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miércoles, 21 de abril de 2010

CAPÍTULO 20: LA FILOSOFIA DE NIETZSCHE

Esta obra está protegida por derechos de autor ISBN 987-9248-58-9


LA FILOSOFÍA DE NIETZSCHE

1. Introducción: vida y obras

Friedrich Wilhelm Nietzsche nació en Röcken, Alemania, el 25 de noviembre de 1844. Su padre, pastor protestante, murió cuando Nietzsche tenía cinco años de edad. En 1863 inició sus estudios de teología y filología en la universidad de Bonn. Se graduó en la universidad de Leipzig, donde se interiorizó en la obra de Arthur Schopenhauer. En 1869 fue nombrado profesor en la universidad de Basilea, cargo al que renunció en 1877 debido a problemas de salud que lo aquejaron durante el resto de su vida y que le obligaron a trasladarse de lugar en busca de climas más benignos. Sus obras más importantes son El nacimiento de la tragedia (1872), La gaya ciencia (1882), Así habló Zaratustra (1891), Más allá del bien y del mal (1886), La genealogía de la moral (1887), y El ocaso de los ídolos (1888). Durante el mes de enero de 1889 padeció una crisis que lo condujo a la locura. Pasó los siguientes diez años en un asilo para enfermos mentales hasta su muerte el 25 de agosto de 1900.

A diferencia de Hegel y Marx, preocupados por el rigor de los conceptos, la filosofía de Nietzsche se expresa en un estilo abundante en metáforas y símbolos, juega con la pluralidad de los significados y se presta a múltiples interpretaciones. Si la preocupación de los primeros era la determinación del concepto, el último persigue la creación de sentidos y valores nuevos, sirviéndose de las imágenes, de los símbolos, de las máscaras, de los mitos y haciendo incluso de su propia vida una metáfora. Hay que notar que la máscara no cumple una función ocultante sino reveladora, la máscara no falsea el rostro verdadero o la realidad en sí misma porque detrás de una máscara siempre hay otra. La máscara es, como el símbolo, a la vez revelante y ocultante. Sin embargo, no hay que olvidar en ningún momento que se trata de máscaras y de símbolos y no de conceptos, particularmente cuando parece hacerse referencia a actores históricos (por ejemplo, «los alemanes», «los judíos», «los aristócratas», «la plebe», «los cristianos», etc.). Cuando Nietzsche habla de «los alemanes» o de «los judíos» o con cualquier otro término de este tipo, no está utilizando un concepto sociológico, psicológico, histórico o metafísico, sino símbolos o metáforas cuya función no es definir o determinar sino expresar sentidos, dar forma plástica a las tendencias y a las fuerzas y potenciarlas, reactivarlas, crear valores. Como un artista plástico o como un poeta, Nietzsche quiere hacer manifiestas las fuerzas del kosmos.

Por otro lado, su estilo aforístico, heredero de la retórica más que de la lógica, se propone producir efectos, dar qué pensar, antes que explicar o fundamentar como se proponían Hegel o Marx. Como heredero del romanticismo, Nietzsche desconfía profundamente de la racionalidad de la razón y de la capacidad de los conceptos para comprender la realidad. Como en el caso de Marx, Nietzsche es a la vez heredero de la ilustración y crítico[1] de la ilustración. Juzgando desde los resultados visibles en la segunda mitad del siglo XIX, extiende la duda y la sospecha sobre la razón hasta los comienzos mismos de la tradición occidental: la filosofía griega, la religión judeo-cristiana, la ciencia moderna.

2. El planteamiento del problema: la historia de la verdad como la historia del error más prolongado¡Error! No se encuentra el origen de la referencia.

Tanto Marx como Hegel partían de una evaluación positiva del sentido de la historia. A pesar de los estancamientos y de las regresiones ambos pensaban, como los ilustrados, que en la historia había un progreso, que se había avanzado desde la libertad de pocos hacia la libertad de todos, desde la sujeción a las fuerzas naturales hacia el control de la naturaleza y la sociedad. Ambos creían además que las realizaciones de su propia época podían servir como criterio para juzgar toda la historia universal. Ambas concepciones son eurocentristas, en tanto sitúan al sujeto moderno europeo en la culminación del proceso histórico, en el centro de gravedad del sentido de la historia. Nietzsche, por el contrario, parte de una evaluación negativa de su propia época y de la convicción de que males tan profundos no pueden derivarse de causas recientes o inmediatas. Se opone a los productos decadentes de la cultura de su época: la mentalidad mercantilista y utilitaria de una sociedad en la que el hombre es reducido a una función; las instituciones del Estado que sujetan a los hombres a las conveniencias e intereses «políticos»; los periodistas, divulgadores y esteticistas que convierten a las masas en esclavos de «las tres M» (la mentalidad, las modas y el momento); y la forma de pensamiento de los científicos que disecan la realidad simplificando y falseando el mundo[2]. Como Marx, Nietzsche evalúa negativamente la masificación, la alienación y la uniformización que caracterizan a los hombres de su tiempo, llamándolos despectivamente «animales de rebaño». Consecuentemente, Nietzsche extiende la sospecha hacia toda la historia de la cultura occidental, sosteniendo que ha sido un camino equivocado, que conforme se desarrolla la civilización el hombre se extra­vía cada vez más, que es preciso detenerse y desandar el camino, desconfiando de todo lo que hasta ahora se ha considerado como «santo», «bueno» y «verdadero». Para Nietzsche la historia de la metafísi­ca, entendida como la historia de las búsquedas del sentido de lo que los hombres han hecho, es “la historia de un error”[3], un error tan prolongado que casi ha eliminado la posibilidad de tomar la distancia necesaria para que pueda ser percibido como tal.

Marx había mostrado que todo lo que es (ente) se había convertido en valor, que “todo lo efectivamente real se había desvanecido en el aire”, que “todo lo sagrado había sido profanado”[4]. Nietzsche avanza un paso más señalando cómo todos los valores se han desvalorizado, cómo toda validez se ha vuelto inválida, “cómo el «mundo verdadero» acabó convirtiéndose en una fábula”[5]. Nietzsche llama «nihilismo» al proceso histórico del que se derivan las consecuencias anteriores; proceso que tiene sus orígenes en el comienzo de la filosofía griega, y aún antes, desde que los hombres inventaron aquellos valores que ahora se han desvalorizado, es decir, desde que se inventó la moral. El origen y paradigma de esta forma de pensamiento en Grecia es Platón[6], con su concepción del mundo trascendente de las Ideas, con su apasionada defensa del Bien como lo Uno, Inmóvil, Eterno, Bueno, Bello, Verdadero. Con Platón el mundo sensible pierde la condición de mundo real y verdadero en favor del mundo inteligible de las ideas. Es decir, la realidad sensible se convierte en una nada, deja de ser real. Esto delimita un primer momento en la historia del nihilismo, momento que tiene su inicio en Platón y su culminación en Hegel. Con el transcurrir de la modernidad, se desarrolló un segundo momento del nihilismo, en el cual se niega realidad también al mundo de las ideas, como resultado de lo cual nada es real, nada es verdadero. Dicho en otros términos, todos los valores pierden valor.

Toda la historia de la filosofía desde Platón hasta Hegel no es otra cosa que la historia del nihilismo. “¿Qué significa nihilismo? Que los valores supremos se de­valúan[7]. Los valores supremos: Dios, Ideas, lo verdadero, lo bueno, lo bello, los principios, los fundamentos, la Razón, todo aquello que ha regido o rige la vida humana ha perdido su valor y se ha hecho sospechoso. El idealismo absoluto de Hegel es la culminación de este proceso por el cual todo lo real es concebido como forma (esencia, con­cepto, idea, etc.), pero las formas se «deforman» y las esencias se «desencializan». No se trata de un retorno a un estadio ya supera­do de las creencias y supersticiones prerracionales, ni de una pérdi­da, ni de una reapropiación de la alienación. Tampoco se trata de remplazar los valores devaluados por otros nuevos: no se trata de llenar el vacío con nuevos ideales. Se trata de eliminar el mundo suprasensible de las ideas.

Hegel decía que “solamente lo absoluto es verdadero o so­lamente lo verdade­ro es absoluto[8] y también que “lo ver­dadero es el todo[9] y que sólo desde la totalidad se revela el sentido. No hay verdad en las partes o en los momentos, que son siempre relativos al todo, que es lo único absoluto. La objeción de Nietzsche podría expresarse de esta forma: ¿no es siempre el todo una parte de una totalidad mayor que lo abarca y de la cual forma parte? En ese caso, ¿sobre qué base se afirma la verdad de este todo? Si no se puede determinar la verdad o la falsedad de un momento en tanto momento y si toda totalidad es momento de una totalidad más amplia y compleja, entones, todo es relativo, lo absoluto es relativo. La filosofía de la historia hegeliana legitimaba el sentido de la historia sobre la base de una evaluación positiva del presente, pero el cambio en la evaluación de la propia época redunda en una relativización de aquel sentido. Lo que a los ojos de los hegelianos aparecía como un desarrollo necesario, desde la perspectiva nietzscheana se revela como un sentido entre otros infinitos sentidos posibles.

Con Hegel, el contenido sensible del conocimiento queda reducido a su forma racional y toda existencia singular se convierte en momento inmanente del proceso dialéctico necesario. Si lo verdadero es el todo y todas las oposiciones y contradicciones son momentos que caen dentro del todo-verdadero, entonces también la no-verdad, el error, la falsedad, la mentira, el mal o la ignorancia serán momentos internos de la totalidad verdadera. Sin embargo, si todos estos momentos «negativos» se definen en oposición al momento «positivo» de la verdad, éste también será un momento inmanente de la totalidad. Pero si la verdad es un momento inmanente de la totalidad ¿por qué se insiste en calificar a la totalidad de «verdadera»? Si la totalidad es la superación (supresión, abolición) de los momentos parciales (falsedad/verdad), ¿por qué «lo verdadero» vuelve a aparecer como calificativo de la totalidad que se ha erigido sobre su abolición? Si todo es racional o si lo verdadero es el todo, entonces «racional» o «verdadero» ya no califican a «algo» a diferencia de «otro» que sería no racional o no verdadero. Si todo es verdadero, entonces nada es verdadero. Si todo es racional, entonces nada es racional.

Hegel afirmaba que “todo lo real es racional y todo lo racional es real”. En otros términos, el supuesto funda­mental del «idealismo absoluto» afirma que el ser es en tanto que ser del pensar. El ser de lo que es, es pensamiento; la naturaleza más íntima de las cosas es la razón, el concepto. De este modo, cuando todas las contradicciones han sido supe­radas (sujeto-objeto, cultura-naturaleza, pensar-ser, univer­sal-particular, ser-nada, absoluto-relativo, verdade­ro-aparen­te, to­do-parte, etc.) por el desarrollo del Espíritu Abso­luto, y se han reconciliado e internalizado; arribamos al sorpren­dente re­sultado, de que lo absoluto se disuelve, porque se ha supri­mido la contradicción y, con ella, la diferencia de los térmi­nos opuestos. Escribe Nietzsche: “El «mundo verdadero» [se ha convertido en] –una idea que ya no sirve para nada, (...) –una Idea que se ha vuelto inútil, superflua, por consiguiente una Idea refutada: ¡eliminémosla”[10]. Cuando la totalidad racional verdadera ha perdido validez también la han perdido las verdades/falsedades parciales que eran sus momentos. A partir de la abolición del sistema ya no es lícito afirmar las verdades particulares, parciales, locales, porque lo que ha perdido valor es el mismo concepto de verdad. Que lo absoluto se ha disuelto, no implica el retorno a alguno de los momentos del desarrollo anterior. Nietzsche nos advierte contra este error en el que podemos caer fácilmente: “Hemos eliminado el mundo verdadero: ¿qué mundo ha quedado?, ¿acaso el aparente?... ¡No!, ¡al eliminar el mundo verdadero hemos eliminado también el aparente![11]; o como también dice en La gaya ciencia: “Cuando se compenetren de que no existen fines, comprenderán que tampoco hay azar”[12]. La di­solución del mundo verdadero no nos reinstala en su opuesto: el mundo aparente. Si el mundo verda­dero es ilusorio y, en consecuencia, falso; también lo es el mundo aparente. No es uno de los términos de la contradicción el que se ha disuelto, sino la totalidad, lo absoluto. No es una parte de lo que es, la que se ha mostrado como no-verdade­ra, determi­nando así la verdad de su opuesta. Es la totalidad la que se ha disuelto, mostrando el inconveniente de la con­tradicción verdadero/fal­so. Sostener que todo es verdadero es lo mismo que sostener que todo es falso. De aquí no se infie­re, que es igual la ver­dad a la no-verdad, sino que los con­ceptos de «ab­soluto», «todo», «razón», «sujeto», etc. (y todas los contrarios que éstos alber­gan), ya no son adecuados.

En consecuencia, con Nietzsche aparece una nueva concepción de la verdad: “La falsedad de un juicio –escribe- no es ya para nosotros una objeción contra el mismo; acaso sea en esto en lo que más extraño suene nuestro nuevo lenguaje. La cuestión está en saber hasta qué punto ese juicio favorece a la vida, conserva la vida, conserva la especie, quizás incluso selecciona la especie; y nosotros estamos inclinados a afirmar por principio que los juicios más falsos (de ellos forman parte los juicios sintéticos a priori) son los más imprescindibles para nosotros, que el hombre no podría vivir si no admitiese las ficciones lógicas, si no midiese la realidad con la medida del mundo puramente inventado de lo incondicionado, idéntico-a-sí-mismo, si no falsease permanentemente el mundo mediante el número, --que renunciar a los juicios falsos sería renunciar a la vida, negar la vida. Admitir que la no-verdad es condición de la vida: esto significa, desde luego, enfrentarse de modo peligroso a los sentimientos de valor habituales; y una filosofía que osa hacer esto se coloca, ya sólo con ello, más allá del bien y del mal”[13]. Este escepticismo radical nietzscheano, por el cual la verdad es una mentira que está en función de la vida, cambia todo en el plano de la teoría: “[1] En primer término, porque se pone a la verdad al servicio de la vida y no a la vida al servicio de la verdad: porque se asume explícitamente que lo que es verdad es verdad porque nos interesa, luego se desenmascara todo intento de esgrimir una verdad desinteresada contra nuestros intereses, nuestras pasiones, nuestros instintos. [2] En segundo lugar, nos devuelve el control de la verdad, la posibilidad de experimentar con ella, de jugar, de crearla, nos libera de tener que soportarla funcionando a nuestras expensas y por su propio automatismo, sin posible modificación por nuestra parte. Antes era el hombre quien debía doblegarse, hacerse piadoso, virtuoso, ante la Verdad; ahora, debe ser la verdad quien se adecue a nuestra piedad y nuestra virtud. [3] Por último, brinda un criterio fundamentalmente no gregario de verdad: «El criterio de verdad está en el aumento del sentimiento de fuerza» y, si bien como individuos puede interesarnos en un determinado momento conservar la especie, se nos revela que tanto «individuo» como «especie» son ficciones útiles al servicio de la pasión y que bien pudiera ser que nuestro interés como individuos se determinase un día contra la especie...”[14].

El espíritu absoluto hege­lia­no implicaba la inmanencia de todas las diferencias y la im­posi­bilidad de lo radicalmente nuevo. Por eso se trata de suprimir este absoluto para que sea posible crear algo nuevo. Después de Hegel, el problema es: ¿cómo pensar lo nuevo sin que termine reducido a momento de lo absoluto? ¿Cómo pensar la realidad sin hacerlo desde los valores devaluados? ¿Cómo pensar la acción sin quedar atrapado en las categorías de substancia o de sujeto? ¿Cómo pen­sar el devenir, sin «algo» que deviene y sin «algo» devenido? ¿Cómo evitar la «on­tología eleática»[15] que supone un ser permanente, eterno, universal y necesario? ¿Cómo es posible la cien­cia en la contingen­cia y la inestabilidad? ¿Cómo pensar el kosmos desde el kaos[16] y no a la inversa? ¿Cómo entender lo de­ter­minado desde lo indeterminado, la identidad desde la di­fe­ren­cia?

3. La identificación radical de ser y valor como crítica del esencialismo

Nietzsche evalúa la metafísica desde la moral, juzga el ser desde el valor. Considera a las ideas como síntomas[17] de las formas de vida que las producen. El criterio de valor es la vida misma, pero entendida como creación y superación, no como adaptación o supervivencia. La historia de la metafísica es la historia del nihilismo, es la historia en la que se han impuesto los valores del resentimiento y de la venganza que debilitan, pervierten, atrofian y oprimen la vida activa, la vida fuerte, la vida creadora, la vida que se inventa metas más altas. Los valores de la moral se han afirmado y se afirman contra la vida, porque sólo aspiran a la conservación, mientras que la esencia de la vida es la creación y no la conservación. Desde esta «óptica de la vida» Nietzsche examina las ideas como síntomas que denuncian tendencias vitales (hacia la creación y la superación o hacia la conservación y la decadencia).

Nietzsche escribe en la Genealogía de la moral: “Necesitamos una crítica de los valores morales, hay que poner alguna vez en entredicho el valor mismo de esos valores[18]. La crítica no se dirige a las condiciones de posibilidad de la razón como en Kant ni a las condiciones del modo de producción capitalista como en Marx, sino a las condiciones que hacen posible los valores actuales, a las valoraciones, es decir, a la voluntad que crea valores y a los tipos de voluntad. La duda cartesiana ejercía la crítica preguntado ¿qué ocurriría si lo que creemos verdadero no lo fuera? Nietzsche ejerce la crítica sospechando de la dignidad de los valores, cuestionando la bondad de lo bueno: ¿Qué ocurriría si el considerado «bueno» fuese menos valioso que el considerado «malo»? ¿Qué ocurriría si el «bueno» sólo fuese un síntoma de decadencia y degeneración?

Para realizar la crítica –sigue Nietzsche- “se necesita tener conocimiento de las condiciones y circunstancias de que aquéllos [valores] surgieron, en las que se desarrollaron y modificaron”[19]. Los valores, como las ideas o los principios, son interpretados desde su perspectiva como «síntomas», como «máscaras», como «malentendidos», que expresan voluntades, fuerzas, modos de vivir de los hombres. Cuando se analizan estos modos de existencia se descubre que, en última instancia, se reducen a dos tipos: lo alto y lo bajo, lo noble y lo vil. Estos dos tipos están separados por una distancia irreductible[20].

Para Nietzsche la crítica se desarrolla siempre en un doble movimiento: (1) en primer lugar, muestra que toda pretendida realidad esencial no es otra cosa que un valor y que todo valor remite a una voluntad que valora, a una forma de valoración, a un tipo de vida. Detrás del valor de los valores no hay otra cosa que fuerzas y dominio contingente de unas fuerzas por otras. (2) En segundo lugar, investiga el comienzo de aquello que se señala como la esencia, el fundamento o el principio. ¿De dónde provienen estas supuestas esencias? ¿En qué condiciones y circunstancias se ha llegado a valorar de esta manera? Se trata de un método crítico antiesencialista, porque disuelve la pretensión de eternidad y necesidad de las ideas o esencias. Nietzsche llama «genealogía» a este método crítico que permite develar el comienzo oculto e inconfesable de los valores.

4. Una teoría de las fuerzas

Nietzsche piensa la realidad como una pluralidad de fuerzas con distintos sentidos y diferentes intensidades interactuando en cada momento y en todos los lugares. La realidad es un conjunto complejo en el que las fuerzas se relacionan, se conectan, se yuxtaponen y luchan entre sí conformando constelaciones. En última instancia toda fuerza es «voluntad de poder», impulso a la dominación, deseo de apropiación, búsqueda de explotación de una parte de la realidad, creación de sentido y de valor[21]. No son las cosas ni las esencias de las cosas la fuente del sentido sino las fuerzas que se apoderan de las cosas y las significan.

¿Qué es lo que impulsa el movimiento de la realidad? ¿Cuál es el motor del cambio? Hegel y Marx sostenían que lo negativo es lo que produce los cambios y las transformaciones de la realidad natural e histórica. Para Nietzsche existen dos sentidos básicos en cualquier movimiento: uno es negativo, reactivo, degenerativo, decadente (venganza, resentimiento), en suma, homología, pensamiento dialéctico; el otro es afirmativo, activo, creativo, (gozo, autoafirmación), en suma, jerarquía, sentimiento de la distancia y de la diferencia. En este último sentido, la fuerza que domina o manda no niega a la fuerza dominada o subordinada, sino que “afirma su propia diferencia y goza de esta diferencia”[22]. El problema de cuál es el objeto de la fuerza o qué quiere una voluntad, Nietzsche lo responde así: «el placer de saberse diferente». Toda fuerza busca afirmar su diferencia, afirmarse a sí misma.

La pregunta por el objeto de la dialéctica se contesta –para Nietzsche- preguntando por el sujeto de la dialéctica: ¿qué desea el dialéctico? Y la respuesta es: nada. La voluntad del dialéctico es una voluntad negativa porque sólo quiere la nada. El pensador dialéctico es el síntoma de una forma de vida agotada y decadente, que ya no puede afirmar su diferencia, que ya no actúa, que ya no crea, sino que reacciona a las fuerzas que le amenazan, que le ordenan o le dominan. “Sólo una fuerza así sitúa al elemento negativo en primer plano en su relación con la otra, niega todo lo que ella no es y hace de esta negación su propia esencia y el principio de su existencia”[23].

5. La genealogía de los valores: guerreros, sacerdotes y esclavos rebelados

En la historia de la metafísica, las ideas platónicas, las esencias de los filósofos medievales y los valores morales se consideran eternos, inmutables, imperecederos, perfectos. Lo eterno no tiene nacimiento, ni muerte, ni cambio. Lo eterno es representado como una esfera, lisa, pulida, sin manchas ni quebraduras, como se veían las esferas celestes antes de la invención de los telescopios modernos. Si descubriésemos que algo considerado eterno surgió (nació, comenzó a ser) en un momento determinado, antes del cual no era o era otra cosa, entonces, es evidente que ese algo no es eterno ya que antes de ser lo que ahora es, era otra cosa. La meta de la genealogía es desentrañar, detrás del origen (fundamento) de un valor, su comienzo oculto, bajo, iinnoble e, incluso, vergonzoso.

¿De dónde procede el valor de los valores? Los filósofos ingleses de la época de la Ilustración (y, tras ellos, los utilitaristas) sostenían que la utilidad es la fuente del valor. Nietzsche, por el contrario, sostiene que “fueron los «buenos» mismos, es decir, los nobles, los poderosos, los hombres de posición superior y elevados sentimientos quienes se sintieron y se valoraron a sí mismos y a su obrar como buenos, o sea como algo de primer rango, en contraposición a todo lo bajo, abyecto, vulgar y plebeyo. Partiendo de este pathos[24] de la distancia es como se arrogaron el derecho de crear valores, de acuñar nombres de valores”[25]. Es decir, que el valor de los valores proviene de un tipo de voluntad: la voluntad noble, fuerte, afirmativa. Esta voluntad se afirma a sí misma, se da valor a sí misma, se considera a sí misma «buena», y en este mismo acto, se diferencia y distancia de todo otro tipo de voluntad (mala). “El pathos de la nobleza y de la distancia, el duradero y dominante sentimiento global y radical de una especie superior dominadora en su relación con una especie inferior, con un «abajo» -éste es el origen de la antítesis «bueno» y «malo»”[26].

El noble dice: «yo soy bueno, y como yo soy bueno este otro que no vive como yo es malo». El otro, el plebeyo, el vulgar es malo, como una afirmación más de la bondad del bueno. La misma voluntad que hace bueno al noble, hace malo al plebeyo. Es como decir: «yo soy noble y vos plebeyo, pero vos sos plebeyo como una afirmación más de mi nobleza». Que los nobles se identifiquen a sí mismos diferenciándose y distanciándose de todos los demás exige la afirmación de los diferentes. Hay plebeyos como una consecuencia necesaria de la existencia de los nobles. Es una afirmación más de la diferencia. A través de la diferencia el noble afirma su identidad.

Pero, si éste es el verdadero origen y fundamento de lo bueno y lo malo, y si se considera que en el siglo XIX rigen valores completamente opuestos a los del origen, ¿dónde y cuándo se ha iniciado la valoración actualmente vigente? ¿En qué condiciones se ha producido esa funesta inversión por la cual el «bueno» se convirtió en «malo» y el «malvado» en «bueno»? Si sólo una voluntad fuerte y noble puede desarrollar el poder de crear valores, entonces hay que buscar en esta misma aristocracia el comienzo de la otra manera de valorar, de la inversión primera de los valores originarios. Pero al hacerlo hay que tener en cuenta que dentro de la estirpe superior de los nobles pronto tuvieron que diferenciarse dos modos de existencia: el del guerrero-conquistador y el del sacerdote-sabio. “Los juicios de valor caballeresco-aristocráticos [de los guerreros] –dice Nietzsche- tienen como presupuesto una constitución física poderosa, una salud floreciente, rica, incluso desbordante, junto con lo que condiciona el mantenimiento de la misma, es decir, la guerra, las aventuras, la caza, la danza, las peleas y, en general, todo lo que la actividad fuerte, libre, regocijada lleva consigo. La manera noble-sacerdotal de valorar tiene otros presupuestos: ¡las cosas les van muy mal cuando aparece la guerra! [Los sacerdotes son los nobles más débiles, aquellos que ya no pueden enfrentar el combate abierto porque presienten su derrota.] Los sacerdotes son, como es sabido, los enemigos más malvados -¿por qué? Porque son los más impotentes. A causa de esa impotencia el odio crece en ellos hasta convertirse en algo monstruoso y siniestro, en lo más espiritual y más venenoso. [...Han sido los sacerdotes] los que, con una consecuencia lógica aterradora, se han atrevido a invertir la identificación aristocrática de los valores (bueno = noble = poderoso = bello = feliz = amado de Dios) y han mantenido con los dientes del odio más abismal esa inversión, a saber, «¡los miserables son los buenos; los pobres, los impotentes, los bajos son los únicos buenos; los que sufren, los indigentes, los enfermos, los deformes son también los únicos piadosos, los únicos benditos de Dios, únicamente para ellos existe bienaventuranza, -en cambio ustedes, ustedes los nobles y violentos, ustedes son, por toda la eternidad, los malvados, los crueles, los lascivos, los insaciables, los ateos, y ustedes serán también eternamente desventurados, los malditos y condenados!...»”[27]. Con esta inversión de los valores generada por el modo de vida sacerdotal se pusieron las condiciones y se dio comienzo a la rebelión de los esclavos en la moral, la cual, después de un largo proceso histórico, ha resultado vencedora, se ha hecho dominante, ocultando los valores originarios. Si bien llega a ser dominante, este modo de vida no logra revertir la inversión en la que se origina. Aun siendo triunfadora, la moral de los esclavos sigue fundándose en la negación, en el límite, en la impotencia: es esencialmente reactiva, proviene del resentimiento.

“La rebelión de los esclavos en la moral –dice Nietzsche- comienza cuando el resentimiento mismo se vuelve creador y engendra valores: el resentimiento de aquellos seres a quienes les está vedada la auténtica reacción[28], la reacción de la acción, y que se desquitan únicamente con una venganza imaginaria. Mientras que toda moral noble nace de un triunfante sí dicho a sí mismo, la moral de los esclavos dice no, ya de antemano, a un «fuera», a un «otro», a un «no-yo»; y ese «no» es lo que constituye su acción creadora[29]. Esta inversión de la mirada que establece valores –este necesario dirigirse hacia fuera en lugar de volverse hacia sí- forma parte precisamente del resentimiento: para surgir, la moral de los esclavos necesita siempre primero de un mundo opuesto y externo, necesita, hablando fisiológicamente, de estímulos exteriores para poder en absoluto actuar, -su acción es, de raíz, reacción. Lo contrario ocurre en la manera noble de valorar: ésta actúa y brota espontáneamente, busca su opuesto tan sólo para decirse sí a sí misma con mayor agradecimiento, con mayor júbilo, -su concepto negativo, lo «bajo», «vulgar», «malo», es tan sólo un pálido contraste, nacido más tarde, de su concepto básico positivo”[30]. Desde el punto de vista del esclavo, la afirmación del noble es invertida. El esclavo dice: «El otro es malo, y como él es malo, yo soy bueno». No se trata simplemente de un juego de palabras. Aquí se parte de una definición negativa. El esclavo no se opone al otro para afirmar su diferencia y afirmar la diferencia es afirmar su propio modo de ser; sino que el esclavo se define a partir de una negación del otro. Es decir, primero dice que el otro es malo, y como el otro es malo, entonces él es el bueno. Con esta inversión se crea la moral que ha presidido toda la historia humana: la moral de los esclavos, de donde proviene todo nihilismo.

Al mostrar que los valores tienen un comienzo, se demuestra que no son eternos: el señalamiento del nacimiento es la crítica que disuelve las esencias. Nietzsche condensa plásticamente el otro origen de lo «bueno» (la inversión) en la fábula siguiente: “El que los corderos guarden rencor a las grandes aves rapaces es algo que no puede extrañar: sólo que no hay en esto motivo alguno para tomarle a mal a aquéllas el que arrebaten corderitos. Y cuando los corderitos dicen entre sí «estas aves de rapiña son malvadas; y quien es lo menos posible un ave de rapiña, sino más bien su antítesis, un corderito, -¿no debería ser bueno?», nada hay que objetar a este modo de establecer un ideal, excepto que las aves rapaces mirarán hacia abajo con un poco de sorna y tal vez se dirán: «Nosotras no estamos enfadadas en absoluto con esos buenos corderos, incluso los amamos: no hay nada más sabroso que un tierno cordero.» -Exigir de la fortaleza que no sea un querer-dominar, un querer-sojuzgar, un querer-enseñorearse, una sed de enemigos y de resistencias y de triunfos, es tan absurdo como exigir de la debilidad que se exteriorice como fortaleza. Un quantum [cantidad] de fuerza es justo un tal quantum [cantidad] de pulsión, de voluntad, de actividad –más aún, no es nada más que ese mismo pulsionar, ese mismo querer, ese mismo actuar, y, si puede parecer otra cosa, ello se debe tan sólo a la seducción del lenguaje (y de los errores radicales de la razón petrificados en el lenguaje), el cual entiende y malentiende que todo hacer está condicionado por un agente, por un «sujeto»”. El lenguaje heredado del aristotelismo substancializa, esencializa, subjetiviza la realidad, que no es otra cosa que una articulación de múltiples fuerzas o voluntades en relación. Ya se tuvo oportunidad de ver cómo el mismo Descartes cayó seducido por el lenguaje substancializando el cogito: «pienso, existo», derivó en «soy una cosa que piensa». Es decir, la acción se convirtió en substancia y en sujeto. Esta misma falsificación se produce en la concepción vulgar, cuando se busca un «sujeto» detrás del actuar. “Es decir, -sigue Nietzsche- del mismo modo que el pueblo separa el rayo de su resplandor y concibe al segundo como un hacer, como la acción de un sujeto que se llama rayo, así la moral del pueblo separa también la fortaleza de las exteriorizaciones de la misma, como si detrás del fuerte hubiera un sustrato indiferente, que fuera dueño de exteriorizar y, también, de no exteriorizar fortaleza. Pero tal sustrato no existe; no hay ningún «ser» detrás del hacer, del actuar, del devenir; el hacer es todo. En el fondo el pueblo duplica el hacer; cuando piensa que el rayo lanza un resplandor, esto equivale a un hacer-hacer: el mismo acontecimiento lo pone primero como causa y luego, una vez más, como efecto de aquélla. (...) Nada tiene de extraño el que las reprimidas y ocultamente encendidas pasiones de la venganza y del odio aprovechen en favor suyo esa creencia e incluso, en el fondo, ninguna otra sostengan con mayor fervor que la de que el fuerte es libre de ser débil, y el ave de rapiña, libre de ser cordero: -con ello conquistan, en efecto, para sí el derecho de imputar al ave de rapiña ser ave de rapiña... (...) «Nosotros los débiles somos desde luego débiles; conviene que no hagamos nada para lo cual no somos bastante fuertes» -pero esta amarga realidad de los hechos, esta inteligencia de ínfimo rango, poseída incluso por los insectos se ha vestido, gracias a ese arte de falsificación y a esa automendacidad propias de la impotencia, con el esplendor de la virtud renunciadora, callada, expectante, como si la debilidad misma del débil –es decir, su esencia, su obrar, su entera, única, inevitable, indeleble realidad- fuese un logro voluntario, algo querido, elegido, una acción, un mérito[31]. La acción se convierte en sujeto, el hecho se transmuta en virtud, la impotencia en libertad.

La moral de los esclavos, la moral del rebaño es la más alta perfección del espíritu de venganza. Nietzsche simboliza este modo de vida con la imagen de las tarántulas, de los predicadores de igualdad, de los que claman por justicia[32]. A todos ellos opone otra valoración, “pues a la justicia me dice así: «los hombres no son iguales». ¡Y tampoco deben llegar a serlo!”[33]. Pero el hecho es que la moral de los esclavos ha triunfado: “Hoy, en efecto, las gentes pequeñas se han convertido en los señores: todas ellas predican resignación y modestia y cordura y laboriosidad y miramientos y el largo etcétera de las pequeñas virtudes [como las que Franklin reclamaba para sí y para sus conciudadanos]. Lo que es de especie femenina, lo que procede de especie servil y, en especial, la mezcolanza plebeya: eso quiere ahora enseñorearse de todo destino del hombre”[34].

6. El pensamiento trágico como afirmación de la vida

Para Nietzsche, la verdadera naturaleza de la realidad no ha sido captada por la filosofía clásica o por la moral sino por el arte, particularmente, por el pensamiento trágico de los griegos, en el que la realidad no se expresa en categorías filosóficas sino artísticas. El conocimiento más profundo de la realidad es el estético y su expresión más alta es la tragedia antigua, donde la realidad se manifiesta como “un antago­nismo de contrarios primordiales”[35].

6.1. La tragedia como oposición entre la unidad primitiva originaria y el principio de individuación, entre el querer y la apa­riencia, entre la vida y el sufrimiento

El sentimiento trágico es para Nietzsche una afirmación gozosa de la vida que no busca ni solicita justificación, salvación o redención, es “un sentimiento jubiloso incluso a lo terrible y horri­ble, a la muerte y la rui­na. [...] La afirmación trágica incluso de la desaparición de la propia existencia [individual] tiene sus raíces hundidas en el conocimiento fundamen­tal de que todas las figuras finitas son sólo olas momen­táneas en la gran marea de la vida; de que el hundimiento del ente finito no significa la aniquilación total, sino la vuelta al fondo de la vida, del que ha surgido todo lo indivi­dualizado. El pathos trágico se alimenta del saber de que «todo es uno»”[36].

6.2. La tragedia como la oposición entre Dionisos y Apolo

Para Nietzsche los griegos pensaron plásticamente la esencia trágica de la realidad a través de las figuras contrapuestas de sus dioses Apolo y Dionisos. El primero es la simbolización del ser-finito (por tanto, del nacimiento y de la decadencia), del ser diferenciado, de la figura, de la medida y del equilibrio, de la armonía y de las bellas formas, y de la luz solar que diferencia, separa y divide a los seres (luz-sombra) haciéndolos visibles, perceptibles, imaginables. Apolo es el símbolo del «instinto figurativo». “Apolo diviniza el principio de individuación, construye la apariencia de la aparien­cia, la hermo­sa apariencia, el sueño o la imagen plástica, y de este modo se libera del sufrimiento”[37]. Dionisos es, por el contrario, la representación del ser in-finito, de la aniquilación y el hundimiento, de la destrucción. En la mitología aparecía a veces identificado con Hades, la divinidad del reino subterráneo donde moran los muertos, ámbito de las sombras. “Dionisos es el dios de lo caótico y desmesu­rado, de lo informe, del oleaje hirviente de la vida, del frenesí sexual, el dios de la noche y, en contraposi­ción a Apolo, que ama las figuras el dios de la música (...) seductora, exci­tan­te, que desata las pasiones”[38]. Dionisos es el fondo oscuro y sombrío del que provienen todas las diferencias; Dionisos “retorna a la unidad primiti­va, destroza al individuo, lo arrastra al gran naufragio y lo absorbe en el ser original: de esta manera reproduce la contra­dic­ción como dolor de la individua­ción, pero los resuelve en un placer superior, haciéndolos participar de la sobreabundancia de un ser único y del querer universal”[39].

6.3. Dionisos como el fondo de lo trágico

En la evolución posterior del pensamiento de Nietzsche, la contraposición inicial entre Apolo y Dionisos llega a ser absorbida por este último, al que se identifica con la esencia misma de la vida que, desde su fondo horroroso y terrible, crea las figuras finitas y vuelve a destrozarlas. Las fuerzas contrapuestas de la destrucción y el orden se reúnen como momentos opuestos interiores a lo dionisíaco. Conforme lo dionisíaco fue absorbiendo a lo apolíneo, fue surgiendo la figura de Sócrates[40] como la verdadera oposición a lo dionisíaco. Sócrates es el símbolo de la dialéctica, de la negación, de la moral reactiva de los esclavos, y como tal lo opuesto al sentimiento trágico (afirmativo) de la vida representado por Dionisos. Nietzsche descubre entonces que la verdadera oposición es entre Dionisos y Sócra­tes. Sócra­tes no es ni apolíneo ni dionisíaco, sino que, como la moral de los esclavos, se define por una inver­sión: “Mientras en todos los hombres productivos –dice Nietzsche- el instinto es una fuerza afirmativa y creadora, y la conciencia una forma críti­ca y negativa, en Sócra­tes el instinto pasa a ser crítico y la conciencia creadora”[41]. Sócrates es el tipo idealista puro[42], es quien inicia el movimiento del nihilismo en Grecia, en tanto en él se manifiesta “el instinto incoercible de transformar todo [lo real] en algo pensable, lógico, racional”[43].

En esta etapa del pensamiento de Nietzsche, “lo trágico es concebido como principio cósmico”[44], como el principio mismo del ser y la filosofía se identifica con la sabiduría trágica, es decir, con la visión del antagonismo originario del fondo infinito del que todo nace y que destruye todo y del reino luminoso de las figuras individualizadas y separadas, armoniosas y bellas. La esencia trágica de la vida es pensada a partir del concepto de juego: «Un devenir y un perecer, un cons­truir y un destruir sin ninguna responsabilidad moral, con una inocencia eternamente igual, lo tiene en este mundo sólo el juego del artista y el juego del niño. Así como juegan el niño y el artista, así juega también el fuego eternamente vivo, así destruye y construye, inocentemente»[45]. En el Ensayo de autocrítica, añadido a la tercera edición de la obra (1886) destaca: “De hecho el libro entero no conoce, detrás de todo acontecer, más que un sentido y un ultra-sentido de artista, [...] un dios-artista que creando mun­dos, se desembaraza de la necesidad implicada en la plenitud y la sobreplenitud, del sufrimiento de las antítesis en él acumula­das...”[46].

En este momento de su pensamiento, Nietzsche concibe al hombre desde la perspectiva del artista, cuyo arquetipo es el «genio». El genio es el lugar donde la vida se hace creativa. El genio es un destino, es una necesidad de la vida sobreabundante, desbordante. La natura­leza tiene necesidad del genio (en la triple figura del filósofo, del artista y del santo[47]), y para al­can­zar­lo se vale de la cultura. La natura­leza se realiza en la cultura, y la cultura se realiza en el genio. La natura­leza tiene necesi­dad del filósofo para comprender el sentido de la vida, del artista para adquirir conciencia de sí misma, y del santo para confundirse en un mismo sentimiento con todo lo que es vivo. El genio es una prefiguración del «superhombre»[48].

7. Así habló Zaratustra

Después de un período de transición o etapa de la «ilustración» en la que escribe Aurora, Humano, demasiado humano y La gaya ciencia, Nietzsche comienza la redacción de la obra en la que llegan a su madurez las ideas bosquejadas en sus escritos anteriores: Así habló Zaratustra. Nietzsche dice de ella: “Mi concepto de lo «dionisíaco» se volvió aquí acción suprema[49]. Es la culminación de la parte afirmativa de su pensamiento, tras la cual se desatará la furia de la destrucción, el filosofar «a martillazos», creando (como el escultor sobre la piedra) un nuevo tipo de vida, aunque ello implique la destrucción de las formas decadentes y degradadas[50]. Nietzsche se llama a sí mismo “el poeta creador del Zaratustra[51], porque el poeta es el que crea la verdad y su pensamiento se construye a la manera del arte, mediante símbolos y metáforas: piensa poéticamente. Sin embargo, el Zaratustra dista mucho de ser una autobiografía novelada. “Nietzsche caracteriza aquí con una lucidez impar el naci­miento de una nueva comprensión del universo, la aparición súbita de una revelación, en la cual no sólo las cosas, sino también el pensador quedan cambiados, conmovidos, trastornados”[52].

La obra desarrolla cuatro temas principales: el superhombre, la muerte de Dios, la voluntad de poder y el eterno retorno de lo mismo, de los cuales sólo se expondrán aquí los tres primeros.

8. La muerte de Dios

La muerte de Dios es la consecuencia necesaria del idealismo absoluto hegeliano, se deriva de la racionalización de lo real, de la absolutización del todo y es la culminación del movimiento fundamental que atraviesa la historia de Occidente: el nihilismo. El tema es presentado en el § 125 de La gaya ciencia de la siguiente manera: “-¿No oyeron hablar de aquel loco que en pleno día corría por la plaza pública con una linterna encendida, gritando sin cesar: ¡Busco a Dios! ¡Busco a Dios!? Como estaban presentes muchos que no creían en Dios, sus gritos provocaron a risa. ¿Se te ha extraviado? –decía uno. ¿Se ha escondido como un niño? –preguntaba otro-. [...] El loco se encaró con ellos, y clavándoles la mirada, exclamó: «¿Dónde está Dios? Se los voy a decir. Le hemos matado; ustedes y yo, todos nosotros somos sus asesinos. Pero ¿cómo hemos podido hacerlo? ¿Cómo pudimos vaciar el mar? ¿Quién nos dio la esponja para borrar el horizonte? ¿Qué hemos hecho después de desprender a la tierra de la cadena de su sol? ¿Dónde la conducen ahora sus movimientos? ¿A dónde la llevan los nuestros? ¿Es que caemos sin cesar? ¿Vamos hacia adelante, hacia atrás, hacia algún lado, erramos en todas direcciones? ¿Hay todavía un arriba y un abajo? ¿Flotamos en la nada infinita? ¿Nos persigue el vacío con su aliento? ¿No sentimos frío? ¿No ven de continuo acercarse la noche, cada vez más cerrada? ¿Necesitamos encender las linternas antes del mediodía? ¿No oyen el rumor de los sepultureros que entierran a Dios? ¿No percibimos aún nada de la descomposición divina?... Los dioses también se descomponen. ¡Dios ha muerto! ¡Dios permanece muerto! ¡Y nosotros le dimos muerte! ¡Cómo consolarnos, nosotros, los asesinos entre los asesinos! Lo más sagrado, lo más poderoso que había hasta ahora en el mundo ha teñido con su sangre nuestro cuchillo. Quién borrará esa mancha de sangre? ¿Qué agua servirá para purificarnos? ¿Qué expiaciones, qué ceremonias sagradas tendremos que inventar? La grandeza de este acto, ¿no es demasiado grande para nosotros? ¿Tendremos que convertirnos en dioses o al menos que parecer dignos de los dioses? Jamás hubo acción más grandiosa, y los que nazcan después de nosotros pertenecerán, a causa de ella, a una historia más elevada que lo fue nunca historia alguna»”[53].

El relato de Nietzsche se inscribe sobre la leyenda del filósofo que, con una lámpara encendida en pleno día, buscaba por las calles de Atenas el hombre. El sujeto y el objeto de la leyenda han sido invertidos en el relato nietzscheano: el sujeto no es un filósofo (imagen de la razón) sino un loco (imagen de la sinrazón); el objeto de la búsqueda no es el hombre sino Dios. El filósofo no encontraba al hombre (universal) sino a estos hombres (singulares), porque lo universal es invisible incluso en pleno día, a diferencia de lo existente singular, visible a simple vista. El loco no encuentra a Dios, porque Dios ha muerto (aunque, como dice el texto más adelante, los otros hombres aún no puedan darse cuenta de este hecho ya ocurrido). Además, Dios no ha muerto a causa de alguna enfermedad o por la vejez, sino que fue asesinado por los hombres, por todos los hombres. Nietzsche recupera el símbolo del Dios asesinado (Dionisos fue asesinado, Jesús fue asesinado), pero lo inserta en la modernidad, en la que el sujeto ha suprimido (asesinado) y remplazado al Absoluto, en la que “todo lo sagrado ha sido profanado”[54].

La representación del Dios-asesinado sigue siendo, aún en nuestro siglo, insoportable, terrible, horrorosa, anonadadora. Por eso, Nietzsche retoma la pregunta fundamental de la crítica kantiana: ¿Cómo es esto posible? Sin embargo, ya no se pregunta por las condiciones de posibilidad de un hecho aparentemente contradictorio (los juicios sintéticos a priori) sino de un hecho absurdo, de la encarnación del sinsentido. La muerte de Dios es lo inconcebible. La muerte de Dios significa la desfundamentación de todo fundamento, el absurdo generalizado, el sinsentido absoluto, la pérdida completa de los valores, de las referencias, de las medidas, de los criterios. Si el fundamento absoluto se ha disuelto, ¿cómo nos sostendremos? ¿De qué modo podremos orientar nuestras acciones? ¿Qué orden podríamos encontrar en el mundo? El hecho de la muerte de Dios deja al universo sin sus goznes, quita a todo su fundamento: ya nada puede ser pensado, conocido, dicho o siquiera visto. Sin fundamento no hay lógica, no hay verdad, no hay lenguaje, no hay diferencias. Sin fundamento se borran los límites, se esfuma el horizonte, se pierde la dirección, el sentido, la finalidad. El hecho es que Dios ha muerto y los autores/actores (sujetos) de ese hecho son los hombres. Nietzsche expresa aquí una acción que ha demandado siglos: los fundamentos absolutos de la antigüedad han quedado disueltos por obra del sujeto racional moderno, tras una preparación bimilenaria. El hombre ha tomado el lugar de Dios, ¿estaremos a la altura de nuestros actos? “¿Tendremos que convertirnos en dioses?” Nietzsche niega que el hombre esté en condiciones de asumir la grandeza de su acto. Así como -para Marx- la realidad alemana está retrasada respecto de su concepto, el hombre actual -para Nietzsche- está por debajo de sí mismo, está retrasado respecto de su propia esencia, es decir, respecto de su obra. Sólo un ser sobrehumano, un «superhombre» podría hacerse cargo de las consecuencias de la muerte de Dios. El Dios que ha muerto es el que se representaba como el mundo ideal, suprasensible, legado por la filosofía desde Platón. El mundo de las Ideas, concebido como fundamento, como norma y como modelo para toda realidad sensible.

La tesis de la muerte de Dios es el tema central de la primera parte del Zaratustra. La transformación de la naturaleza del hombre por la muerte de Dios es descripta allí por Nietzsche como un proceso que pasa por tres momentos: el camello, el león y el niño[55]. El camello representa al hombre que está bajo el peso de la trascendencia, el hombre de la voluntad moral kantiana. El león simboliza la libertad que dice «no», que rehusa a Dios, a la moral objetiva y a las esencias de la metafísica. Es el hombre que se da cuenta de que todo esto son creaciones del mismo hombre, ilusiones de una autoalienación idealista. Pero la libertad del león es sólo una voluntad negativa, «libertad de», no es todavía «libertad para». La negación de la trascendencia “no es todavía una proyección nueva, no es producción creadora, construc­tiva, de la humanidad liberada”[56]. Por último, el niño señala un nuevo comienzo, una nueva inocencia, una voluntad nueva que juega y crea nuevas formas de vida sostenidas en nuevos valores. El niño simboliza la libertad positiva, afirmativa, creativa. Tras la muerte de Dios y la abolición del mundo suprasensible (trasmundo), la totalidad de los seres y las relaciones deben ser reinterpretadas –dice Nietzsche- desde el sentido de la tierra.

El concepto de «tierra» no alude a nada existente, a ningún objeto o reunión de todos los objetos, sino a “lo que hace surgir todo de sí, como el seno de todas las cosas, como el movimiento de la producción, del que surge lo existente múltiple, individualiza­do y limitado, y adquiere perfil, figura y consistencia. Nietzsche concibe a la tierra como poiesis[57]. Y de igual manera ve la defini­ción esencial del hombre en su creatividad, en su libertad creado­ra. Por ello puede Nietzsche obtener del hombre creador la perspec­tiva con que penetra en la esencia creadora de la tierra, y, con ello, en el principio cósmico de todas las cosas. [...] Todas las cosas son productos de la tierra, creaciones de su vida que engendra y que da. Y esta vida de la tierra es para Nietzsche la voluntad de poder. Desde el hombre creador re-piensa Nietzsche la creatividad, la voluntad de poder de la tierra misma[58].

“«Mil senderos existen que aún no han sido nunca recorridos: mil formas de salud y mil ocultas islas de la vida. Inagotados y no descubiertos continúan siendo siempre para mí el hombre y la tierra del hombre». El terreno de juego de la libertad es inabar­cable si Dios no limita ya al hombre, si esa pared insalvable no cierra ya su camino ascendente...”[59]. Lo que más quiere la vida, su más ardiente deseo es crear algo por encima de sí. “¡Bien! ¡Adelante! ¡Vamos hombres superiores! Ahora es cuando la montaña del futuro humano está de parto. Dios ha muerto: ahora nosotros queremos –que viva el superhombre”[60].

9. El superhombre

En el prólogo al Zaratustra se bosquejan las imágenes de los dos tipos humanos extremos: el superhombre y el último hombre. El primero es la suprema esperanza del hombre; el segundo es la triste realidad existente. “La palabra «superhombre» designa un tipo de óptima constitución, en contraste con los hombres «modernos», con los hombres «buenos», con los cristianos y demás nihilistas”[61]. Zaratustra anuncia al superhombre en la plaza pública, es decir, ante el último hombre, ante el hombre que ha perdido toda esperanza, todo ideal, toda la fuerza para trascenderse a sí mismo, que no quiere ya nada, que no tiene metas. Es el hombre del nihilismo pasivo, el que no cree en nada, aquel en el que se han debilitado todos los instintos activos y creadores, aquel que, aunque dispone de una cultura muy amplia, sólo desea conservarse, sobrevivir. El último hombre es el hombre alienado, abrumado por los pequeños trabajos de lo cotidiano, completa e irrecuperablemente aburrido de la vida, que sólo quiere descansar, dejar de ser, que sólo desea la nada.

El superhombre, por el contrario, es la posibilidad suprema que se abre a la acción creadora del hombre tras la muerte de Dios, es decir, tras la devaluación de los valores fundamentales simbolizados en los «trasmundos» y en la idea de Dios. Nietzsche, siguiendo al romanticismo, se propone volver al carácter heroico de la existencia humana, que “convoca a la grandeza de la existen­cia”, contrapuesto a la moral, la metafísica y los trasmundos religiosos[62].

El prólogo traza la imagen del superhombre: éste es el «sentido de la tierra». La tierra es lo opuesto a todo tras-mundo, es la fuente de la que éste ha sacado sus colores e imágenes. El superhombre devuelve a la tierra todo lo que la bajeza ha depositado en el trasmundo de las ideas eternas, imperecederas. “La grandeza del hombre está en ser un puente y no una meta: lo que en el hombre se puede amar es que es un tránsito y un ocaso[63]. El hombre como puente hacia el superhombre se prefigura en los grandes hombres, en los genios, en los precursores.

El aislamiento del camino del creador lo conduce al propio «sí mismo». La liberación acontecida tras la muerte de Dios expresa el auténtico sí mismo del hombre. Éste no es fijo, es el movimiento que juega, que se trasciende a sí mismo, es el puro don de sí. El “impulso de la vida humana hacia un poder más alto y superior, la vida creciente, ascendente, esta búsqueda de sí en autosuperaciones y autodominios siempre nuevos es la verdadera forma de ser del hombre liberado de Dios, del hombre creador. [...] El modo fundamental como aquí se define el «sí-mismo» humano creador, que se prodiga y que busca la prepoten­cia de la vida, prefigura ya la idea básica que domina la segunda parte de Así habló Zaratustra: la idea de la «voluntad de poder»”[64].

10. La voluntad de poder[RE1]

Nietzsche piensa la realidad como un complejo entramado de fuerzas que se relacionan, solidaria o conflictivamente, y cuyo resultado articula un mundo, un destino. La realidad no son las cosas, las substancias, las esencias o el ser en sí, sino actividad, acción, fuerza y relaciones entre las fuerzas, es decir, poder. Una fuerza se define por lo que puede[65].. “Cada poder –dice Nietzsche en La voluntad de poder- llega en cada momento hasta sus últimas consecuencias. (...) Un quantum de poder se define por la acción que ejerce y por la que resiste”[66]. Una fuerza es poder, es dominación, pero también objeto sobre el que se ejerce una dominación. La fuerza es sujeto y objeto. Nietzsche llama a la realidad «voluntad de poder» porque es una multiplicidad de fuerzas que quieren dominar, que ejercen poder, que ejecutan lo que pueden. “Querer no es un desear, simple aspiración, tendencia a algo, sino que incluye en sí el mandar. Quien manda es señor en cuanto que dispone con su saber sobre las posibilidades de obrar; en el mandato se manda la realización de lo dispuesto y planeado. En el mandato obedece el que manda, no sólo el que ejecuta; obedece a ese disponer y poder disponer, y así se obedece a sí mismo; mandar es superarse (obedecerse) a sí mismo, y es más difícil que obedecer; sólo a quien no es capaz de obedecerse a sí mismo hay que mandarle. «Lo que la voluntad quiere, no lo quiere sólo como algo de que carece. Lo que la voluntad quiere lo tiene ya. Pues lo que la voluntad quiere propiamente es su querer. Su querer es lo querido. La voluntad se quiere a sí misma. Se trasciende a sí misma». Por eso puede decir Nietzsche: «Querer es lo mismo que querer hacerse más fuerte, querer crecer, y además querer los medios»”[67]. Nietzsche reinterpreta la frase[68] atribuida a Maquiavelo: el querer quiere también los medios, es decir, los valores, la estimación. La voluntad quiere también las condiciones de la conservación y el acrecentamiento del poder. La voluntad de poder es voluntad que crea valores, pone valores.

Las fuerzas son diferentes: tienen distinta intensidad, distinta dirección. Pero más allá de sus diferencias cuantitativas, interesa la diferencia jerárquica, la distancia. “El auténtico problema -dice Deleuze- no se halla en la relación del querer con lo involuntario, sino en la relación entre una voluntad que ordena y una voluntad que obedece, y que obedece más o menos”. Las fuerzas son desiguales: unas dominan y otras son dominadas, pero todas quieren dominar, en todas se manifiesta la voluntad de poder[69]. “En todos los lugares donde encontré seres vivos –escribe Nietzsche- encontré voluntad de poder; e incluso en la voluntad del que sirve encontré voluntad de ser señor. [Querer significa querer ser señor] A que sirva al más fuerte, a eso persuádele al más débil su voluntad, la cual quiere ser dueña de lo que es más débil todavía: a ese solo placer no le gusta renunciar”[70]. Unas fuerzas dominan y otras son dominadas, unas pueden más y otras menos. Toda fuerza es dominante y dominada. Dominada en una relación, dominante en otra, pero la cuestión fundamental no es la cantidad de las fuerzas. Para Nietzsche, un problema más importante es el de la cualidad o jerarquía de las fuerzas. ¿Es noble o es vil? ¿Es alta o es baja? ¿Es afirmativa y creativa o es reactiva y busca la autoconservación? ¿Acrecienta el poder o lo debilita y envenena? No da igual cualquier fuerza. Tampoco se piensa que la fuerza que triunfa sea «buena» y mejor. ¿Cuál es, entonces, el criterio de selección de las fuerzas? Nietzsche señala, con mayor frecuencia, los siguientes: fuerza/debilidad, actividad/reactividad, creatividad/resentimiento, sobreabundancia/decadencia.

Como Heráclito, Tucídides. Maquiavelo, Hobbes y Darwin, Nietzsche piensa que la vida es conflicto, lucha, enfrentamiento y guerra[71]. A diferencia de los dos últimos nombrados, cree que la tendencia de la vida no es la conservación o la adaptación sino el acrecentamiento del poder. “Nietzsche siempre señala el carácter pasional de la fuerza, el hecho de que en modo alguno se contenta tan sólo con querer existir o conservarse, sino que aspira a dominar, a intensificarse, a crecer”[72].

Escribe en el Zaratustra: “Y este misterio me ha confiado la vida misma. «Mira, dijo, yo soy lo que tiene que superarse siempre a sí mismo»”[73]. Es decir, la vida posee una tendencia a ascender. Lo que más quiere la vida, su más ardiente deseo es crear algo por encima de sí[74]. “Subir quiere la vida, y subiendo, superarse a sí misma” Lo que más quiere la vida, su más ardiente deseo es crear algo por encima de sí[75]. Con el concepto de voluntad de poder “concibe Nietzsche lo que hace tales a todas las cosas finitas y las mantiene en movi­miento en el antagonismo de la discordia y de la lucha”[76]. Dice Nietzsche: “Muchas cosas tiene el viviente en más alto aprecio que la vida misma; pero en el apreciar mismo habla -¡la voluntad de poder!”[77]

11. La voluntad de poder como arte[78]

` El concepto de «voluntad de poder» no hace referencia al ansia de poder o a algún tipo de voluntarismo que pudiera oponerse al racionalismo o al utilitarismo vigentes en la segunda mitad del siglo XIX. La voluntad de poder es la fuerza de la vida, es el impulso a la superación, a la creación. La voluntad de poder hace referencia a lo dionisíaco, a lo artístico. Para Nietzsche, el único ámbito en donde “ha sobrevivido un residuo dionisíaco, una forma de libertad del espíritu”[79] es el arte.

El arte tiene un carácter de exceso, de excedente y de excepción. Es exceso en tanto expresa la violencia, el desborde y la impetuosidad de las pasiones y en tanto las imágenes, las fantasías, los símbolos interiores embisten las cosas exteriores imponiéndoles un sentido. Es excedente en tanto el impulso a inventar máscaras para disfrazar la realidad se autonomiza y excede su función específica atada al pasado para crear sentidos nuevos. “Es juego, excep­ción, suspensión provisional de las leyes de la jerarquía social y, en general, del principio de realidad, que se produce en las fiestas”[80]. Sin embargo, poco a poco el arte dejó de ser excepción (en el sentido de “suspensión provisional”) para manifestar el conjunto de lo real como «fábula». El conjunto de la realidad se revela como producto de los símbolos, como lenguaje, como obra de arte. Nietzsche anuncia una nueva concepción de la realidad en la que el arte comienza a plasmarse como el paradigma, en la medida en que no hay «hechos» sino sólo «interpretaciones», «fábulas».

El arte tiene un “alcance esencialmente desestructurante” porque disuelve las pretensiones de objetividad y de verdad de las ciencias. El arte permite comprender que no hay una realidad verdadera sino sólo fábulas (interpretaciones), aun cuando “una cierta interpretación «prevalece» como «verdadera», se convierte en norma, etc.”, pero lo hace, precisamente, por un acto de fuerza. Es a este juego de hacerse valer de «interpretaciones» sin «hechos», o sea, de configuraciones simbólicas que son resultado de juegos de fuerza y que se convierten ellas mismas en agentes del establecimiento de configuraciones de fuerzas, a lo que Nietzsche llama mundo como voluntad de poder. Así, el mundo es como “una obra de arte que se hace por sí misma”[81].

“El nihilismo, el descubrimiento de la «mentira» y del carácter de juego de fuerzas que tienen los pretendidos valores y las pretendidas estructuras metafísicas, implica la aparición de la voluntad de poder que disloca, subleva las relacio­nes jerárquicas vigentes; esto sucede incluso con sólo revelarlas como relaciones de fuerzas y no como órdenes correspondientes a «valores». Una vez descubierto que los valores no son otra cosa que posiciones de la voluntad de poder, tanto de los fuertes como de los débi­les, nadie está ya en el mismo puesto de la jerarquía social. [...] Eterno retorno y Voluntad de poder funcionan de hecho, esencialmente, como principio de desestructura­ción de las jerarquías internas y externas al sujeto, actualmente vigentes”[82].

Hegel confiaba en que a través del movimiento impulsado por lo negativo se arribase a la reconciliación de las escisiones históricas. Marx cuestionaba la capacidad de la conciencia y de la Idea para producir la superación y desplazaba su confianza hacia la praxis, hacia la lucha y el trabajo de los hombres en sociedad. Nietzsche, por su parte, sospecha de toda racionalidad dialéctica, en la que percibe síntomas de la moral del rebaño, del espíritu de venganza. Piensa que sólo el resurgimiento del mito, fortalecido en la actividad artística, puede activar las fuerzas integradoras y revitalizadoras capaces de producir la creación de nuevos valores tras la bajeza, la degradación, la fragmentación y la división extendidas por la sociedad de la competencia y la revolución industrial. Para Nietzsche, como para Marx, la razón es un instrumento[83]. Para el primero es un instrumento de la praxis y de la lucha de clases, para el segundo es un instrumento de la vida como voluntad de poder.


[1] Gilles Deleuze destaca, desde el comienzo de su obra, el aspecto crítico de la filosofía de Nietzsche (Cf. Deleuze, G.: Nietzsche y la filosofía, Editorial Anagrama, Barcelona, 1971, p. 7-10), aunque para Nietzsche la crítica no hay que entenderla como negación, reacción, resentimiento o vengan­za, sino como acción, como afirmación. La crítica es “la expresión activa de un modo de existencia activo: el ataque, la agresividad natural de una manera de ser”. Esta manera de ser es la del filósofo.

[2] Cf. Desiato, M.: Nietzsche, crítico de la postmodernidad, Caracas, Monte Avila Editores, 1998, pp. 51-4.

[3] Nietzsche, F.: Crepúsculo de los ídolos, Madrid, Alianza Editorial, 1992, p. 51.

[4] Marx, K.-Engels, F.: Manifiesto del partido comunista, Buenos Aires, Editorial Anteo, 1985, p. 39.

[5] Nietzsche, F.: 1992, p. 51.

[6] Podría leerse el conjunto de la obra de Nietzsche como un intento de «inversión» del pensamiento de Platón.

[7] Nietzsche, F.: La volonté de puissance, Paris, Galli­mard, Volumen II, § 100 [P.-A. 1887 (XV, § 2).

[8] Hegel, G.W.F.: 1966, p. 52.

[9] Hegel, G.W.F.: 1966, p. 16.

[10] Nietzsche, F.: Crepúsculo de los ídolos, Madrid, Alianza Editorial, 1992, p. 52. Cursivas del autor. Corchetes nuestros.

[11] Nietzsche, F.: 1992, p. 52.

[12] Nietzsche, F.: La gaya ciencia, Madrid, Sarpe, 1984, p. 100.

[13] Nietzsche, F.: Más allá del bien y del mal, Madrid, Alianza Editorial, 1983a, p. 24.

[14] Savater, F.: Conocer Nietzsche y su obra, Barcelona, Editorial Dopesa, 1977, p. 68.

[15] Es decir, la concepción del ser y de la realidad sostenida por los filósofos presocráticos de la escuela de Elea, a la que pertenecen entre otros Parménides y su discípulo Zenón.

[16] “El orden estelar en el que vivimos es una excepción, y dicho orden, junta­mente con la duración que como condición precisa supone, es lo que ha hecho posible, a su vez, la ex­cepción de las excepciones: la formación de lo orgáni­co. Por el contrario, la condición general del universo es el caos por toda la eternidad, y no porque carezca de necesidad, sino en el sentido de falta de orden, de estructura, de forma, de bon­dad, de sabiduría y demás estetismos humanos”. (Nietzsche, N.: 1984, Madrid, p. 99.

[17] “Los juicios de valor sobre la vida, en favor o en contra, no pueden, en definitiva, ser verdaderos nunca: únicamente tienen valor como síntomas...” (Nietzsche, F.: 1992, p. 38). “Para captar los signos de elevación y de decadencia poseo un olfato más fino que el que hombre alguno haya tenido jamás...” (Nietzsche, F.: Ecce Homo, Madrid, Alianza Editorial, 1980a, p. 21).

[18] Nietzsche, F.: Genealogía de la moral, Madrid, Alianza Editorial, 1980b, p. 23.

[19] Ibídem.

[20] “Al principio de la universalidad kantiana, así como al principio de la seme­jan­za, grato a los utilitaristas, Nietzsche opone el sentimiento de la dife­rencia o de distancia” (Deleuze, G.: 1971, pp. 7-9).

[21] “Algo vivo quiere, antes que nada, dar libre curso a su fuerza –la vida misma es voluntad de poder-. [...] La vida misma es esencialmente apropiación, ofensa, avasallamiento de lo que es extraño y más débil, opresión, dureza, imposición de formas propias, anexión y al menos, en el caso más suave, explotación” (Nietzsche, F.: Más allá del bien y del mal, Madrid, Alianza Editorial, 1972, pp. 34 y 221-22).

[22] Deleuze, G.: 1971, p. 17. “Yo contradigo –dice Nietzsche- como jamás se ha contradicho, y, a pesar de ello, soy la antítesis de un espíritu que dice no” (Nietzsche, F.: 1980a, p. 124).

[23] Deleuze, G.: 1971, pp.17-20. Hegel más bien diría que es una fuerza que niega toda otra fuerza que amenaza suprimir su libertad (y no todo lo que ella no es).

[24] «Pathos» es un término griego que significa «sentimiento», «afecto», «pasión», «estado del alma», «carácter».

[25] Nietzsche, F.: 1980b, p. 31.

[26] Nietzsche, F.: 1980b, p. 32. “Cuando los dominadores son quienes definen el concepto «bueno», son los estados anímicos elevados y orgullosos los que son sentidos como aquello que distingue y que determina la jerarquía. El hombre aristocrático separa de sí a aquellos seres en los que se expresa lo contrario de tales estados elevados y orgullosos: los desprecia. Obsérvese en seguida que en esta primera especie de moral la antítesis «bueno» y «malo» es sinónima de «aristocrático» y «despreciable»” (Nietzsche, F.: 1972, p. 223).

[27] Nietzsche, F.: 1980b, pp. 38-9. Corchetes nuestros.

[28] La auténtica reacción es una acción que responde a otra acción autoafirmándose a sí misma, en cambio, la voluntad reactiva sólo reacciona a las acciones de los otros. No es nunca una afirmación de sí sino negación del otro.

[29] La voluntad reactiva no es capaz de crear desde sí y sólo lo hace como reacción a la acción del otro. Es reactiva por naturaleza, tiene origen en la negación. Por esa razón supone siempre otra voluntad que activa la reacción.

[30] Nietzsche, F.: 1980b, p. 42-3. Cursivas del autor, subrayados y corchetes nuestros.

[31] Nietzsche, F.: 1980b, pp. 52-3.

[32] Subyace aquí la polémica con el iluminismo, el utilitarismo, el socia­lismo, la democracia y el cristianismo y la concepción tradicional de justicia.

[33] Nietzsche, F.:1983b, p. 153.

[34] Nietzsche, F.:1983b, p. 384. Cursivas del autor, subrayado nuestro.

[35] Fink, E.: La filosofía de Nietzsche, Madrid, Alianza Editorial, 1976, p. 20.

[36] Fink, E.: 1976, p. 21.

[37] Deleuze, G.: 1971, p. 21.

[38] Fink, E.: 1976, p. 27. Dionisos corresponde al estado psicológico de la «embriaguez»: “aquel estado extático en que tenemos el sentimiento de que desaparecen todas las barreras, de que salimos de nosotros mismos, de que nos identificamos con todos, más aún, de que desembocamos y nos sumergimos en el mar infinito”. Cósmicamente, es la marea que “rompe, destruye, succiona todas las figuras y elimina todo lo finito y particularizado; es el gran ímpetu vital” (pp. 28-9).

[39] Deleuze, G.: 1971, p. 21.

[40] “Sócrates es el primer genio de la decadencia: opone la idea a la vida, juzga la idea por la vida, presenta la vida como si debiera ser justificada, juzgada, redimida por la idea. Lo que nos pide, es llegar a sentir que la vida, aplastada bajo el peso de lo negativo, es indigna de ser deseada por sí misma, experimentada en sí misma” (Deleuze, G.: 1971, p. 24).

[41] Nietzsche, F.: El nacimiento de la tragedia, Madrid, Alianza Editorial, 1979, p. 117.

[42] Como Marx, Nietzsche se opone al idealismo. Como Marx, Nietzsche entiende al idealismo como la reducción de lo real a la forma, a la idea, y como un movimiento de inversión de la relación entre la realidad y la conciencia. A diferencia de Marx, quien concibe la realidad como praxis, Nietzsche concibe la realidad como «voluntad de poder».

[43] Cf. Nietzsche, F.: 1979, pp. 117 ss.

[44] Fink, E.: 1976, p. 25.

[45] Nietzsche, F.: Obras, Grossoktauvasgabe, Editorial Kröner, X, 41, citado por Fink, E.: 1976, p. 48.

[46] Nietzsche, F.: 1979, p. 31.

[47] Nietzsche, F.: Schopenhauer como educador, en Obras completas de Federico Nietzsche, tomo II, Consideracio­nes intempestivas, 1873-1875, M. Aguilar Editor, Madrid, 1932, pp. 197-8.

[48] Cf. infra 9. El superhombre.

[49] Nietzsche, F.: 1980a, p. 101.

[50] En su autobiografía, Nietzsche escribe: “La tarea de los años siguientes [a la redacción del Zaratustra] estaba ya trazada de la manera más rigurosa posible. Después de haber quedado resuelta la parte de mi tarea que dice sí, le llegaba el turno a la mitad de la misma que dice no, que lleva ese no a la práctica: la transvaloración misma de los valores anteriores, la gran guerra...” (Nietzsche, F.: 1980a, p. 107).

[51] Nietzsche, F.: 1980b, p. 98.

[52] Fink, E.: 1976, p. 75.

[53] Nietzsche, F.: 1984, pp. 109-10.

[54] Marx, K.-Engels, F.: 1985, p. 39.

[55] Ver: Nietzsche, F.: Así habló Zaratustra, Madrid, Alianza Editorial, 1983b, “De las tres transformaciones”, pp. 49 ss.

[56] Fink, E.: 1976, p. 84.

[57] El término griego «poiesis» significa «producción», «creación», «hacer surgir a la presencia». (Nota nuestra).

[58] Fink, E.: 1976, pp. 91 y 93.

[59] Fink, E.: 1976, p. 88.

[60] Nietzsche, F.: 1983b, p. 383.

[61] Nietzsche, F.: 1980a, p. 57.

[62] Cf. Fink, E.: 1976, p. 87.

[63] Nietzsche, F.:1983b, p. 36.

[64] Fink, E.: 1976, p. 87.

[65] “No queráis nada por encima de vuestra capacidad: hay una falsedad perversa en quienes quieren por encima de su capacidad” (Nietzsche, F.:1983b, p. 386).

[66] Citado por Savater, F.: 1977, p. 87.

[67] Olasagasti, M.: Introducción a Heidegger, Madrid, Revista de Occidente, 1967, pp. 97-8.

[68] Se atribuye a Maquiavelo haber dicho que “el fin justifica los medios”.

[69] “Se le dan órdenes al que no sabe obedecerse a sí mismo. Así es la especie de los vivientes”. (Nietzsche, F.:1983b, p. 170).

[70] Nietzsche, F.:1983b, p. 171. Corchetes nuestros.

[71] Escribe Vattimo: “La verdadera esencia, si se puede decir así, de la voluntad de poder es hermenéutica, interpretativa. La lucha de las opuestas voluntades de poder, ante todo, es lucha de interpretaciones. Esto corresponde al convertirse en fábula del mundo verdadero: no existe sino el mundo aparente, y éste es producto de las interpretaciones que cada centro de fuerza elabora. «Cada centro de fuerza tiene para todo el resto su perspectiva, es decir, su absolutamente determinada escala de valores, su tipo de acción, su tipo de resistencia» (Vattimo, G.: Introducción a Nietzsche, Barcelona, Ediciones Península, 1987, pp. 116-17).

[72] Savater, F.: 1977, p. 92.

[73] Nietzsche, F.:1983b, p. 171.

[74] Cf. Nietzsche, F.: 1983b, pp. 61-2.

[75] Nietzsche, F.: 1983b, p. 154.

[76] Fink, E.: 1976, p. 96.

[77] Nietzsche, F.:1983b, p. 172.

[78] En este apartado seguimos a Gianni Vattimo: Las aventuras de la diferencia, Barcelona, Editorial Península, 1986, Cuarta parte, capítulo .IV, pp. 85 ss.

[79] Nietzsche, F.: Aurora, aforismo 44, citado por Vattimo, G.: 1986, p. 88.

[80] Cf. Vattimo, G.: 1986, pp.. 89-90.

[81] Vattimo, G.: 1986, pp. 91-2.

[82] Vattimo, G.: 1986, pp. 93 y 95.

[83] Cf. Nietzsche, F.: 1983b, p. 60.


[RE1][Filosofía de la voluntad (Deleuze, G.: 1971, pp. 14 ss.)]

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