1830, tomo I, p. 91; citado por Denis, H.: 1970, p. 157.

[17] Idem pp. 340-1; citado por Denis, H.: 1970, p. 158.

[18] Feinmann, J. P.: 1982, p. 116.

[19] “La combinación de la Revolución Francesa y de las transformaciones de la economía nacidas en Gran Bretaña lleva al mundo europeo, y pronto a una gran parte del planeta, hacia una modernidad que desborda el mundo de las ideas, crea una sociedad y unos actores sociales definidos por lo que hacen antes que por su naturaleza. La filosofía política deja paso a la economía política” (Touraine, A.: 1993, p. 100).

[20] Lo que para la burguesía puritana era una característica diferencial de la moralidad, de la sociedad, del mercado, el Iluminismo lo extiende al conjunto de la realidad tanto natural como social. De este modo, la utilidad se convierte en el ser de todo lo que es, tanto en el ámbito de la naturaleza como en el de la cultura.

[21] Este esquema, que aún se repite y enseña en nuestras escuelas, se forjó en aquella época.

[22] Hauser, A.: Historia social de la literatura y del arte, Madrid, Editorial Guadarrama, 1955, tomo II, pp. 885-6.

[23] Es decir, la filosofía de la naturaleza (o física) elaborada por Isaac Newton.

[24] Horkheimer, M.: 1982, pp. 18-9.

[25] Feinmann, J. P.: 1999, p. 267.

[26] “El estado soy yo” decía Luis XV.

[27] Taylor, Ch.: Foucault sobre la libertad y la verdad, en Hoy, D. (compilador): Foucault, Buenos Aires, Editorial Nueva Visión, 1988, p. 87.

[28] “Las disciplinas del movimiento corporal organizado, del empleo del tiempo, de las disposiciones ordenadas espaciales para vivir/trabajar -éstos son los senderos por los cuales la objetiva­ción realmente tiene lugar, se convierte en más que el sueño de un filósofo, o el logro de una pequeña élite de exploradores espiri­tuales, y adopta las dimensiones de un fenómeno masivo. [...] Pero las disciplinas que construyen este nuevo modo de ser son sociales; son las disciplinas de los cuarteles, el hospital, la escuela, la fábrica. Por su misma naturaleza, se prestan al control de algunos por otros. En estos contextos, la inculcación de hábitos de autodisciplina es a menudo la imposición de disci­plina de algunos sobre otros” (Taylor, Ch.: 1988, p.89)

[29] Touraine, A.: 1993, p. 27.

[30] Cf. Touraine, A.: 1993, pp. 90-1.

[31] “La perfección de lo sensible o la percepción de los sentidos no es otra cosa que el antiguo concepto formal de la unidad en la multiplicidad” (Repetto, A.: 1973, p. 89).

[32] Repetto, A.: 1973, p. 92.

[33] Repetto, A.: 1973, pp. 98-9.

[34] Ver las relaciones comparando el desarrollo del párrafo 2.

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